3.6. Política nueva - Ave fénix
- José Carlos Mariátegui
Política nueva1
Sonó en la Corte Suprema un grito para nuestros perspicaces oídos metropolitanos.
—¡Viva la política nueva!
Totalmente asombrados, preguntamos:
—¿Cuál es la política nueva?
Y escuchamos entonces un muera:
—¡Muera la política vieja!
Miramos a las gentes que de esta suerte gritaban y supimos que eran los futuristas.
Y nos pusimos a pensar en que este partido futurista que tiene a la cabeza un apellido de sonoros timbres históricos y de viejos atributos aristocráticos, es el que sale a las calles para anatematizar el caciquismo, la antigualla y la tradición.
Un grande amigo nuestro, avisado y burlón, nos habló así:
—¡Este es el partido de la democracia! ¡Y su presidente se llama don José de la Riva Agüero! ¡No hay congruencia entre el programa del partido y el apellido de su jefe que, para mayor democracia de los procedimientos, es jefe vitalicio!
Nos sonreímos.
Y nos dimos enseguida con toda el alma a escuchar al señor don Víctor Andrés Belaunde, nuestro ilustre amigo, que no ha podido ser diputado arequipeño ni diputado castellano por las “vivezas criollas” del medio.
Hablaba el señor Belaunde con todo el noble énfasis de su ademán y de su palabra:
—¡El señor Perochena es un cacique! ¡Pero no es siquiera un cacique de Castilla, sino un cacique de Aplao! ¡Es, pues, un representante del caciquismo! ¡Un representante de la política vieja! ¡Yo, en tanto, soy un representante de la política nueva!
Tornaron a aplaudir las gentes de la barra:
—¡Viva la política nueva!
Se pusieron radiantes los futuristas.
Proseguía el señor Belaunde, pródigo en argumentos, rico en pruebas, generoso en elocuencia:
—¡El señor Perochena no ha salido electo de un comicio popular sino de un consejo de familia! ¡No ha pretendido nunca alcanzar una elección! ¡Se ha contentado con simularla! ¡Y eso es lo que ha traído a la Cámara de Diputados y lo que yo pongo a los pies de la Corte Suprema! ¡Una elección que no es una asamblea! ¡Una asamblea que no intenta ser sino un quórum! ¡Un quórum cuya fecha no importa, cuya exactitud no inquieta y cuya autenticidad no preocupa! ¡Se piensa que un quórum de similor basta para hacer un diputado!
Susurraban las gentes festivas acotaciones:
—¡Estas credenciales del señor Perochena tienen muchos peros!
Y pensamos nosotros inmediatamente que el señor Perochena tiene hasta un pero en el apellido.
Más tarde, apagado el último aplauso al señor Belaunde, hablaba el señor Perochena y no pronunciaba sino esta frase feliz:
—¡Yo no he podido traer a mis partidarios para que me aplaudan! El señor Belaunde ha traído en cambio a esta sala a todo el partido futurista.
En este momento no era posible que las gentes respetasen la gravedad patriótica del instante ni la solemnidad del bautizo de la política nueva.
Estallaron en risas.
Y recorriendo la sala con la mirada repitieron la frase:
—¡Todo el partido futurista!
Pero luego la réplica del señor Víctor Andrés Belaunde hacía nuevamente serias a las gentes y encendía otra vez el flamante grito:
—¡Viva la política nueva!
Todas fueron felicitaciones para el señor Belaunde:
—¡Admirable!
Mas nosotros quisimos unir a nuestra felicitación un reproche, que fue este:
—¡No ha llamado usted ni una vez castellanos a los de Castilla! ¡Esto es una inconsecuencia!
—¡Viva la política nueva!
Totalmente asombrados, preguntamos:
—¿Cuál es la política nueva?
Y escuchamos entonces un muera:
—¡Muera la política vieja!
Miramos a las gentes que de esta suerte gritaban y supimos que eran los futuristas.
