6.10.. Segundo día – En el Congreso

  • José Carlos Mariátegui

Segundo día1  

         Ayer madrugamos.
         Nos despertamos oprimidos por una pesadilla muy fea, con el manifiesto del mayor Patiño Zamudio en una mano. Pasamos los ojos por encima de sus epígrafes. Y, muertos de susto, lo escondimos apresuradamente entre las sábanas.
         Momentos después, en la calle, inquirimos:
         —¿Qué se sabe de los pobres zapadores? ¿Han sido amarrados todos? ¿O se ha escapado uno siquiera?
         Y estuvimos a punto de caernos al suelo de sorpresa cuando nos contestaron:
         —¿Amarrados los zapadores? ¡Pero si están haciendo de las suyas todavía! Movimos la cabeza negativamente:
         —¡Esa es, sin duda alguna, una mentira de la oposición! ¡Una mentira de la oposición desalmada y vituperable!
         Y entonces nos sonrieron:
         —Es la pura verdad. Parece una mentira. Pero es la pura verdad.
         Y luego nos agregaron:
         —Además el gobierno exige que hoy mismo se suspendan las garantías individuales.
         Aquí nos pusimos a un milímetro de la locura.
         —¿Y qué tienen que ver las garantías individuales con los zapadores? ¿Para vencer a una compañía de zapadores necesita el gobierno perseguir a quienes no son zapadores ni por la psicología ni por el traje? ¿Un gobierno temerario y valiente?
         Hubimos de callarnos. Así era.
         El gobierno daba diente con diente. No porque se hubiesen alzado los militares en Ancón. No porque los militares de Ancón se llamasen únicamente la vanguardia del ejército insurrecto. No porque el mayor Patiño Zamudio le hubiese hablado a la república desde las columnas de una proclama escrita a marchas forzadas. Daba diente con diente porque tenía frío. Frío de la mala noche.
         Y el frío le hacía pedir permiso para suspender las garantías individuales.
         El frío no más.

En el Congreso  

         Tuvimos que verlo para creerlo.
         Fue necesario que el señor Pérez pidiese sesión de Congreso, fue necesario que la Cámara la acordase, fue necesario que el Congreso se reuniese y fue necesario que el señor Pardo, desde el estrado de la Presidencia, tocase un campanillazo, para que nosotros nos convenciéramos de que no nos habían engañado.
         El senador secretario leyó la moción; pero no leyó sino una firma, la del señor Pérez, para no estarse leyendo firmas toda la tarde.
         Y los señores Secada, leader bolchevique, y Salazar y Oyarzábal, leader leguiísta, se echaron al ruedo para tirarle, adornándose y arrimándose, unos cuantos capotazos.
         Después, silencio; silencio profundo; silencio de muerte.
         El aire se llevó unas pocas palabras del señor Balbuena, defensor en otros tiempos del derecho de rebeldía, que se puso de pie para gritar con una entonación muy solemne que el congreso no podía asistir cruzado de brazos a la lisura de los zapadores de Ancón.
         Y gran silencio.
         Apenas si nos fue dado, merced al señor Secada, que la votación se practicara nominalmente.
         El primer voto el del señor Miró Quesada:
         —Este proyecto tiene un lado bueno y un lado malo. Contemplemos el lado bueno: antes que el gobierno viole las garantías individuales preferible es que el Congreso las suspenda. Contemplemos el lado malo: el congreso no debe darle al gobierno un arma que el gobierno no le solicita. Pero, como hay que decidirse por el sí o por el no, me decido por el sí.
         Más tarde el voto del señor Corbacho:
         —No, señor presidente; no, en nombre de la historia.
         Y un argumento travieso:
         —Yo creo que el Congreso no tiene para qué suspender las garantías individuales porque, desde que el señor Pardo es presidente, están suspendidas.
         Y un documento histórico.
         Luego el voto rotundo del señor Málaga Santolalla:
         —Ni hoy ni mañana, ni bajo este ni bajo otro gobierno, ni ante una revolución de sierra ni ante una revolución de playa, ni a la luz del día ni a la luz de la noche, votaré yo una ley de suspensión de las garantías individuales.
         Y, enseguida, un voto notable y ruidoso.
         El señor Manzanilla, el ilustre leader iqueño que tanto tiempo nos había hecho aguardar su arremetida contra la emisión, se paró para exclamar enérgicamente:
         —Voto por el no.
         Hizo una pausa para que se sucedieran, frenéticas y estruendosas, las ovaciones.
         Y fundó su voto con un discurso brillante.
         Un discurso que volvió loca a la gente de las galerías.
         Y que hasta la hizo olvidarse de que el señor Villarán, catedrático de derecho constitucional y varón esclarecido y admirable, había dicho a la sordina:
         —Sí.
         Y que la hizo olvidarse también de que a la hora de la votación nadie había podido encontrar al señor Cornejo en ninguna parte.
         Ni siquiera en el Ateneo.


Referencias


  1. Publicado en El Tiempo, Lima, 24 de agosto de 1918. ↩︎