4.23. Mala corriente
- José Carlos Mariátegui
1Una buena, ilustre y amorosa compañera nuestra, la corriente de Humboldt, ha resuelto abandonarnos. Es por lo menos lo que un eminente marino británico nos dice. Y lo que la ciudad repite. Y lo que nuestro ex—cónsul en Cardiff señor Óscar Víctor Salomón, solidarizado con todos los británicos del mundo, cree a pie juntillas.
Y lo que debe sumergirnos en tremendas reflexiones.
Porque esta corriente de Humboldt vivía en paz, concierto y armonía con nosotros desde el principio de las edades. Desde que Dios hizo el Mundo. Desde que hubo mar y pescado en nuestro planeta. Y nadie había logrado nunca indisponernos con ella ni echar entre ella y nosotros la mala semilla. Éramos leales amigos. Excelentes amigos. Grandes y buenos amigos.
Natural es, por ende, que nos asombre que esta corriente de Humboldt se retire de nuestra costa de la noche a la mañana. Que se retire sin dejarnos siquiera una tarjeta de despedida. Y que se retire furtivamente para que sea un almirante de Inglaterra quien nos grite:
—¡Alerta! ¡Que se quedan ustedes sin corriente!
Tenemos que pensar que la corriente se ha hartado de nosotros. Su paciencia para tolerarnos ha sido mucha. Pero tantas han sido nuestras demasías que se le ha acabado, al fin y al cabo. Y no quiere seguir en trato ni en compañía con nosotros.
Nuestro pueblo, sentado sobre la cama, con el periódico en la mano y con la mitad del sueño aún en los ojos, razona de esta suerte:
—Bueno. Nos han cortado la corriente. Será porque no la hemos pagado.
O por que le hemos puesto trampa al medidor.
Y tienen que sacudirlo:
—¡Pero si se trata de la Corriente de Humboldt!
Y nuestro pueblo se restriega entonces los ojos y se pregunta desperezándose:
—¿Y qué demonio se le ha metido a la Corriente de Humboldt?
Y luego exclama riéndose:
—¡Tenía que sernos infiel! ¡Para algo es femenina!
Mas, a pesar de todo, a nosotros nos da por ver en esta veleidad de la corriente un feo indicio. Un indicio conectado seguramente con el otro indicio que ha aparecido en el cielo. Pensamos que la corriente se marcha hostigada de esta tierra para que se quede entregada a su propia suerte.
Y, sin embargo, nos empeñamos en ponerle a la gente una cara muy alegre.
Solo que cuando la gente nos pregunta:
—¿Y ustedes qué piensan?
Nosotros, sin vacilar, le respondemos:
—Seguir la corriente…
Y lo que debe sumergirnos en tremendas reflexiones.
Porque esta corriente de Humboldt vivía en paz, concierto y armonía con nosotros desde el principio de las edades. Desde que Dios hizo el Mundo. Desde que hubo mar y pescado en nuestro planeta. Y nadie había logrado nunca indisponernos con ella ni echar entre ella y nosotros la mala semilla. Éramos leales amigos. Excelentes amigos. Grandes y buenos amigos.
Natural es, por ende, que nos asombre que esta corriente de Humboldt se retire de nuestra costa de la noche a la mañana. Que se retire sin dejarnos siquiera una tarjeta de despedida. Y que se retire furtivamente para que sea un almirante de Inglaterra quien nos grite:
—¡Alerta! ¡Que se quedan ustedes sin corriente!
Tenemos que pensar que la corriente se ha hartado de nosotros. Su paciencia para tolerarnos ha sido mucha. Pero tantas han sido nuestras demasías que se le ha acabado, al fin y al cabo. Y no quiere seguir en trato ni en compañía con nosotros.
Nuestro pueblo, sentado sobre la cama, con el periódico en la mano y con la mitad del sueño aún en los ojos, razona de esta suerte:
—Bueno. Nos han cortado la corriente. Será porque no la hemos pagado.
O por que le hemos puesto trampa al medidor.
Y tienen que sacudirlo:
—¡Pero si se trata de la Corriente de Humboldt!
Y nuestro pueblo se restriega entonces los ojos y se pregunta desperezándose:
—¿Y qué demonio se le ha metido a la Corriente de Humboldt?
Y luego exclama riéndose:
—¡Tenía que sernos infiel! ¡Para algo es femenina!
Mas, a pesar de todo, a nosotros nos da por ver en esta veleidad de la corriente un feo indicio. Un indicio conectado seguramente con el otro indicio que ha aparecido en el cielo. Pensamos que la corriente se marcha hostigada de esta tierra para que se quede entregada a su propia suerte.
Y, sin embargo, nos empeñamos en ponerle a la gente una cara muy alegre.
Solo que cuando la gente nos pregunta:
—¿Y ustedes qué piensan?
Nosotros, sin vacilar, le respondemos:
—Seguir la corriente…
Referencias
-
Publicado en El Tiempo, Lima, 24 de junio de 1918. ↩︎