Y nos pusimos a pensar en que este partido futurista que tiene a la cabeza un apellido de sonoros timbres históricos y de viejos atributos aristocráticos, es el que sale a las calles para anatematizar el caciquismo, la antigualla y la tradición.
Un grande amigo nuestro, avisado y burlón, nos habló así:
—¡Este es el partido de la democracia! ¡Y su presidente se llama don José de la Riva Agüero! ¡No hay congruencia entre el programa del partido y el apellido de su jefe que, para mayor democracia de los procedimientos, es jefe vitalicio!
Nos sonreímos.
Y nos dimos enseguida con toda el alma a escuchar al señor don Víctor Andrés Belaunde, nuestro ilustre amigo, que no ha podido ser diputado arequipeño ni diputado castellano por las “vivezas criollas” del medio.
Hablaba el señor Belaunde con todo el noble énfasis de su ademán y de su palabra:
—¡El señor Perochena es un cacique! ¡Pero no es siquiera un cacique de Castilla, sino un cacique de Aplao! ¡Es, pues, un representante del caciquismo! ¡Un representante de la política vieja! ¡Yo, en tanto, soy un representante de la política nueva!
Tornaron a aplaudir las gentes de la barra:
—¡Viva la política nueva!
Se pusieron radiantes los futuristas.
Proseguía el señor Belaunde, pródigo en argumentos, rico en pruebas, generoso en elocuencia:
—¡El señor Perochena no ha salido electo de un comicio popular sino de un consejo de familia! ¡No ha pretendido nunca alcanzar una elección! ¡Se ha contentado con simularla! ¡Y eso es lo que ha traído a la Cámara de Diputados y lo que yo pongo a los pies de la Corte Suprema! ¡Una elección que no es una asamblea! ¡Una asamblea que no intenta ser sino un quórum! ¡Un quórum cuya fecha no importa, cuya exactitud no inquieta y cuya autenticidad no preocupa! ¡Se piensa que un quórum de similor basta para hacer un diputado!
Susurraban las gentes festivas acotaciones:
—¡Estas credenciales del señor Perochena tienen muchos peros!
Y pensamos nosotros inmediatamente que el señor Perochena tiene hasta un pero en el apellido.
Más tarde, apagado el último aplauso al señor Belaunde, hablaba el señor Perochena y no pronunciaba sino esta frase feliz:
—¡Yo no he podido traer a mis partidarios para que me aplaudan! El señor Belaunde ha traído en cambio a esta sala a todo el partido futurista.
En este momento no era posible que las gentes respetasen la gravedad patriótica del instante ni la solemnidad del bautizo de la política nueva.
Estallaron en risas.
Y recorriendo la sala con la mirada repitieron la frase:
—¡Todo el partido futurista!
Pero luego la réplica del señor Víctor Andrés Belaunde hacía nuevamente serias a las gentes y encendía otra vez el flamante grito:
—¡Viva la política nueva!
Todas fueron felicitaciones para el señor Belaunde:
—¡Admirable!
Mas nosotros quisimos unir a nuestra felicitación un reproche, que fue este:
—¡No ha llamado usted ni una vez castellanos a los de Castilla! ¡Esto es una inconsecuencia!
Ave fénix
El partido demócrata se despereza.
Acaba de moverse. Ha estirado los dos brazos y ha respirado largo. No ha abierto los ojos todavía ni ha hablado tampoco. Pero ya ha demostrado a todos los hombres de poca fe que está vivo.
Dormía profundamente desde hacía mucho tiempo. Sus adversarios anhelaban que no se despertase más. Afirmaban que no estaba dormido sino muerto. Alejábanlo celosamente de todo rumor, de todo sacudimiento y de todo grito, para que siguiese inerte.
Había para los hombres de fe, para los demócratas persistentes, para los pierolistas históricos, la esperanza continua y pertinaz de que el partido de las gloriosas tradiciones se reanimaría y despertaría.
El sueño del partido demócrata era para el país una cosa de leyenda y una cosa de encantamiento.
