7.1. Fin de mes - La tarde

  • José Carlos Mariátegui

Fin de mes1  

         El mes de agosto que ha sido al mismo tiempo el mes de Santa Rosa de Lima y el mes del mayor Patiño Zamudio, concluyó ayer sonora, brava y bulliciosamente.
         La juventud universitaria amaneció con el apóstrofe en los labios y con el ideal en el corazón. Se desperezó muy temprano. Preguntó por teléfono al Palacio de Gobierno si había renunciado el gabinete. Y salió a la calle resuelta a devolver al país las garantías individuales suspendidas de consuno por el gobierno y el congreso para vengarse en la ciudad de la revolución que arde en las sierras.
         Muy temprano tuvimos reunida en asamblea solemne, en la Universidad de San Marcos, una muchedumbre entusiasta y bizarra. Y acaso por primera vez tuvimos una asamblea sin discrepancias y sin divisiones. Acaso por primera vez tuvimos una asamblea unánime en el sentimiento, en el propósito y en la aspiración.
         Todos los estudiantes calificaron con la misma entereza el ultraje de la policía, reclamaron con el mismo ímpetu el restablecimiento de las garantías individuales y aclamaron con el mismo fervor al ilustre y sabio maestro de la juventud doctor don Javier Prado. Y luego, lanzados en la empresa de reconquistar para la república el señorío absoluto de la constitución, vinieron a esta calle del General La Fuente en busca de la palabra tónica, eminente y afectuosa del doctor Prado.
         El gran patio de la muy famosa casa de los señores Prado y Ugarteche recobró los atributos de su antigua y noble popularidad; se llenó de vítores al Maestro de la Juventud y recogió dentro de sus muros esclarecidos todos los anhelos de bien, de purificación y de mejoramiento que palpitan hoy en el Perú.
         El doctor Prado recibió a los universitarios con los brazos abiertos. Los universitarios le recordaron que ellos eran sus discípulos y que él era su pastor muy amado. Y él les habló con la austeridad, altura y cariño del maestro, del pensador y del amigo. La protesta del doctor Prado se unió a la protesta de la juventud, a la protesta del periodismo y a la protesta de la nación para reprobar la sableadura del miércoles.
         Pero la manifestación no concluyó aquí.
         La juventud universitaria exclamó:
         —¡Ya hemos vituperado el atropello! ¡Ya nos hemos exhibido solidarizados contra los sablazos! ¡Ya hemos oído a nuestro rector! ¡Pero todavía no hemos restablecido las garantías individuales! ¡Vamos a restablecerlas! ¡Vamos al Palacio de Gobierno!
         Y se encaminaron al Palacio de Gobierno. Mas no para mirarle la fachada, ni para llamar al señor Pardo a un balcón, ni para quejarse doloridamente de la sableadura. Eso de ninguna manera. Se encaminaron al Palacio de Gobierno para entrar en él.
         Naturalmente, en la puerta del Palacio de Gobierno los atajaron. Los atajaron sin decirles una palabra. Los atajaron sin escucharlos siquiera. La guardia no había sido puesta allí, como es lógico, para enterarse de que la juventud deseaba restituirnos a todos, enseguida, el goce de las garantías individuales.
         Y los estudiantes, después de gritar su cólera contra los hombres de Palacio, siguieron su camino.
         Solo que, poco a poco, se fueron acordando de que no habían salido a la calle únicamente para mostrar su ardimiento doctrinario sino también para mostrar su enojo justiciero.
         Y arremetieron contra la plancha del doctor Pérez; visitaron las imprentas; vitorearon hasta enloquecer al señor Leguía y al señor Prado; clamaron contra el gobierno y sus sablazos, y se dieron cita para reunirse en la tarde en las puertas del Parlamento.
         Poseídos por el sano optimismo de la juventud, no sospechaban que el gobierno se dijese en esos momentos mirándolos desfilar por la ciudad:
         —Bueno. La mañana será de ustedes; pero la tarde no.

La tarde  

         Las sesiones de las cámaras eran una esperanza para la ciudad, pero eran un peligro para el gobierno. Las cámaras iban a deliberar delante de una gallarda barra de universitarios. Los desmanes de la policía no podían dejar de ser rotundamente reprobados por ningún representante. La responsabilidad gubernamental no tenía atenuantes. Y la inminencia de un discurso grandilocuente del señor Cornejo estaba comprada.
         La defensa del gobierno no reposaba, pues, en la adhesión de las mayorías. Para la adhesión de las mayorías hay un límite siempre. Las mayorías no son mayorías de todas las ocasiones. La defensa del gobierno reposaba ayer en la inasistencia de sus amigos a las cámaras. No había más remedio que frustrar el quórum.
         Y el quórum fue frustrado.
         No hubo sesión en la Cámara de Diputados ni en la Cámara de Senadores. Los diputados y los senadores pardistas no quisieron mirarles las caras a los estudiantes. Y se quedaron en sus casas leyendo el diario de los debates.
         Una gran muchedumbre, que aguardaba las sesiones en la Plaza de la Inquisición, se consideró defraudada. Quiso silbar hasta los huairuros del señor Menacho que con nadie se meten. Y estuvo a punto de declararse mancomunada con el manifiesto del mayor Patiño Zamudio y con el gorro frigio del doctor Negrón.
         Agitado y mal contento, el insigne tribuno señor Cornejo se paseó por la sala de sesiones del Senado, echó una ojeada a la Plazuela de la Inquisición y subió a la presidencia para preguntarle al señor Miró Quesada:
         —¿Usted también cree que el Senado necesita quórum para oírme?
         Y el señor Miró Quesada le sonrió no más.
         La ciudad le volvió entonces la espalda al Parlamento y puso los ojos, junto con el corazón, en el mapa de las lejanas sierras donde al mayor Patiño Zamudio agita la bandera revolucionaria sobre el anillo de hierro del señor Pardo.
         Mientras que los comunicados oficiales se entretienen en prepararnos el ánimo para una noticia final.
         Una noticia que no viene nunca.


Referencias


  1. Publicado en El Tiempo, Lima, 1 de septiembre de 1918. ↩︎