6.13. Gritos en la calle – Paso acelerado
- José Carlos Mariátegui
Gritos en la calle1
El gobierno es popular.
Solo que no se imaginen ustedes que esto le sirva para reunir al pueblo en la Plaza de Armas a reprobar la insurrección del mayor Patiño Zamudio. No se imaginen tampoco que esto le sirva para echar una muchedumbre cualquiera contra la prensa oposicionista. No se imaginen finalmente que esto le sirva por lo menos para rodear de ovaciones y de aplausos al presidente de la República.
La adhesión del pueblo al gobierno es como la adhesión del ejército. Es una adhesión que deja que la llamen adhesión en los periódicos. Pero es una adhesión que se niega a ser más que una adhesión. Una adhesión que en el pueblo no sirve para aclamar espontáneamente al señor Pardo. Y una adhesión que en el ejército no sirve para disparar contra los revolucionarios.
Pero, sin embargo, el gobierno es popular.
Anoche la ciudad lo comentaba animadamente después de haber visto desfilar, entre dos luces, por las calles del centro a un grupo de gentes de alquiler. Un grupo de esos que se emplean en los coros electorales. Un grupo de esos que tienen interesante utilidad en nuestro zarzuelismo político.
Se había convocado al pueblo a un mitin; pero el pueblo no había ido probablemente porque habían acudido unos cuantos modestos ciudadanos que le tienen mucha afición a los mítines. Y que no pierden oportunidad de demostrarlo.
La gente oyó las voces:
—¡Viva el gobierno! ¡Muera la revolución!
Y se asomó rápidamente a las ventanas.
Pero cuando miró a la calle las voces estaban ya muy lejos.
Habían pasado de puntillas.
Solo que no se imaginen ustedes que esto le sirva para reunir al pueblo en la Plaza de Armas a reprobar la insurrección del mayor Patiño Zamudio. No se imaginen tampoco que esto le sirva para echar una muchedumbre cualquiera contra la prensa oposicionista. No se imaginen finalmente que esto le sirva por lo menos para rodear de ovaciones y de aplausos al presidente de la República.
La adhesión del pueblo al gobierno es como la adhesión del ejército. Es una adhesión que deja que la llamen adhesión en los periódicos. Pero es una adhesión que se niega a ser más que una adhesión. Una adhesión que en el pueblo no sirve para aclamar espontáneamente al señor Pardo. Y una adhesión que en el ejército no sirve para disparar contra los revolucionarios.
Pero, sin embargo, el gobierno es popular.
Anoche la ciudad lo comentaba animadamente después de haber visto desfilar, entre dos luces, por las calles del centro a un grupo de gentes de alquiler. Un grupo de esos que se emplean en los coros electorales. Un grupo de esos que tienen interesante utilidad en nuestro zarzuelismo político.
Se había convocado al pueblo a un mitin; pero el pueblo no había ido probablemente porque habían acudido unos cuantos modestos ciudadanos que le tienen mucha afición a los mítines. Y que no pierden oportunidad de demostrarlo.
La gente oyó las voces:
—¡Viva el gobierno! ¡Muera la revolución!
Y se asomó rápidamente a las ventanas.
Pero cuando miró a la calle las voces estaban ya muy lejos.
Habían pasado de puntillas.
Sin balas
El proceso de Lima, eternamente trascendental y sonoro, apareció ayer en la mesa del Senado.
Apareció en hombros de tres dictámenes. Dictamen de la comisión electoral. Dictamen de la comisión de legislación. Dictamen de la comisión de constitución. Tres dictámenes que piden la intervención de la Suprema.
El público que estaba con el oído atento a todos los disparos, exclamó con sorpresa:
—¡Cómo! ¿También el proceso? ¿Además de la rebelión de los zapadores? ¿Además del manifiesto del mayor Patiño Zamudio? ¿Además de las protestas universitarias? ¿Además de la lucha entre civilistas y liberales? ¿Es posible que se junten tantas cosas en un solo minuto de la vida nacional?
Y corrió al Senado.
Pero el proceso de Lima no quiso sino dar su primer paso. Se presentó en la mesa del Senado. Ocupó su puesto en la orden del día. Y se quedó allí. El señor Sousa habló cuatro palabras. El señor Samanez solicitó que se publicaran los dictámenes. Y el señor Matos solicitó que se publicaran los dictámenes y los antecedentes. Dos pedidos que la Cámara no podía desechar de ninguna manera.
