1.3. Paz en la tierra

  • José Carlos Mariátegui

 

         1No ha querido el destino que la guerra durase más que el gobierno del señor Pardo. Yen un día solemne, entre los faustos de la Fiesta de la Raza, de la Fiesta de la Primavera, de la Fiesta de la Juventud, de la Libertad y de la matiné del señor Aspíllaga, nos ha anunciado su fin.
         Aunque no lo parezca, estamos, pues, en el umbral de un instante trascendentalísimo. El instante de que tanto se nos ha hablado. El instante del Congreso de las Naciones. El instante de la paz de Wilson. El instante de la organización jurídica de la humanidad, como dijo un día el señor Maúrtua en el Parlamento.
         Parece que nos estábamos encariñando con la idea de que la guerra no se acabaría pronto. Y, por eso, habíamos empezado a hablar como de una fecha simbólica, maravillosa y lejana de la fecha de la paz. Unas veces nos era muy cómodo dejarlo todo para “cuando concluyese la guerra”. Otras veces considerábamos muy sugestivo hablar de los graves problemas que tendríamos que resolver, unidos, solidarios, previsores y fuertes “cuando concluyese la guerra”.
         El alegre folklorista nacional doctor Baltazar Caravedo había analizado, expurgado y catalogado este “cuando” con su ingeniosa travesura de siempre.
         Nos había hablado así:
         —El fin de la guerra es ahora para nosotros lo que era antes la apertura del Canal de Panamá. Ahora se exclama “¡Cuando termine la guerra!” como antes se exclamaba “¡Cuando se abra el Canal!” Nuestro “cuando” ha cambiado de nombre. ¡Pero sigue siendo “cuando”!
         Y, probablemente, el doctor Caravedo estaba en lo cierto. Probablemente, pronunciaba su más acertado diagnóstico de alienista. Probablemente, emitía su mejor dictamen de psicólogo y sociólogo del criollismo.
         El aviso del fin de la guerra tiene, pues, que desconcertarnos un poco. Esperábamos que la paz llegase algún día; pero no esperábamos que llegase tan rápidamente. Y, más, deseábamos acaso que tardase un poco en llegar. Así manteníamos viva una expectación. Así conservábamos, para los entreactos de la política doméstica, el tema de la posición del Perú frente a la guerra. Así vivíamos en la inminencia permanente de un suntuoso discurso del doctor Cornejo con parábolas, escenas y palabras de la Historia Sagrada.
         Es muy brusco esto de que amanezcamos un día con la notificación con que no vamos a entretenernos más con la lectura cotidiana de los truculentos comunicados oficiales. Y esto de que no podamos seguir invocando la guerra y sus secuelas para invitarnos recíprocamente al amor y a la concordia. Y esto de que estemos obligados a pensar inmediatamente en la cabida que tiene dentro del programa de Wilson nuestro pleito con Chile.
         Sería de asombrarse que no hubiera sonado en la ciudad más de una exclamación, rebosante de descontento, como esta:
         —¿Pero de veras se ha acabado ya la guerra? ¿De veras se ha acabado tan pronto? ¿Y de veras vamos a ocuparnos inmediatamente de la paz? ¡Qué fastidio!


Referencias


  1. Publicado en El Tiempo, Lima, 14 de octubre de 1918. ↩︎