9.7. Las trompetas de la fama

  • José Carlos Mariátegui

 

         1Un antojo del destino ha querido que suene en todo el mundo el nombre del esclarecido gentil hombre peruano señor don Enrique de la Riva Agüero, que fue nuestro canciller hasta un día en que el señor Pardo decidió darle públicamente las gracias por sus buenos y leales servicios. Uno de los grandes diarios que actualmente distribuyen entre los grandes hombres de la Tierra las mercedes de la celebridad, ha anunciado que el señor de la Riva Agüero tenía un convenio secreto con Alemania. Y esta noticia ha repercutido de pueblo en pueblo estruendosamente y ha llegado también a este rincón desabrido y triste donde el señor de la Riva Agüero es un personaje bien amado.
         Acaso en otros momentos la noticia del Washington Post no habría hallado eco en el mundo. Pero en estos momentos en que a la revelación de los planes de Luxburg ha seguido la revelación de los planes de Caillaux no ha podido dejar de ser sensacional la revelación de los presuntos planes del señor de la Riva Agüero.
         Ocurre que la humanidad que ha exclamado primero:
         —¡Luxburg!
         Y que ha exclamado en seguida:
         –¡Caillaux!
         Está exclamando ahora:
         –¡Riva Agüero!
         Gentes aprensivas y medrosas que saben que el señor de la Riva Agüero es flor y espejo de caballeros, se soliviantan contra quienes lo acusan de un conchabamiento sigiloso y artero. Claman al cielo contra osados periodistas yanquis que así maculan la reputación de un hidalgo sin tacha. Y andan a punto de pedir que se instaure un juicio de imprenta contra el Washington Post.
         Pero es que esas gentes aprensivas y medrosas no saben lo que es la celebridad. Piensan que el señor de la Riva Agüero puede quedar desacreditado en Europa, en Asia y en la América del Norte. Se espantan ante la posibilidad de que se le tenga en mal concepto en la lejana y brumosa Rusia de los maximalistas.
         Y se ponen a gritar:
         –¿Por qué el señor de la Riva Agüero, tan bueno, tan puro, tan gentil y tan caballeroso, es tan perseguido por la desventura? ¿Por qué vienen a turbar la tranquilidad de su retiro las voces de la calumnia y de la murmuración? ¿Por qué se le inscribe en la lista maquiavélica de Luxburg, de Caillaux y de Boló Pachá? ¿No era ya demasiado que el señor Tudela y Varela lo desautorizase y lo aislase?
         Nosotros, que no somos tan asustadizos como estas gentes, tratamos de calmarlas. Les decimos que en el Perú nadie puede dudar de la caballerosidad limpia y gallarda del señor de la Riva Agüero. Y les aseguramos que nada debe importarnos a los peruanos que duden de ella los chinos, los búlgaros y los australianos. Aunque en apartados pueblos maldigan del señor de la Riva Agüero, los peruanos no vamos a dejar de amarlo.
         Pero estas gentes de nuestra ciudad son irreductibles.
         Y nos apostrofan:
         –¡Ustedes no son patriotas! ¡Ustedes se conforman con la idea de que puede haber un peruano igual a Luxburg! ¡Ustedes se conforman con la idea de que pueda haber un peruano igual a Caillaux!
         Abrumados por estos gritos, nosotros tenemos que callarnos mansamente como si en verdad fuésemos unos taimados pecadores. Y no podemos siquiera responder que por ningún motivo creemos que los peruanos sean muy capaces de parecerse a Luxburg ni a Caillaux.


Referencias


  1. Publicado en El Tiempo, Lima, 20 de enero de 1918. ↩︎