6.12. Oyón humea – Sin balas

  • José Carlos Mariátegui

Oyón humea1  

         La revolución está pasando días muy negros.
         Pero no crean ustedes, señores, que es que el coronel Edgardo Arenas, prefecto del departamento, haya comenzado a hacerle morder el polvo. Eso, como ustedes saben, no ha podido ser hasta ahora. El coronel Arenas es un militar de un valor temerario y de un denuedo sumo; pero generalmente prefiere emplearlos, más que en defender la seguridad del gobierno, en cuidar la serenidad del camposanto. No es posible, pues, que persiga y aprese al sargento mayor Patiño Zamudio con la misma facilidad, por ejemplo, con que persiguió y apresó a Norka Rouskaya.
         La revolución está pasando días muy negros porque ha penetrado en una cuenca carbonífera. En la más rica, en la más grande y en la más fabulosa cuenca carbonífera del territorio peruano. En la cuenca carbonífera que les mandará a nuestros hijos y a los hijos de nuestros hijos la milagrosa hulla que alimentará sus venturosas cocinas.
         Solo que estos días negros no son como los demás días negros de la vida. Son negros, pero no son inclementes. Son negros, pero no son crueles. Son negros por puro gusto de ser negros.
         Por esto la ciudad, señalando en el mapa la cuenca de Oyón, exclama risueñamente:
         —¡No se dirá que la revuelta tiene poco carbón!
         Y se halla en lo cierto.
         El mayor Patiño Zamudio ha querido probablemente que le faltase todo menos combustible. Para él, como para el resto del mundo, el combustible es el calor que reconforta y abriga. El combustible es la brasa que cocina. El combustible es la llama que alumbra.
         Siempre se ha hablado, además, de la tea revolucionaria.
         El mayor Patiño Zamudio empuña hoy esa tea. La encendió en Ancón en la pira en que quemó su obediencia al señor Pardo. Escribió con ella el terrible manifiesto que nos trajo luego a Lima, en tren expreso, el correo de las brujas. Y enardeció luego con ella las ánimas tranquilas y apacibles de las gentes de Huacho. Pero hasta entonces la tea no era peligrosa. Pasaba echando chispas no más. Únicamente ahora esa tea puede producir un incendio.
         El coronel Arenas tiene perfecta y sólida razón para gritarnos desde una rama del árbol más alto y fatal de la plácida campiña huachana:
         —¡Cómo quieren ustedes que la revolución no prenda en una región carbonífera!
         No podremos dejar de responderle:
         —¡Claro!
         El coronel Arenas puede asegurarnos que si la revolución prende no es por su culpa.
         Y, según el gran ciudadano don Juan Manuel Torres Balcázar, puede hacer más aún. Puede llamar en su auxilio al cuerpo general de bomberos. O puede cabalgarse en su bucéfalo y volver a Lima, a paso marcial, mientras Oyón, humea…

Sin balas  

         La lucha no está en las alturas ni está en los campos: la lucha está en la ciudad.
         No son los soldados del mayor Patiño Zamudio ni son los soldados del coronel Arenas los que pelean. Los soldados del mayor Patiño Zamudio y los soldados del coronel Arenas marchan con el fusil al hombro. Arman sus tiendas de campaña. Ocupan posiciones estratégicas. Y se miran con largavista. Pero no se disparan. Hay ruido de galopes, pero no hay ruido de balas.
         Los que pelean son otros.
         Pelean delante de nosotros; pelean sin miramientos ni contemporizaciones; pelean sañuda y encarnizadamente; pelean a brazo partido; pelean como malos enemigos.
         Los liberales son los de este lado y los civilistas son los del otro. Los liberales tienen el poder y los civilistas lo necesitan. Los liberales se hallan detrás del señor Pardo apoyándolo y los civilistas se hallan delante del señor Pardo conminándolo.
         Naturalmente, todo lo que pasa es que los civilistas quieren sustituir a los liberales; pero no sustituirlos a medias sino sustituirlos totalmente.
         Y quieren algo más sin duda alguna.
         Según la gente, puede ser que los civilistas quieran, por ejemplo, hacer sentir que en estos momentos el gobierno no es suyo. Y para hacer sentir que el gobierno no es suyo tienen que exhibirse de esta manera: reclamándolo. Reclamándolo a gritos.
         Y puede ser acaso que los civilistas quieran que en estos momentos se les vea en son de protesta, que se les vea resentidos con el señor Pardo y que se les vea asegurando que los únicos que mandan son los liberales.
         Cosas de los civilistas.
         El señor Pardo, que probablemente les adivina el pensamiento a los civilistas, debe sonreírse de que hayan esperado estos momentos para pedirle participación principal y sustantiva en la administración pública. Y para pedírsela con entonación de derecho. De derecho y de queja.
         Ayer la noticia cundió por todas partes:
         —El señor Miró Quesada, presidente del Senado, ha ido a Palacio. Ha ido a Palacio a hablar con el señor Pardo. Y le ha hablado muy sereno, muy mesurado, muy ecuánime y muy comedido. Pero al mismo tiempo, muy grave y muy serio.
         Y el público, abriendo los ojos, preguntó enseguida:
         —¿Y después habrá ido a Palacio el doctor Durand?
         No dijo más porque era bastante con esto.
         Bastante para que nosotros nos ratificáramos en nuestro convencimiento:
         —Aquí es donde se combate…


Referencias


  1. Publicado en El Tiempo, Lima, 26 de agosto de 1918. ↩︎