3.5. El último caso

  • José Carlos Mariátegui

 

         1Era sagaz y perseverante el diablo en esta andanza tanto como en la seducción de los constitucionales, en el asedio de los civilistas, en el sitio de la Junta Escrutadora y en todas sus otras aventuras malignas y conquistadoras.
         El señor Guevara no podía estar solo sin que se le apareciese el diablo. No podía estar acompañado sin que dentro del cuerpo del acompañante no empezase a fosforecer el espíritu malo. No podía hallar contento, paz, sosiego en ninguna parte el señor Guevara.
         Si dormía, se le presentaban en sueños los emisarios del diablo. Si leía, las letras se volvían lenguas elocuentes que le tentaban. Si se bañaba, acontecimiento menos frecuente, dentro de la tina surgía el tentador para hacerle asperges y conjuros con el agua sobre la cabeza rebelde y aborigen.
         San Antonio, el noble y austero anacoreta, fue menos tentado seguramente que el señor Guevara. Ningún santo varón del desierto se vio tan enamorado y amenazado.
         El señor Guevara no tiene parangón con hombre alguno atacado así en la fortaleza de su ánima. Acaso únicamente podría comparársele con el cura Chiriboga.
         El diablo de estos tiempos solicitó también, con ahínco y pertinacia, al cura Chiriboga. No respetó su traje sacerdotal, ni su calidad de párroco, ni su deber de pastor, ni su honestidad de ciudadano. Y un día el cura Chiriboga desapareció del mundo, robado tal vez en un carro de fuego.
         Un mes hemos estado los hombres de esta ciudad hablando sin descanso del caso Chiriboga. Un mes hemos tenido para reírnos y para alborozarnos con él. Y ya empezábamos a sentir que el caso Chiriboga se envejecía. Anhelábamos un caso nuevo, un caso lleno de novedad, un caso que nos incitara a mejores comentarios risueños.
         Y ha llegado el caso nuevo.
         Es el caso del señor Guevara que ha sido sojuzgado y seducido también por las tentaciones del diablo.
         Un caso que es más interesante, más consumado, más típico, más original, más alegre.
         Vino el señor Guevara desde el Cuzco que está tan lejos, a horcajadas sobre el ideal de pedirle justicia a la Corte Suprema.
         Había querido ser diputado por la lejana provincia de Paucartambo. Pero los amigos del señor Pardo le habían cerrado el paso. Los agentes del señor Luna le habían tundido. Las autoridades le habían menospreciado. Un día una terrible maza había estado a punto de caer sobre la cabeza aborigen del señor Guevara, que puso el grito en el cielo primero y en este periódico después.
         Y el señor Guevara quería decirle todo esto a la Corte Suprema. Iba a llevarle sus papeles en una mano y sus argumentos en la otra.
         Se proponía demostrarle que la elección del señor Luna era mala, vituperable y nula.
         Reíase a carcajadas el señor Luna que es más diablo que el diablo.
         Mas el pueblo cuzqueño se ponía trágico y estimulaba y ajochaba al señor Guevara para que pusiese las credenciales del señor Luna a los pies de la Corte Suprema. Sordos anatemas le cerraban el puño al señor Luna. Y el alma del Cuzco se venía por los aires tras el señor Guevara.
         Apenas puso el señor Guevara los pies en Lima empezaron a tentarle. No le dejaban tranquilidad ni calma. Le turbaban y le volvían loco. Le escondían los papeles y le soplaban los argumentos. Y le abrían el cielo para que se regresase al Cuzco sin pasar por el severo recinto de la Corte Suprema.
         El señor Guevara se defendía con las dos manos.
         Valiente y denodado, corrió un día a la Caja de Depósitos y Consignaciones y le dejó sus quinientos soles y corrió inmediatamente a la Corte Suprema y le dejó su recurso.
         Pero el diablo que, como ya hemos dicho, tiene entre nosotros nombre y apellido sonoros, no abandonó su empresa.
         El señor Luna empezó a enamorar al señor Guevara. Se puso a su lado persistentemente. Lo paseó en victoria por el Jirón de la Unión. Lo llevó a comer a la criolla con ají y con vihuela. Se daba sin duda a la empresa de persuadirle de que era una buena persona y de que, si en el Cuzco le tundieron, no fue por su cuenta ni por la del señor Pardo.
         Asombrábase la ciudad de estas intimidades anacrónicas entre el señor Guevara y el señor Luna. Los miraba con la boca abierta. Y tejía y destejía sus conjeturas sin dar con una que la pusiera tranquila.
         Hasta antes de ayer todos vivíamos en Babia.
         Y repentinamente y sorpresivamente hemos visto al señor Guevara, seguido por el señor Luna, correr a la Corte Suprema por su recurso y correr inmediatamente a la Caja de Depósitos y Consignaciones por su plata.
         El caso Guevara ha sustituido en el comentario malévolo y regocijado de las gentes al caso Chiriboga.
         Y nosotros no hemos podido hacer otra cosa que buscar al señor Luna y estrecharle una mano para decirle como en el teatro:
         —¡Buena conquista!
         Y para morirnos de risa.


Referencias


  1. Publicado en El Tiempo, Lima, 7 de julio de 1917. ↩︎