3.19. Madrugada nerviosa

  • José Carlos Mariátegui

 

         1Pasan cosas tremendas.
         Ya no somos los únicos que nos reímos del señor Pardo. Es también ese caudillo sustancioso y ponderado. Es también este senador sabio y locuaz. Es también aquel diputado diplomático y grave. Hasta los corifantes del señor Pardo se asocian clandestinamente a nuestras risas y a nuestras ironías.
         Solo nosotros cargábamos la fama de malévolos, de suspicaces, de acérrimos, de murmuradores y de rebeldes. No se quería entender que nosotros no éramos sino unos intérpretes de las malignidades, de las travesuras y de las malicias nacionales. No se quería sentir que nosotros no éramos sino los glosadores del acervo humorismo público. No se quería creer que nosotros no éramos sino la válvula de todas las carcajadas de la política doméstica.
         Nosotros nos hemos reído y nos seguiremos riendo por nuestra cuenta y por la de los demás.
         Tal vez este gabinete exangüe y cansino del señor Riva Agüero se lleva al exilio algún resentimiento y algún enojo muy hondo contra nosotros. Piensa acaso que hemos sido los únicos que le hemos malquerido. Y nos guarda un rencor muy grande.
         Y, si es así, hay en el resentimiento, en el enojo y en el rencor del señor Riva Agüero una injusticia muy grande.
         Podemos decir que no ha existido en nosotros mala voluntad original para su gobierno. Su gobierno nos ha parecido tan solo un gobierno anodino, vulgar y friolento. No hemos perdido nuestro tiempo en analizarlo. Y no lo hemos tomado en serio. Tampoco nos ha inquietado mayormente que se quedase o que se fuese.
         Pero eran los hombres palatinos los que nos decían siempre:
         —¡Este gabinete está perdido!
         Nosotros nos sentíamos sugestionados y repetíamos:
         —¡Este gabinete está perdido!
         Y los hombres palatinos, buenos amigos nuestros, nos aseveraban:
         —¡Este gabinete es muy malo!
         Nosotros teníamos que pensar que evidentemente el gabinete del señor Riva Agüero era sin duda muy malo cuando sus mismos parciales y paladines eran quienes nos lo decían.
         Es por eso que el proceso de la crisis ministerial no avienta ninguna culpa ni suscita ningún remordimiento para nosotros.
         Somos inocentes.
         Ahora se desentraña espontáneamente la realidad del momento histórico. Empieza a hacerse ostensible que todas las gentes piensan mal del señor Pardo. Se ve nítidamente que en torno del señor Pardo solo se van quedando los consanguíneos, los afines, los liberales y los favoritos perennes del Estado.
         Todavía no ha llegado el señor Pardo a su segundo mensaje y ya se están acabando los pardistas.
         Mas el señor Pardo no lo siente.
         Sus turibularios, sus cortesanos y sus pecheros lo aclaman y el señor Pardo piensa probablemente que todos son pardistas y que sus adversarios son unos cuantos réprobos, unos cuantos infieles, unos cuantos taimados y unos cuantos fementidos.
         Y, sin embargo, el país ve que la elección de la mesa del Senado no sale del Palacio de Gobierno sino de la casona solariega del señor Prado y Ugarteche, que el partido constitucional y el partido civil están al partir de un confite muy lejos del señor Pardo, que en la sombra se mueven oposiciones hoscas e inquietantes y que el señor Pardo se está quedando solo con su capciosa y risueña alcancía del superávit que para él es a la par madrina y celestina.
         Amanece así el veintisiete de julio.
         En la atmósfera se siente enrarecimientos, zozobras, alarmas y estupores. Se escapan del Palacio de Gobierno cabos sueltos de un mensaje anónimo y especioso. Pasan automóviles y victorias que prenden suspicacias y recelos en los espíritus. Se mira extenuados y amortecidos los alardes del pardismo.
         Y se piensa tanto en que en la intimidad del momento histórico se maduran acontecimientos muy grandes hasta que el acontecimiento de la crisis se apaga y se difuma en esta hora de una madrugada nerviosa y de un día de promisión.


Referencias


  1. Publicado en El Tiempo, Lima, 27 de julio de 1917. ↩︎