4.16. Bajo la epidermis

  • José Carlos Mariátegui

 

         1Empezábamos a aguardar que Santa Rosade Lima, la dulce y toda poderosa señora de esta ciudad indolente, perezosa y risueña, terminaría haciendo el esclarecido milagro de que el Perú se volviese un armonioso concierto de mestizos hermanados por el amor al Sr. Pardo y embelesados por la música resonante de un discurso del señor Barreda y Laos.
         Antes no habríamos querido suponerlo. Teníamos la persuasión de que vivimos más perturbados y más intranquilos que nunca. Estábamos persuadidos de que la paz y la concordia nacionales solo existían en la epidermis del momento histórico. Y también en los papeles de los ditirambos mercenarios.
         Sin embargo, ya había comenzado a verter su enervamiento en nuestras ánimas la pertinacia de la aseveración pardista de que este país se había sosegado repentinamente.
         Tan grande milagro no íbamos a atribuírselo de ninguna manera al señor Pardo y ni siquiera a su superávit. No es posible esperar del señor Pardo un milagro tan valioso y tampoco de un superávit. A pesar de que un superávit posee ostensiblemente una fuerza persuasiva que no posee personalmente el señor Pardo, sobre todo si es un superávit administrado por las manos del señor Pardo.
         Había que pensar, pues, en el cielo. Había que pensar en la Divina Providencia. Había que pensar en Santa Rosa de Lima, bienamada patrona de esta tierra y nobilísima doncella del florilegio cristiano.
         Santa Rosa de Lima, condolida acaso de las malaventuras nacionales y de los malos pasos del señor Pardo, había extendido sus manos misericordiosas sobre el Perú para que su centenario fuese una divina efusión de ternuras y complacencias.
         Tal íbamos a concluir pensando.
         Pero repentinamente se renuevan dentro de nosotros, más contumaces que ayer, nuestros arraigados escepticismos. Ya no creemos en un prodigio de Santa Rosa de Lima. Santa Rosa de Lima no puede proteger a un país que ha dejado partir del gobierno a un tan rendido devoto suyo como el señor don Enrique de la Riva Agüero. Santa Rosa de Lima no se preocupa del señor Pardo a pesar de que el señor Pardo se imagina que la tienen enamorada su talle y su gallardía. Santa Rosa de Lima no posee noticia del señor don Felipe Barreda y Laos ni de sus discursos, aunque de vez en cuando las imágenes oratorias del señor Barreda y Laos suben hasta el cielo.
         No estamos quietos íntimamente. No podemos estarlo. No lo hemos estado en momento alguno.
         Ha bastado para que nos convenzamos una vez más de la persistencia de la zozobra peruana que pongamos los ojos primero en el besamanos del señor Pardo y después en los papeles litografiados del señor Pardo.
         Hechos unos sonámbulos les hemos preguntado a las gentes para saberlo mejor:
         —¿Por qué le están haciendo genuflexiones al señor Pardo?
         Y las gentes nos han respondido naturalmente:
         —Porque el gobierno del señor Pardo ha cumplido dos años.
         Esta frase nos ha aclarado el entendimiento y la hemos repetido y glosado:
         —¡Dos años! ¡Entonces le faltan dos años más al gobierno del señor Pardo! ¡Entonces el señor Pardo ha llegado solo al promedio de su administración! ¡Entonces nos va a mandar dos años más!
         Inmediatamente se han ahogado en nuestras ánimas todas las sensaciones de concierto y de armonía. Hemos tornado a sentir que este concierto y esta armonía palpitan únicamente en la epidermis. Hemos tornado a pensar con nuestros escepticismos.
         En la entraña del momento histórico hay inquietudes y hay desazones. Se han apagado algunos enardecimientos de la política. Se han serenado algunas belicosidades del Parlamento. Se han calmado algunas hiperestesias del país. Pero en el mismo alarde con que el pardismo proclama el sosiego de la república se siente una angustia recóndita e imprecisa.
         Y no hay, sino que arañar la epidermis del momento para comprobarlo.


Referencias


  1. Publicado en El Tiempo, Lima, 20 de agosto de 1917. ↩︎