7.9. Autos y vistos

  • José Carlos Mariátegui

 

         1Eran tres los automóviles puntuales, aseados, fieles y acuciosos que se paraban delante de la puerta de la Cámara de Diputados. Uno, el automóvil del señor don Juan Pardo, automóvil aristocrático, rutilante, muelle y majestuoso, hecho para el donjuanismo de su señor. Otro, el automóvil del señor don Gerardo Balbuena, automóvil burgués, regalado, digestivo y servicial, creado para usos metropolitanos y honestos. Otro, el automóvil del señor don Manuel Químper, automóvil sencillo, raudo, travieso y limpio, apto para la carrera, para la fuga y para la conspiración.
         Muy señaladamente disímiles eran los automóviles del señor don Juan Pardo y del señor don Manuel Químper. Parecía muy engreído de ser totalmente civilista el automóvil del señor Pardo y vivía muy ufano de ser un tanto montonero el automóvil del señor Químper. Y mientras tanto, el automóvil del señor Balbuena trataba de semejarse al del señor Pardo. Era el automóvil del abogado que intenta aproximarse al automóvil del millonario.
         Grande armonía y loable familiaridad habíase establecido entre los tres automóviles. Bien sabían que no eran afines ni parientes y que no estarían nunca a punto de serlo. Mas fraternizaban de buen grado, ajenos a las separaciones de la política, a las divergencias del destino, a las asechanzas del porvenir y a las veleidades de la vida nacional que tanto nos desasosiegan, tunden y maltratan.
         Pero un día, el día en que vino de sus latifundios de la sierra el propietario del señor Balbuena, el día en que el señor Balbuena salió de la Cámara para que entrara en ella el mayorazgo de los señores Durand llegado a Lima para darle su voto y su aplauso, el día en que nuestra ánima se puso malcontenta y desolada por la salida de un diputado tan dueño de nuestra amistad y tan favorecido de nuestra adhesión, dejaron de ser tres los habituales automóviles que se pararon en la puerta de la Cámara de Diputados.
         Alejóse del trato y del roce con los automóviles del señor Pardo y del señor Químper el automóvil del señor Balbuena. No volvió ya a encaminarse alegremente hacia la plaza de la Inquisición. Empezó a huir de la ciudad en las horas tardecinas en que antes llevaba al señor Balbuena al Parlamento. Trasladaba al señor Balbuena a las avenidas donde se reconforta el ánimo y se expansionan los ojos esplináticos del señor Pardo.
         Iba y venía de Miraflores a Miramar con el señor Balbuena que solía decirnos:
         –¡Ahora soy feliz! ¡No pienso en la política! ¡Solo pienso en el mar y en el campo! ¡Me paseo por Miraflores y por Miramar diariamente! ¡Lo mismo que el señor Pardo!
         Y nosotros nos apartábamos de él para dirigirnos al Palacio Legislativo y para hallar delante de su puerta los dos automóviles disímiles pero fieles y sistemáticos que otrora vivieron en consorcio, colusión y ringlera con el automóvil ora fugitivo y desertor del señor Balbuena.
         Ahora, de vez en vez, nos detenemos en las gradas del Palacio Legislativo y nos volvemos hacia la plazuela para mirar a los dos automóviles.
         Primero ponemos los ojos en el automóvil del señor Pardo y exclamamos:
         –¡El automóvil de la mayoría!
         Aunque quiera corregirnos el señor Manzanilla:
         –¡El automóvil del Poder!
         Después ponemos los ojos en el automóvil del señor Químper y exclamamos:
         –¡El automóvil de la minoría!
         Aunque quiera corregirnos el señor Manzanilla:
         –¡El automóvil de la Opinión!
         Dudamos algunas veces de que el automóvil del señor Pardo sea realmente el automóvil de la mayoría. Lo vemos demasiado presidencial. Pero no dudamos jamás de que el automóvil del señor Químper sea el automóvil de la minoría. Nos bastaría recordar cuán veloz es su carrera, cuán perspicaz es su mirada, cuán juguetona es su intención y cuán democrática es su traza para sentir que es el automóvil de la minoría. Hasta parece que hubieran dentro de él, que es tan hospitalario y tan bueno, un recuerdo, una palpitación y un matiz de las patriarcalidades del señor Ulloa, de las eses del señor Salazar y Oyarzábal, de las agitaciones del señor Secada y de las prudencias del señor Ruiz Bravo.
         Y escribiríamos nosotros el elogio de este automóvil –siquiera porque en una madrugada honesta sirvió para una gentil andanza sin la impertinencia amable de un accidente–, si no le hubiéramos preguntado al señor Salazar su opinión sobre el “auto” del señor Químper y si el señor Salazar y Oyarzábal no nos hubiera querido responder judicialmente para desazón de nuestro espíritu hostilizado por una persecución de la justicia:
         –Autossss y vistossss…


Referencias


  1. Publicado en El Tiempo, Lima, 20 de noviembre de 1917. ↩︎