6.10.. Ánima en pena

  • José Carlos Mariátegui

 

        1La palabra del señor don Alberto Ulloa no siempre es solemne, consejera, grave y patriarcal. Sabe también ser burlona y risueña. Sabe asimismo ser acérrima y aguda. Intermitentemente, al margen de los debates, el gesto del señor Ulloa suele transformarse dando asidero y auspicio a la travesura furtiva de su concepto. Y entonces el señor Ulloa no se yergue con las manos enfundadas enérgicamente en los bolsillos del saco abotonado: se sonríe con una sonrisa muy suya que no es la sonrisa galana del señor Manzanilla sino una sonrisa suspicaz y maliciosa que el señor Ulloa subraya acariciándose con la mano varonil la barba un tanto mefistofélica.
        La malaventura del señor Sánchez Díaz quiso el jueves pasado que el sagaz y sonriente diabolismo del gran periodista conturbara y afligiera el ánima del manso y untuoso prelado. Una frase del Sr. Ulloa tiene desde entonces desolado, inquieto y fuera de quicio al señor Sánchez Díaz. Y el señor Sánchez Díaz no logra liberarse todavía de la sugestión atormentadora y acerba de la frase del señor Ulloa.
        Había aseverado el señor Sánchez Díaz en la sesión de Congreso en que fuera elegido pastor de la grey peruana el Sr. Lissón, que la Santa Sede no era gobierno, que la Santa Sede era solo la Santa Sede y que la Santa Sede no poseía sino una buena y dulce autoridad espiritual.
        El señor Sánchez Díaz, teólogo y eclesiástico fidelísimo al Papado, había coincidido pues con el señor don Manuel Bernardino Pérez, hereje impenitente y porfiado.
        Y, terminada la sesión, el señor Ulloa se lo advirtió al señor Sánchez Díaz para verter en su evangélico e ingenuo espíritu la amarga gota que le ha puesto en desazón, en insomnio y en desconsuelo infinitos y torturadores.
        –¡Señor Sánchez Díaz! –dijo el señor Ulloa–. ¡Ha pronunciado usted una afirmación herética! ¡Ha negado usted el gobierno temporal del Papado, ese gobierno que por estar encerrado dentro del Vaticano no deja de ser gobierno para los leales tratadistas de Nuestra Santa Madre Iglesia! ¡Confiésese usted señor Sánchez Díaz! ¡Está usted en pecado mortal!
        Protestó débilmente el señor Sánchez Díaz:
        –¡No, señor!
        Pero confundiose enseguida. Una turbación honda, una grima acendrada, un pesar abrumador se apoderaron del señor Sánchez Díaz. La voz del señor Ulloa seguía vibrando en su conciencia, como si fuese la voz acusadora de los santos concilios, para hacerle comprender que había caído en los lazos de la tentación del demonio.
        Y desde ese momento vive desolado, asustado y oprimido el señor Sánchez Díaz. Ya no hay reposo para su espíritu ni goce para su corazón. Ya ni el púlpito ni el reclinatorio ni el breviario le dan contentamiento ni placer. Ya no le ofrecen paz ni satisfacción ni la oración misericordiosa ni el yantar suculento ni el lecho honesto y mullido.
        Oye inexorable la voz del señor Ulloa que lo alarma y lo desasosiega:
        –¡Está usted en pecado mortal! ¡Si no se arrepiente usted la Iglesia lo arrojará de su seno como a un hijo rebelde! ¡El primer acto de Monseñor Lissón será excomulgarlo!
        Y mientras sufre estas angustias el ánima del señor Sánchez Díaz, habla así por las calles el señor don Manuel Bernardino Pérez, ufano de su vieja herejía, ufano de haber tenido un voto para el Arzobispado, ufano de su sibaritismo criollo y ufano de sus malandanzas y refocilamientos:
        –El señor Sánchez Díaz no es un pecador inconsciente! ¡Es un sacerdote más que se alza contra las leyes caducas de la Iglesia! ¡Es un reformista! ¡Podría decirse que es nuestro Martín Lutero!
        Y, arrellanado en su sillón, el ilustre señor Ulloa se ríe acariciándose la barba mefistofélica.


Referencias


  1. Publicado en El Tiempo, Lima, 15 de octubre de 1917. ↩︎