9.5. Tardes álgidas
- José Carlos Mariátegui
1Llegó ayer a su punto final la luenga sesión permanente en que ha estado engolfada la Cámara de Diputados desde el principio de esta legislatura extraordinaria que tan acerbas amarguras ha vertido en el espíritu del comité de la calle de La Rifa.
Paso a paso volvimos nosotros al Palacio Legislativo del cual habíamos vivido alejados durante varios días en que nos sentimos más enfermos, aburridos, fastidiados y descontentos que de costumbre. Y ambulando a través de los salones y de los pasillos pensábamos con optimismo que el Palacio Legislativo era una casa buena, hospitalaria y solemne, aunque inconclusa, que sabía bien acogernos y hospedarnos, aunque nosotros tuviéramos a veces la osadía de vituperarla.
Quisimos fortalecer nuestra certidumbre de que iba a concluir para siempre la sesión de la deuda interna; y le preguntamos al señor Pinzás que, jadeante, obeso y efusivo, abandonaba un corrillo displicente y transitorio para incorporarse a otro:
–¿Hoy se acaba la sesión permanente?
Nos respondió el señor Pinzás con una entonación convencida y feliz:
–¡Hoy se acaba!
Y desde ese instante nosotros nos instalamos en la galería periodística sin otro pensamiento que el de que concluía por fin esta sesión de treinta tardes que tantas fatigas patrióticas le ha dado al señor Ulloa.
Comprendimos, durante el discurso de la tarde, que a medida que la estación veraniega se acentúa la estación parlamentaria se apaga. El calor enfría los debates en lugar de enardecerlos. Sudan copiosamente los diputados y se abstienen de agitaciones y de batallas. Intermitentemente brilla un chispazo aislado que se extingue enseguida. Y acontece que estas tardes calurosas, en que los hogares reclaman para su bienestar el auxilio de los trashumantes helados de carretita, parecen las tardes invernales del Parlamento.
Así las gentes de los escaños como las gentes de las galerías sienten que estas tardes son unas tardes álgidas. Álgidas porque son las últimas tardes de la legislatura. Álgidas porque son las primeras tardes del verano.
Solo se encuentra un ambiente claro y vernal en las sesiones de la mañana. Las mañanas parlamentarias no se semejan jamás a las tardes. Consuetudinariamente las caracteriza la ausencia de los diputados que aman la noche con fervor y lealtad. Y siempre está en su escaño el señor Manzanilla a quien la Providencia libre de la mala tentación de imitar al señor Pérez Araníbar en el uso del chicago de paja.
Pero las tardes son perezosas y lánguidas.
Apenas si suena con un gran esfuerzo alguna pregunta así:
–¿Por qué no se ha vestido todavía de blanco el señor Pérez?
Para que el señor Balbuena que es un malintencionado rectifique:
–De blanco, no; de caqui.
Y para que hasta la risa de los diputados vibre con desgano y con lasitud.
Paso a paso volvimos nosotros al Palacio Legislativo del cual habíamos vivido alejados durante varios días en que nos sentimos más enfermos, aburridos, fastidiados y descontentos que de costumbre. Y ambulando a través de los salones y de los pasillos pensábamos con optimismo que el Palacio Legislativo era una casa buena, hospitalaria y solemne, aunque inconclusa, que sabía bien acogernos y hospedarnos, aunque nosotros tuviéramos a veces la osadía de vituperarla.
Quisimos fortalecer nuestra certidumbre de que iba a concluir para siempre la sesión de la deuda interna; y le preguntamos al señor Pinzás que, jadeante, obeso y efusivo, abandonaba un corrillo displicente y transitorio para incorporarse a otro:
–¿Hoy se acaba la sesión permanente?
Nos respondió el señor Pinzás con una entonación convencida y feliz:
–¡Hoy se acaba!
Y desde ese instante nosotros nos instalamos en la galería periodística sin otro pensamiento que el de que concluía por fin esta sesión de treinta tardes que tantas fatigas patrióticas le ha dado al señor Ulloa.
Comprendimos, durante el discurso de la tarde, que a medida que la estación veraniega se acentúa la estación parlamentaria se apaga. El calor enfría los debates en lugar de enardecerlos. Sudan copiosamente los diputados y se abstienen de agitaciones y de batallas. Intermitentemente brilla un chispazo aislado que se extingue enseguida. Y acontece que estas tardes calurosas, en que los hogares reclaman para su bienestar el auxilio de los trashumantes helados de carretita, parecen las tardes invernales del Parlamento.
Así las gentes de los escaños como las gentes de las galerías sienten que estas tardes son unas tardes álgidas. Álgidas porque son las últimas tardes de la legislatura. Álgidas porque son las primeras tardes del verano.
Solo se encuentra un ambiente claro y vernal en las sesiones de la mañana. Las mañanas parlamentarias no se semejan jamás a las tardes. Consuetudinariamente las caracteriza la ausencia de los diputados que aman la noche con fervor y lealtad. Y siempre está en su escaño el señor Manzanilla a quien la Providencia libre de la mala tentación de imitar al señor Pérez Araníbar en el uso del chicago de paja.
Pero las tardes son perezosas y lánguidas.
Apenas si suena con un gran esfuerzo alguna pregunta así:
–¿Por qué no se ha vestido todavía de blanco el señor Pérez?
Para que el señor Balbuena que es un malintencionado rectifique:
–De blanco, no; de caqui.
Y para que hasta la risa de los diputados vibre con desgano y con lasitud.
Referencias
-
Publicado en El Tiempo, Lima, 16 de enero de 1918. ↩︎