4.24. Ica de duelo

  • José Carlos Mariátegui

 

         1Ica, la noble provincia de la viña próvida, del vino dionisiaco, de la “teja” dulcísima y del pisco famoso, la adorada provincia del señor Maúrtua y del señor Manzanilla, la hermosísima provincia del Caballero Carmelo tan elogiado y enaltecido por Valdelomar, se halla a estas horas bañada en llanto.
         El templo del señor de Luren, bienamado patrón suyo, que había desparramado sobre su suelo tanta ventura y tanta belleza, se ha quemado. Un incendio ha consumido sus muros y ha devorado la santa imagen que Ica adoraba con todo el fervor puro e ingenuo de su corazón. Ica está por esto consternada.
         Y el señor Maúrtua y el señor Manzanilla comparten desde aquí su consternación. El señor Maúrtua desde el ministerio de hacienda. Y el señor Manzanilla desde su estudio de abogado. El señor Maúrtua desde el gobierno. Y el señor Manzanilla desde la calle de La Rifa. El señor Maúrtua desde las alturas. Y el señor Manzanilla desde su ventana.
         —¡Pobre Ica! —exclama la ciudad.
         Y luego levanta las manos al cielo para preguntar:
         —¿Acaso Ica ha pecado?
         Y el señor Cornejo, con el pensamiento puesto en el señor Eneas Quevedo, asegura con todo su énfasis de gran orador:
         —¡Ica ha pecado, sin duda alguna! ¡Ha pecado como Babilonia! ¡Ha pecado terriblemente! ¡Y el fuego, el fuego bíblico, el fuego devastador, el fuego inexorable ha sido su castigo!
         Y el señor Corbacho no pierde esta ocasión de pronunciar una vez más su frase tremenda:
         —¡La historia se repite!
         Pero, por supuesto, la pronuncia esta vez en voz muy baja. Tan baja que apenas si se le oye. Tan baja que no parece ya la voz del señor Corbacho sino la voz de sus papeles viejos.
         Tan baja que no llega a los oídos del señor Cornejo que, después de tomar aliento un segundo, se yergue como en el Senado para hablar de esta manera:
         —¡Ica ha pecado! ¿Pero quiénes han sido los pecadores? ¡Maúrtua no ha sido! ¡Manzanilla tampoco! ¡Han sido, seguramente, Picasso y Quevedo!
         Y, después de tomar aliento otra vez, sube la voz denodadamente:
         —¡Yo tengo entonces que vituperar a Picasso ya Quevedo! ¡Pero a Picasso no puedo vituperarlo! ¡Picasso se llama Alfredo y se apellida Picasso! ¡En cambio Quevedo! ¡Quevedo se llama Eneas! ¡Y se apellida Quevedo! Las generaciones venideras dirán: ¡Cornejo y Eneas! ¡Quevedo y Cornejo!
         Nos sentimos en el prólogo de otro discurso del señor Cornejo. Pero no podemos quedarnos a escucharlo. Apresuradamente nos echamos en busca del señor Manzanilla. Y caminamos, caminamos, caminamos, sin encontrarlo. Caminamos en balde. Caminamos sin fortuna.
         Y caminando llegamos a esta hora de la madrugada en que por no haber hallado en todo el día al señor Manzanilla, una gran preocupación nos turba y nos desasosiega. La de que el señor Manzanilla no quiere darnos cara. Porque como el momento es de luto para él, por primera vez en su vida no podría recibirnos con la sonrisa en sus labios…


Referencias


  1. Publicado en El Tiempo, Lima, 25 de junio de 1918. ↩︎