El público salió, pues, de la Cámara de Senadores con una sensación de intermedio.
Y se echó en busca del señor don Jorge Prado, grande e ilustre vecino del General La Fuente, para hablarle de esta manera:
—Bueno. Quiere decir que después de un año de ardides y enredos le van a ser abiertas las puertas de la Cámara de Diputados. Quiere decir que le van a ser abiertas nada menos que por la Corte Suprema. Y quiere decir que le van a ser abiertas en un momento de inquietante suspensión de las garantías individuales y de noble agitación de la juventud universitaria. ¡Va usted a entrar en la Cámara de Diputados bajo un palio de emoción!
El señor Prado, sintió que renacían en él todos los bríos tumultuarios de sus días de candidato de la juventud y del pueblo.
Y estuvo a punto de pronunciar una arenga.
Mas se reportó rápidamente, hizo un ademán risueño, preguntó cómo había sido lo del Senado y finalmente volvió los ojos, hacia la Corte Suprema comisionada por el destino para darle credenciales de diputado por Lima e inmunidad de representante de la nación.
Y el público, más tarde, andando, andando, andando, se encontró con el señor Balbuena y lo detuvo para preguntarle:
—¿Todavía aspira usted, jocundo leader liberal, a la diputación por Lima?
¿Después de haber apadrinado en el Congreso la suspensión de las garantías individuales? ¿Las garantías individuales que solo en Lima valen algo?
Y el señor Balbuena se escurrió en la defensa:
—Todavía aspiro a la diputación por Lima. ¡Pero, temeroso de haber perdido la simpatía del pueblo limeño por eso de la suspensión de las garantías, quiero que la elección se haga de nuevo!…
Apareció en hombros de tres dictámenes. Dictamen de la comisión electoral. Dictamen de la comisión de legislación. Dictamen de la comisión de constitución. Tres dictámenes que piden la intervención de la Suprema.
El público que estaba con el oído atento a todos los disparos, exclamó con sorpresa:
—¡Cómo! ¿También el proceso? ¿Además de la rebelión de los zapadores? ¿Además del manifiesto del mayor Patiño Zamudio? ¿Además de las protestas universitarias? ¿Además de la lucha entre civilistas y liberales? ¿Es posible que se junten tantas cosas en un solo minuto de la vida nacional?
Y corrió al Senado.
Pero el proceso de Lima no quiso sino dar su primer paso. Se presentó en la mesa del Senado. Ocupó su puesto en la orden del día. Y se quedó allí. El señor Sousa habló cuatro palabras. El señor Samanez solicitó que se publicaran los dictámenes. Y el señor Matos solicitó que se publicaran los dictámenes y los antecedentes. Dos pedidos que la Cámara no podía desechar de ninguna manera.
El público salió, pues, de la Cámara de Senadores con una sensación de intermedio.
Y se echó en busca del señor don Jorge Prado, grande e ilustre vecino del General La Fuente, para hablarle de esta manera:
—Bueno. Quiere decir que después de un año de ardides y enredos le van a ser abiertas las puertas de la Cámara de Diputados. Quiere decir que le van a ser abiertas nada menos que por la Corte Suprema. Y quiere decir que le van a ser abiertas en un momento de inquietante suspensión de las garantías individuales y de noble agitación de la juventud universitaria. ¡Va usted a entrar en la Cámara de Diputados bajo un palio de emoción!
El señor Prado, sintió que renacían en él todos los bríos tumultuarios de sus días de candidato de la juventud y del pueblo.
Y estuvo a punto de pronunciar una arenga.
Mas se reportó rápidamente, hizo un ademán risueño, preguntó cómo había sido lo del Senado y finalmente volvió los ojos, hacia la Corte Suprema comisionada por el destino para darle credenciales de diputado por Lima e inmunidad de representante de la nación.
Y el público, más tarde, andando, andando, andando, se encontró con el señor Balbuena y lo detuvo para preguntarle:
—¿Todavía aspira usted, jocundo leader liberal, a la diputación por Lima?
¿Después de haber apadrinado en el Congreso la suspensión de las garantías individuales? ¿Las garantías individuales que solo en Lima valen algo?
Y el señor Balbuena se escurrió en la defensa:
—Todavía aspiro a la diputación por Lima. ¡Pero, temeroso de haber perdido la simpatía del pueblo limeño por eso de la suspensión de las garantías, quiero que la elección se haga de nuevo!…
Referencias
-
Publicado en El Tiempo, Lima, 27 de agosto de 1918. ↩︎