3.20.. Julio glorioso
- José Carlos Mariátegui
1Venimos de cantar el Himno Nacional en el Palais Concert. Venimos de asociarnos al alborozo trivial de la noche buena. Venimos de dejarnos deslumbrar infantilmente por los fuegos artificiales de la Exposición. Venimos de mezclarnos a la muchedumbre que en estos momentos vibra de ardimiento patriótico y de efusión festiva. Venimos de armonizar en una cena híbrida, promiscua, el honesto criollismo de los tamales con el rastacuerismo dorado del champán. Venimos de poner nuestras manos de periodistas en el corazón de la patria transfigurada y jocunda.
En esta madrugada todos los peruanos tenemos que sentir la felicidad de la efeméride nacional. Tenemos que olvidarnos de malaventuranzas e inquietudes, de angustias y zozobras, de amarguras y desolaciones. Tenemos que vivir un minuto de regalo, de holganza y de alarde.
Para nuestras multitudes de limpio corazón y ánimo sencillo la grandeza de la efeméride florece y rutila en la fugaz eclosión de luces, estallidos y colores de un “castillo”. Basta para la alegría de los espíritus con las inocentes y fabulosas maravillas de la pirotecnia. Alucinadas por los fuegos artificiales todas las gentes sienten que el país está en un trance glorioso.
Humildes y medrosos, nosotros no sabemos sustraernos a estos sentimientos. Antes bien les abrimos los brazos. Nos damos a ellos con todo el corazón. Queremos regocijarnos con las demás gentes y pasearnos con ellas a pie o en automóvil. Y comprarnos como los chicos en un kiosco transitorio una banderita, una escarapela y un abanico de papel.
Vienen a nuestra estancia las voces de la política y nos solicitan:
—¡Este es el día del mensaje!
Protestamos nosotros:
—¡Es el día de la patria!
Sagazmente las voces de la política nos dicen:
—Bueno; el día del mensaje y de la patria.
Nos sonreímos entonces sin poder replicar que para nosotros es el día de la patria solamente.
Pero, aunque se callan, las voces de la política sojuzgan nuestra ánima y distraen nuestra inteligencia.
Empezamos a pensar una vez más en las jornadas parlamentarias de la tarde, en el escaño flamante del señor Barreda y Laos, en el escaño vacío del señor Rafael Grau, en el retorno del señor don Juan Pardo a la presidencia de la Cámara de Diputados, en el desfallecimiento de la sonrisa historiada del señor Manzanilla, en el enojado y hosco gabinete dimisor y en el plácido e incauto gabinete recién nacido, en el desasosiego de los hombres que nos mandan, en el enardecimiento de los hombres que quieren mandarnos, en la incógnita de los hombres que nos mandarán; en todas las cosas ostensibles y misteriosas, permanentes y furtivas, graves y risueñas que son la actualidad peruana y que son también el vértice de las miradas, los comentarios y las sonrisas nacionales.
Nos abstraemos.
Es nuestra estancia momentáneamente un recodo, un remanso y una torre que nos roba a los fervores patrióticos de la ciudad y nos hace vivir en una atmósfera de turbaciones políticas.
Nos damos cuenta de que estamos en el umbral del mensaje del señor Pardo que va a decirle esta tarde al Congreso por qué lo ha tenido cerrado hasta ahora, por qué ha gobernado a su amaño nuestros gastos y nuestra hacienda, por qué ha despedido solo ayer al achacoso y reblandecido ministerio de las exasperantes contumacias y de los desconcertantes hieratismos, por qué no está en su banco de diputado el señor Grau, por qué se ha vertido impunemente la sangre del “hijo del hombre”, por qué el país está tan agitado y sombrío y por qué estamos viviendo entre tantas zozobras agoreras y entre tantas angustias imprecisas.
Para libertarnos de estas tristezas y de estas amarguras llega a nuestra estancia el rumor de la noche buena, el alboroto de los cohetes, la emoción de los brindis y hasta un fugitivo jirón de la música jubilosa del Palais Concert.
