8.8. Voto sensacional – Semana festiva

  • José Carlos Mariátegui

Voto sensacional1  

         Parecía que el señor don Javier Prado iba a ser reelegido maestro de la juventud. Parecía porque los estudiantes quieren y admiran mucho y muy justamente al señor Prado. Parecía porque los estudiantes no habían mostrado hasta antes de ayer ninguna preocupación electoral. Parecía porque los estudiantes habían amanecido ayer con el nombre del señor Prado en los labios.
         Pero no era como parecía. Conforme ayer lo recordábamos, a los estudiantes no les gusta la unanimidad en la opinión ni en el sufragio. Los estudiantes aman la lucha. Andan siempre buscando la emoción del combate. Y se hallan eternamente dispuestos a la travesura y a la broma.
         Y, por eso, había que esperar una sorpresa. Los estudiantes no necesitaban probarle otra vez al señor Prado su adhesión. Habiendo hecho de él hace un año el primer maestro de la juventud del Perú, le tenían tributado el más alto honor y el más rendido homenaje. El señor Prado sabía bien que entre los estudiantes hallaban buena estimación sus merecimientos, sus virtudes y excelencias. Se suponía, en cambio, que la juventud universitaria tuviese un gesto atrevido, temerario y resonante.
         Fue así como en la mañana de ayer se enseñoreó de pronto en el corazón de los estudiantes una aspiración ardorosa: la de no emitir un voto universitario sino un voto político. Declaraban los estudiantes, casi unánimemente, que no podían olvidarse de la proximidad de las elecciones presidenciales. Aseguraban que no podían desvincularse del sentimiento popular. Y añadían que, antes bien, les tocaba gobernarlo y presidirlo. Tenían que notificarle al señor Pardo su pensamiento político.
         Y sin que hubiera conchabamiento, sin que hubiera protocolo, sin que hubiera contacto siquiera, los estudiantes pronunciaron a la vez una misma palabra:
         —¡Leguía!
         Temblaron algunos estudiantes amigos del gobierno:
         —¡Pero si Leguía no es catedrático! ¡Pero si Leguía no es doctor siquiera!
         La mayoría de los universitarios se enardeció con la objeción y gritaron a voz en cuello:
         —¡Leguía! ¡Viva Leguía!
         Momentos después, en medio de la grita y el pavor del gobierno, se supo en la ciudad que el señor Leguía, símbolo máximo de la reacción contra el pardismo, era el nuevo maestro de la juventud.
         Y, como los estudiantes apetecían, hubo tremenda sensación en todas partes.
         Asistimos indudablemente a una mataperrada genial.

Semana festiva  

         El premio “Presidente de la República” ha sido ganado anteayer por el señor Aspíllaga. No ha sido propiamente el señor Aspíllaga quien lo ha ganado. Ha sido su hermano Baldomero. Y, por supuesto, tampoco ha sido propiamente don Baldomero quien lo ha ganado. El héroe de la hazaña ha sido Febrero, uno de los más insignes caballos del Stud Llano. Pero, de todas maneras, para el público la victoria es del señor don Ántero Aspíllaga. Y, es, por ende, de su candidatura.
         El suceso no ha podido quedarse encerrado dentro del mundo del turf. Ha repercutido en todas las calles, en todas las casas y en todas las esquinas. No ha cabido en las crónicas hípicas ni en las revistas sociales. Ha penetrado en los dominios del comentario político.
         Ha sido anunciado entre grandes admiraciones:
         —¡El señor Aspíllaga ha ganado el premio “Presidente de la República”!
         Y le ha parecido a la ciudad un síntoma feliz para la candidatura del señor Aspíllaga.
         Febrero merece, sin duda alguna, ser declarado el mejor servidor y el más eficaz paladín de la candidatura del señor Aspíllaga. Unánimes se hallan las gentes en pensar y decir que Febrero ha hecho por la popularidad de la candidatura del señor Aspíllaga mucho más que el periódico aparecido para sostenerla, mucho más que don Pedro de Ugarriza nacido para amarla y mucho más que nosotros, escritores solícitos y buenos, poseídos por el empeño de hablar de ella diariamente con comedimiento y cortesía. Nadie como Febrero, hasta este momento, ha sabido atraer la atención nacional sobre la candidatura del señor Aspíllaga con tanta intensidad y tanta excelencia.
         El señor Aspíllaga, varón justísimo, piensa seguramente lo mismo que nosotros. Febrero debe valer a su juicio, como a nuestro juicio, más que muchos personajes peruanos. Porque Febrero, aparte de tener la inteligencia necesaria para comprender la importancia del premio “Presidente de la República”, posee la virtud preciosa de la lealtad, tan vulgar entre los caballos y tan rara entre los hombres.
         Además, ningún éxito puede contentar el ánima del señor Aspíllaga como un éxito de esta naturaleza. El señor Aspíllaga, antes que político, es gentleman. Su calidad sustantiva es su calidad de gentilhombre elegante, millonario y espléndido. Un triunfo en las carreras representa para su espíritu distinguido y británico más que un triunfo en los sufragios populares.
         Y hoy, más que nunca, la gloria de Febrero tiene que poner resplandeciente y feliz la candidatura del señor Aspíllaga. El domingo solo ha sido para el señor Aspíllaga el primer día de una semana venturosa y dulcísima. El público no ha tenido, sino que leer el programa de agasajos en la embajada uruguaya para advertirlo y comentarlo. En ese programa, que es un programa oficial, no figura sino una fiesta particular. Y esa fiesta particular es una matinée del señor Aspíllaga.
         El partido liberal ha formulado una observación:
         —También figura un banquete del doctor Durand
         Y el público ha replicado:
         —¡Pero no es lo mismo! ¡El doctor Durand es el plenipotenciario del Perú en el Uruguay!
         Y ha añadido:
         —¡El señor Aspíllaga, mientras tanto, va a atender como futuro presidente del Perú al señor Brum futuro presidente del Uruguay!
         La semana es, pues, del señor Aspíllaga.
Nada importa que ruede por las calles un chiste perverso:
         —¡Aspíllaga ha ganado con Febrero!
         ¡Pero la pierde en mayo! Y quién sabe mucho antes.


Referencias


  1. Publicado en El Tiempo, Lima, 8 de octubre de 1918. ↩︎