7.11. El óleo peruano

  • José Carlos Mariátegui

 

         1Para ventura de nuestra patria, hija de próceres mestizos, ahijada de caballeros andantes y nieta de semidios es quechuas; para regalo de nuestro tesoro, alcancía de unos y bolsillo de los demás; para felicidad de nuestra democracia bituminosa, tabernáculo de civismo y cuartel de sustos y aprensiones; y para holganza de nuestros gobiernos, vértices de la alabanza mercenaria y del denuesto famélico, nos hizo el cielo la merced próvida de poner en nuestro subsuelo la maravillosa sustancia que para el diccionario se llama petróleo y que para el vulgo humilde y menesteroso se denomina kerosene.
         No quiso el destino que esta república tuviese una edad de oro. Tampoco quiso que tuviese una edad de hierro. Quiso tan solo que tuviese una edad de petróleo que es como quien dice una edad de lámparas, de motores y de cocinas. Una edad industrial y rutilante, edad ungida no por los óleos aromáticos y divinos de la tradición sino por los óleos cotizables y villanos del presente.
         Pero, para torcer el destino, está en el gobierno de la nación actualmente un noble concierto de varones que se oponen al advenimiento de la edad del petróleo. Es un concierto de gente hidalga, aristocrática y galana que se alarma ante la grosera expectativa de que nuestro país se trasforme en un país de máquinas y de manufacturas. Y es un concierto de gente que, movida por grandes ideales artísticos, comprende la utilidad de la gasolina que sustenta a los automóviles raudos y a los yates esbeltos, pero que ve, llena de grima, la posibilidad de que inunde el territorio nacional el petróleo maloliente, plebeyo y combustible.
         Un sentimiento estético inspira la aversión del gobierno del señor Pardo al anhelo popular y tosco de que el Perú medre y crezca gracias a las vituperables y sucias riquezas del petróleo.
         Antaño otro sentimiento estético hizo que otros gobiernos, igualmente pulcros de espíritu, evitaran que el Perú se enriqueciera a costa de las riquezas, más sucias y vituperables todavía, del guano y del salitre.
         El mundo ávido, codicioso y ventral, podrá decir que el Perú es un pueblo de mal gusto. Tendrá que reconocer que es un pueblo de elegantes aspiraciones. Y las miradas universales encontrarán en este rincón de la tierra un fragante arcón de ideas románticas y donosas.
         Un hombre esclarecido y famoso, pero que pretende que el Perú sea un pueblo negociante, un pueblo mercantil, un pueblo cartaginés, ha escrito desde Londres que el petróleo es un bien inapreciable y valioso que nos ha dado la providencia para hacernos dichosos y opulentos.
         Mas su palabra no ha tenido eco en los espíritus pulidos y acicalados de los varones que nos mandan, que nos dirigen y que nos legislan. Piensan sabiamente estos varones que el Perú, un pueblo que es dueño de un pasado de metales fabulosos y de monumentos deslumbradores, no debe amar al impuro y soterraño aceite que la industria transforma en luz, en flama y en energía. Un país como el Perú no puede aceptar un lucro innoble y repulsivo. Si le gusta la minería debe gustarle en el oro que fue el divino presente del rey Melchor al infante Jesús. Jamás en los óleos burdos y serviles. Propio del decoro nacional sería que nos enriqueciéramos criando garzas y comerciando en perlas, corales y ostras. O que nos alimentara la riqueza de las dulces y generosas pieles de nuestras vicuñas.
         Existen muchedumbres zafias y rudas que no entienden ni avaloran estos altísimos y bellos pensamientos. Muchedumbres que gritan que el petróleo es nuestro bien más tangible. Muchedumbres que no quieren que se lo entreguemos a extranjeros prosaicos y especuladores.
         Mal hacen seguramente.
         Porque somos dueños del yacimiento que nos da un óleo tan despreciable y ruin, debemos consolarnos sintiendo que somos dueños también de la mina que nos da el oro de los quintos de libra, del árbol que nos da el huairuro de los dijes nacionales y de la vicuña que nos da la lana del poncho y de la sobrecama.


Referencias


  1. Publicado en El Tiempo, Lima, 24 de noviembre de 1917. ↩︎