Volvamos a sentirnos alborozados, simples, alegres y ardorosos. Nos olvidamos de las realidades malas para entregarnos a los símbolos gratos y solemnes. Alejamos nuestra ánima del señor Pardo y del mensaje. Y salimos a la calle para ver, oír y compartir otra vez la felicidad ingenua y sonora de la patria.
En esta madrugada todos los peruanos tenemos que sentir la felicidad de la efeméride nacional. Tenemos que olvidarnos de malaventuranzas e inquietudes, de angustias y zozobras, de amarguras y desolaciones. Tenemos que vivir un minuto de regalo, de holganza y de alarde.
Para nuestras multitudes de limpio corazón y ánimo sencillo la grandeza de la efeméride florece y rutila en la fugaz eclosión de luces, estallidos y colores de un “castillo”. Basta para la alegría de los espíritus con las inocentes y fabulosas maravillas de la pirotecnia. Alucinadas por los fuegos artificiales todas las gentes sienten que el país está en un trance glorioso.
Humildes y medrosos, nosotros no sabemos sustraernos a estos sentimientos. Antes bien les abrimos los brazos. Nos damos a ellos con todo el corazón. Queremos regocijarnos con las demás gentes y pasearnos con ellas a pie o en automóvil. Y comprarnos como los chicos en un kiosco transitorio una banderita, una escarapela y un abanico de papel.
Vienen a nuestra estancia las voces de la política y nos solicitan:
—¡Este es el día del mensaje!
Protestamos nosotros:
—¡Es el día de la patria!
Sagazmente las voces de la política nos dicen:
—Bueno; el día del mensaje y de la patria.
Nos sonreímos entonces sin poder replicar que para nosotros es el día de la patria solamente.
Pero, aunque se callan, las voces de la política sojuzgan nuestra ánima y distraen nuestra inteligencia.
Empezamos a pensar una vez más en las jornadas parlamentarias de la tarde, en el escaño flamante del señor Barreda y Laos, en el escaño vacío del señor Rafael Grau, en el retorno del señor don Juan Pardo a la presidencia de la Cámara de Diputados, en el desfallecimiento de la sonrisa historiada del señor Manzanilla, en el enojado y hosco gabinete dimisor y en el plácido e incauto gabinete recién nacido, en el desasosiego de los hombres que nos mandan, en el enardecimiento de los hombres que quieren mandarnos, en la incógnita de los hombres que nos mandarán; en todas las cosas ostensibles y misteriosas, permanentes y furtivas, graves y risueñas que son la actualidad peruana y que son también el vértice de las miradas, los comentarios y las sonrisas nacionales.
Nos abstraemos.
Es nuestra estancia momentáneamente un recodo, un remanso y una torre que nos roba a los fervores patrióticos de la ciudad y nos hace vivir en una atmósfera de turbaciones políticas.
Nos damos cuenta de que estamos en el umbral del mensaje del señor Pardo que va a decirle esta tarde al Congreso por qué lo ha tenido cerrado hasta ahora, por qué ha gobernado a su amaño nuestros gastos y nuestra hacienda, por qué ha despedido solo ayer al achacoso y reblandecido ministerio de las exasperantes contumacias y de los desconcertantes hieratismos, por qué no está en su banco de diputado el señor Grau, por qué se ha vertido impunemente la sangre del “hijo del hombre”, por qué el país está tan agitado y sombrío y por qué estamos viviendo entre tantas zozobras agoreras y entre tantas angustias imprecisas.
Para libertarnos de estas tristezas y de estas amarguras llega a nuestra estancia el rumor de la noche buena, el alboroto de los cohetes, la emoción de los brindis y hasta un fugitivo jirón de la música jubilosa del Palais Concert.
Volvamos a sentirnos alborozados, simples, alegres y ardorosos. Nos olvidamos de las realidades malas para entregarnos a los símbolos gratos y solemnes. Alejamos nuestra ánima del señor Pardo y del mensaje. Y salimos a la calle para ver, oír y compartir otra vez la felicidad ingenua y sonora de la patria.
Referencias
-
Publicado en El Tiempo, Lima, 28 de julio de 1917. ↩︎