7.12. Pueblo de los amores

  • José Carlos Mariátegui

 

         1Desde el día en que el señor don Arturo Osores, señor de todos nuestros homenajes, salió del Palacio de Gobierno para no volver más a él, hemos vivido pendientes del ademán, del paso y de la palabra del muy ilustre vicario del legendario partido constitucional.
         Habíamos hablado en ese día con el señor Osores. Él y nosotros estábamos gobernados por la emoción de un momento de honda expectación política. Asediaban al señor Osores los reportajes. Y nos asediaban a nosotros las preguntas de la ciudad.
         Y había pronunciado el partido constitucional su frase amenazadora:
         –¡Nuestra política será de austero control!
         En el señor Osores habíamos sentido la promesa de grandes actitudes. Palpitaba en su voz el convencimiento de que se había alejado para siempre del señor Pardo. Y, aunque este convencimiento le afligía íntimamente –porque el espíritu del señor Osores no es el espíritu locuaz de un leader oposicionista sino el espíritu silencioso de un leader del gobierno–, el Sr. Osores era entonces un hombre que se aprestaba para la lucha.
         Después ni el señor Osores regresó al Palacio de Gobierno ni nosotros regresamos a la casa del señor Osores. No quisimos nosotros tornar a la casa del señor Osores, no porque hubiésemos dejado de amar el trato del distinguido personaje que asiste y confiesa al viejo jefe de los constitucionales. Era tan solo porque reservábamos diariamente nuestra visita al señor Osores para el día en que tuviésemos que acudir a felicitarlo por el primer grito de austero control. Para contrariedad de nuestra esperanza no sonaba el grito. Y el destino interponía entre el señor Osores y nosotros la puerilidad de un frustrado anhelo de felicitación.
         Nosotros acabamos de darnos cuenta de nuestro deber de impedir que el destino, que tan poco vale en estos siglos en que se cree en el señorío supremo de la voluntad, nos separe de un ciudadano tan esclarecido y tan famoso.
         Y hemos ido a buscarle renunciando a nuestro trivial propósito de aguardar para visitarle la oportunidad de una felicitación.
         Pero hemos tenido una sorpresa tremenda. Una sorpresa que nos ha puesto perplejos transitoriamente.
         En la casa del señor Osores nos han dicho:
         –El señor Osores ya no vive en Lima.
         Hemos preguntado movidos por una intuición:
         –¿Acaso se ha ido a Miraflores?
         Y nos han respondido:
         –Sí.
         Hemos abandonado la casa del señor Osores sin preguntar más. Luego nos han contado que el señor Osores ha trasladado su residencia a Miraflores como dicen los cronistas sociales. Y nos han agregado que la casa del señor Osores está muy vecina a la del señor Pardo. El señor Osores y el señor Pardo viven muy cerca el uno del otro, piensan muy cerca el uno del otro y sueñan muy cerca el uno del otro. Entre el señor Pardo y el señor Osores estaba otrora el partido constitucional con sus charreteras, sus sables, sus medallas y sus plumas blancas y coloradas. Ahora entre el señor Pardo y el señor Osores están únicamente uno o dos muros.
         Nos han dicho hace un momento en esta estancia en que escribimos para la ciudad:
         –¿Ustedes creían que la fuerza sugestiva del señor Pardo residía en el Palacio de Gobierno? ¿Sí? Ustedes se engañaban. No reside esa fuerza sugestiva del señor Pardo en el Palacio de Gobierno sino en Miraflores. Un hombre puede ser adversario del señor Pardo en el Palacio de Gobierno. Pero no puede seguir siéndolo en Miraflores.
         Nos han desconcertado.
         Efectivamente, nosotros pensábamos que no era el señor Pardo el que dominaba las malas voluntades, las malas voluntades enemigas, las malas voluntades disidentes, las malas voluntades reacias. Suponíamos que era el Palacio de Gobierno. Hoy nos han persuadido de que hemos estado en un error. Uno de los muchos errores de nuestra ingenua juventud y de nuestra lozana buena fe.
         En Miraflores, pues, el señor Pardo tiene que ser dueño de todas las voluntades. Quienes no lo quieran en el Palacio de Gobierno por ser el presidente de la República tienen que quererlo en Miraflores por ser el señor Pardo.
         Y, naturalmente, al señor Pardo no le interesa que no lo quieran por ser el presidente de la República sino por ser el señor Pardo. Lo que le interesa es que lo quieran. Si es que le interesa.


Referencias


  1. Publicado en El Tiempo, Lima, 25 de noviembre de 1917. ↩︎