1.5. Leguía viene
- José Carlos Mariátegui
1Esta venida del señor Leguía no es ya una sospecha. No es ya una esperanza. No es ya una corazonada. No es ya una aspiración. No es ya un cuco. Poco a poco se ha transformado en una certidumbre que emociona y estremece a la república y que desasosiega y confunde a hosca gente que mira al señor Leguía con enojo, miedo y aprensión.
Desde hace mucho tiempo ha venido sonando el mismo anuncio que acaba de sonar ahora formal, concluyente y sonoro:
—¡Leguía viene!
Pero este anuncio, que para unos ha tenido virtualidad de consuelo y para otros ha tenido virtualidad de amenaza, ha sido siempre no un anuncio sino un anhelo. Un anhelo que no quería ser solo un anhelo. Y que por eso trataba de parecer un anuncio.
Era que el sentimiento nacional iba haciendo del señor Leguía la condensación de una fe vaga y dispersa. Cuando mayores eran la aflicción o el desconcierto de la república, ponían los peruanos los ojos en Londres como los ponen los cristianos en el Cielo. Y creían en que de Londres habían de llegarles todas las venturas como los cristianos creen que han de llegarles del cielo.
La afirmación era, pues, espontánea:
—¡Leguía viene!
Había, sin embargo, gente de mala voluntad que se reía de la fe popular. Gente que sabía que la noticia de la venida del señor Leguía no era precisamente una noticia sino más bien una aspiración. Gente que pretendía amargar y entenebrecer más todavía el espíritu ciudadano.
Y que exclamaba moviendo la cabeza:
—¡No viene Leguía!
Reaccionaba la esperanza popular. Se enardecía bravamente. Y gritaba:
—¡Leguía viene!
Pero entonces, a pesar de la fe de las multitudes, había siempre algunas voces vacilantes que decían:
—Sí, ¡pero cuándo!
Ahora han terminado las dudas y los temores. El viaje del señor Leguía está oficialmente avisado. Aunque parezca mentira el señor Le guía va a abandonar Londres, esa gran ciudad donde tan regalada y civilizadamente vive, para volver a esta tierra donde el señor don Manuel Bernardino Pérez lo espera con camisa rosada y traje verde. Y ni siquiera para rendirle vasallaje sino para agredirlo con sus refranes. (Tal vez ocurre que ni el señor Leguía se imagina aún la sensación que debe sentir una persona que deja de ser gobernada por Lloyd George para ser gobernada por un estadista criollo, que si no es el señor Tudela y Varela es el señor Germán Arenas).
Ante la noticia del viaje del señor Leguía, la gente que le quiere mal habla de esta manera:
—Bueno. ¡Leguía viene! Pero, ¿para qué?
Llenos de fe los leguiístas les responden:
—¡Para ser presidente de la República!
Y entonces esa gente torna a sonreírse. Y a mover la cabeza. Y a pronunciar una negativa. Una negativa que los leguiístas no replican. Porque piensan que lo sustantivo es que el señor Leguía venga. Que venga no más. Que nadie sabe todo lo que después puede ser acontecedero y posible. Sobre todo, mientras nuestro buen amigo el famoso señor don Alfredo Piedra no se haya curado de la nostalgia del 4 de febrero…
Desde hace mucho tiempo ha venido sonando el mismo anuncio que acaba de sonar ahora formal, concluyente y sonoro:
—¡Leguía viene!
Pero este anuncio, que para unos ha tenido virtualidad de consuelo y para otros ha tenido virtualidad de amenaza, ha sido siempre no un anuncio sino un anhelo. Un anhelo que no quería ser solo un anhelo. Y que por eso trataba de parecer un anuncio.
Era que el sentimiento nacional iba haciendo del señor Leguía la condensación de una fe vaga y dispersa. Cuando mayores eran la aflicción o el desconcierto de la república, ponían los peruanos los ojos en Londres como los ponen los cristianos en el Cielo. Y creían en que de Londres habían de llegarles todas las venturas como los cristianos creen que han de llegarles del cielo.
La afirmación era, pues, espontánea:
—¡Leguía viene!
Había, sin embargo, gente de mala voluntad que se reía de la fe popular. Gente que sabía que la noticia de la venida del señor Leguía no era precisamente una noticia sino más bien una aspiración. Gente que pretendía amargar y entenebrecer más todavía el espíritu ciudadano.
Y que exclamaba moviendo la cabeza:
—¡No viene Leguía!
Reaccionaba la esperanza popular. Se enardecía bravamente. Y gritaba:
—¡Leguía viene!
Pero entonces, a pesar de la fe de las multitudes, había siempre algunas voces vacilantes que decían:
—Sí, ¡pero cuándo!
Ahora han terminado las dudas y los temores. El viaje del señor Leguía está oficialmente avisado. Aunque parezca mentira el señor Le guía va a abandonar Londres, esa gran ciudad donde tan regalada y civilizadamente vive, para volver a esta tierra donde el señor don Manuel Bernardino Pérez lo espera con camisa rosada y traje verde. Y ni siquiera para rendirle vasallaje sino para agredirlo con sus refranes. (Tal vez ocurre que ni el señor Leguía se imagina aún la sensación que debe sentir una persona que deja de ser gobernada por Lloyd George para ser gobernada por un estadista criollo, que si no es el señor Tudela y Varela es el señor Germán Arenas).
Ante la noticia del viaje del señor Leguía, la gente que le quiere mal habla de esta manera:
—Bueno. ¡Leguía viene! Pero, ¿para qué?
Llenos de fe los leguiístas les responden:
—¡Para ser presidente de la República!
Y entonces esa gente torna a sonreírse. Y a mover la cabeza. Y a pronunciar una negativa. Una negativa que los leguiístas no replican. Porque piensan que lo sustantivo es que el señor Leguía venga. Que venga no más. Que nadie sabe todo lo que después puede ser acontecedero y posible. Sobre todo, mientras nuestro buen amigo el famoso señor don Alfredo Piedra no se haya curado de la nostalgia del 4 de febrero…
Referencias
-
Publicado en El Tiempo, Lima, 6 de marzo de 1918. ↩︎