6.11. Revolución en San Carlos

  • José Carlos Mariátegui

 

         1La revolución, señores, ha llegado a la ciudad.
         No ha llegado a caballo como en los legendarios días de la entrada de Cocharcas. No ha llegado en un tren de Huacho ni en un tren de la sierra. No ha llegado en un automóvil ni ha llegado en una piragua. Ha llegado sola, sabe Dios por qué caminos, a alborotar los claustros universitarios. Probablemente estaba segura de que los corazones turbulentos y bizarros de los estudiantes no le negarían hospedaje. Y de que en ellos tendría hogar amoroso y caliente.
         Esta vez la revolución ha aparecido sin manifiesto, sin pólvora y sin detonaciones. Pero no ha aparecido sin programa. Antes bien ha aparecido con mucho programa. Programa de adhesión a los principios. Programa de castigo para los maestros de palmeta. Y programa de glorificación para los hombres ilustres y buenos.
         Las ametralladoras han tenido que presenciarla absortas e inválidas, aunque, sin duda alguna, ha sido el primer eco de la ley de suspensión de las garantías individuales.
         Y aunque ha sido provocada por el señor don Manuel Bernardino Pérez, símbolo, esencia y personificación del Parlamento peruano, gran señor del pardismo, catedrático de la Facultad de Letras, lector voluptuoso del Arcipreste de Hita, tenorio cerebral de tiples y bailarinas de género chico y zurcidor asiduo de los más sustanciosos y criollos refranes.
         Paso a paso, con lentitud de pontón huachano, según Félix del Valle, penetraba ayer en el patio de la Facultad de Letras el señor Pérez.
         Y los estudiantes, que son unos diablos, se acordaron de que el señor Pérez era el autor de la ley de suspensión de las garantías individuales. Pensaron que había que hacer de él la primera víctima de su propia ley. Y decidieron poner en práctica, sin ninguna tardanza, su osado pensamiento.
         Rodearon al señor Pérez bulliciosa y hostilmente; le dijeron muchas lisuras; le gritaron que era muy feo; le silbaron con ensañamiento y temeridad; y lo amenazaron con mantearlo como a Sancho Panza.
         Esto de la manteadura puso como loco al señor Pérez.
         Afortunadamente se presentó en esos momentos el señor Manzanilla, joven, alegre, risueño y victorioso.
         Y la juventud, que se halla siempre más cerca del amor que del odio, más cerca del aplauso que del silbido, más cerca del regocijo que del mal humor, abandonó al señor Pérez para recibir al señor Manzanilla.
         Pero no, por supuesto, para recibirlo con mal semblante, con descomedido gesto, ni con grito hostil, sino para recibirlo con aclamaciones sonoras y pasionales.
         El señor Manzanilla, una vez en su estrado de maestro, expresó todo su agradecimiento:
         —El aplauso de mis discípulos me enorgullece como maestro y como hombre público.
         Y empezó la clase.
         Pero los estudiantes vinieron entonces en cuenta de que se les había escapado el señor Pérez y corrieron a buscarlo en la sala de la Facultad de Letras.
         Y se renovó el tumulto estruendosamente:
         —¡Muera el señor Pérez! ¡Muera el señor Pérez! ¡Muera el señor Pérez! Clamó indignado el señor Pérez:
         —¡Aquí no hay garantías!
         Y le replicaron:
         —¡No hay garantías! ¡No hay garantías para nadie! ¡Las garantías individuales están en suspenso!
         El señor Pérez no tuvo más remedio que refugiarse en el decanato y llamar en su auxilio, por medio de una tarjeta, al señor Manzanilla.
         Y, si el señor Manzanilla no le quita de encima a los universitarios, hubiera tenido que acabar formulando un recurso de hábeas corpus.


Referencias


  1. Publicado en El Tiempo, Lima, 25 de agosto de 1918. ↩︎