En nuestros momentos infantiles y románticos, pensábamos los peruanos ingenuos que el partido demócrata estaba encantado. Nos alucinábamos con esta persuasión caprichosa e inocente. Jugábamos con ella. Y nos poníamos muy sentimentales a reflexionar en la aventura de ser los príncipes que desencantasen a esta bella durmiente de nuestra política.
No era más ni era menos el partido demócrata para los ciudadanos buenos de esta república criolla.
Pero era todo lo que podía hacernos falta como ideal, como ensueño, como ilusión y como promesa.
Un día llamamos a la alcoba en que dormía indefinidamente el partido demócrata. No nos respondió nadie. Volvimos a llamar inútilmente. Golpeamos la puerta. Golpeamos la pared. Golpeamos el cristal de la ventana. El partido demócrata no se despertaba.
Tentaron entonces nuestra paciencia los hombres malos:
—¡Está muerto! ¡Está muerto! ¡Está muerto!
Bajo la ventana de la alcoba inexpugnable y fría desfallecimos, imaginándonos que también a nosotros nos embrujaban y nos encantaban como al partido demócrata.
Mas reaccionamos.
Golpeamos otra vez la puerta, la pared y el cristal de la ventana. Gritamos desesperadamente. Y tocamos, finalmente, una trompeta apocalíptica y aguda como aquellas que en el día del juicio resucitarán a los muertos.
Y hace un instante que hemos aguaitado dentro de la alcoba y hemos tenido un atisbo consolador.
El partido demócrata se despereza.
Hasta ahora le han tenido encerrado, aislado, narcotizado.
No han podido matarlo, sin embargo.
Acaba de moverse. Ha estirado los dos brazos y ha respirado largo. No ha abierto los ojos todavía ni ha hablado tampoco. Pero ya ha demostrado a todos los hombres de poca fe que está vivo.
Dormía profundamente desde hacía mucho tiempo. Sus adversarios anhelaban que no se despertase más. Afirmaban que no estaba dormido sino muerto. Alejábanlo celosamente de todo rumor, de todo sacudimiento y de todo grito, para que siguiese inerte.
Había para los hombres de fe, para los demócratas persistentes, para los pierolistas históricos, la esperanza continua y pertinaz de que el partido de las gloriosas tradiciones se reanimaría y despertaría.
El sueño del partido demócrata era para el país una cosa de leyenda y una cosa de encantamiento.
En nuestros momentos infantiles y románticos, pensábamos los peruanos ingenuos que el partido demócrata estaba encantado. Nos alucinábamos con esta persuasión caprichosa e inocente. Jugábamos con ella. Y nos poníamos muy sentimentales a reflexionar en la aventura de ser los príncipes que desencantasen a esta bella durmiente de nuestra política.
No era más ni era menos el partido demócrata para los ciudadanos buenos de esta república criolla.
Pero era todo lo que podía hacernos falta como ideal, como ensueño, como ilusión y como promesa.
Un día llamamos a la alcoba en que dormía indefinidamente el partido demócrata. No nos respondió nadie. Volvimos a llamar inútilmente. Golpeamos la puerta. Golpeamos la pared. Golpeamos el cristal de la ventana. El partido demócrata no se despertaba.
Tentaron entonces nuestra paciencia los hombres malos:
—¡Está muerto! ¡Está muerto! ¡Está muerto!
Bajo la ventana de la alcoba inexpugnable y fría desfallecimos, imaginándonos que también a nosotros nos embrujaban y nos encantaban como al partido demócrata.
Mas reaccionamos.
Golpeamos otra vez la puerta, la pared y el cristal de la ventana. Gritamos desesperadamente. Y tocamos, finalmente, una trompeta apocalíptica y aguda como aquellas que en el día del juicio resucitarán a los muertos.
Y hace un instante que hemos aguaitado dentro de la alcoba y hemos tenido un atisbo consolador.
El partido demócrata se despereza.
Hasta ahora le han tenido encerrado, aislado, narcotizado.
No han podido matarlo, sin embargo.
Referencias
-
Publicado en El Tiempo, Lima, 7 de julio de 1917. ↩︎