7.2. Domingo primero

  • José Carlos Mariátegui

 

         1Ha trascurrido un día inocuo.
Un día sin ruido universitario, un día sin ediciones extraordinarias de los periódicos. Un día sin comunicados oficiales sobre la revolución. Un día sin emoción, sin bulla, sin color, sin fuego y sin alma.
         Un día que, si no hubiera sido el primer día del mes de setiembre y si no se hubiera interpuesto entre el público y el parlamento, habría carecido de toda importancia.
         Pero siquiera ha habido eso de que ha comenzado en este día, saludándonos gravemente desde el calendario, el mes de setiembre, que es, acaso, un mes destinado a resonar en la historia patria.
         Y la ciudad ha exclamado con la entonación más inocente del mundo:
         —¡Caramba! ¡Ya estamos en otro mes! ¡Qué pronto se pasa el tiempo!
         Y se ha acordado en seguida de que el nuevo mes nos sorprende con una revolución en casa. Con un manifiesto del mayor Patiño Zamudio sobre la mesa de noche, con la vida del ministerio en un hilo, con los universitarios en medio de la calle, con las garantías individuales en suspenso y con el doctor Negrón de gorro frigio.
         Un montón de acaecimientos fabulosos.
         El primer día de setiembre no ha tenido, pues, sucesos; pero sí ha tenido comentarios. Los ecos del mes de agosto han sobrado para ocuparlo. Y si no ha habido acción en el tablado, ha habido, en cambio, mucho movimiento en la tramoya. No se ha visto nada, pero se ha sentido mucho.
         Se ha sentido, por ejemplo, muchas vueltas al rededor del quórum parlamentario. Unos dicen que ya se puede dar quórum. Otros dicen que todavía no. Unos dicen que ha pasado la hora de la censura. Otros dicen que puede volver.
         Los liberales han estado toda la noche sacando la cuenta, con los dedos, de los votos firmes del gobierno en el Senado.
         Y se han mostrado indecisos.
         Han pensado unas veces que no les conviene un voto que traiga abajo al gabinete. Y han pensado otras veces lo contrario. Un voto que dejase al señor Pardo sin ministros sería para el señor Pardo un voto del civilismo. Y el señor Pardo tal vez no se lo perdonaría al civilismo y entonces el gabinete venidero sería íntegramente liberal.
         Cavilando, cavilando, cavilando, los liberales han concluido por olvidarse del mayor Patiño Zamudio. El mayor Patiño Zamudio ha dejado de ser momentáneamente su enemigo. Anoche su único enemigo ha sido el civilismo. Y ni siquiera todo el civilismo. El civilismo del Senado no más.
         Así ha amanecido la política.
         El toro suelto, y el partido liberal con la capa al brazo, la plaza repleta, el público anhelante y nosotros conformes con que sea lo que Dios quiera.


Referencias


  1. Publicado en El Tiempo, Lima, 2 de septiembre de 1918. ↩︎