5.14. En el laberinto - Desde la acera

  • José Carlos Mariátegui

En el laberinto1  

         El señor Pardo nos ha metido en el Laberinto. Y se ha guardado en el bolsillo de la americana o del jaquet el hilo de Ariadna. Estamos, pues, desorientados, perdidos, desolados. Caminamos sin saber adónde caminamos. Nos detenemos sin saber dónde nos detenemos. Andamos sonámbulos. Nos dormimos de pie como las grullas y como los centinelas. Y nos enfermamos de incertidumbre, de sombra y de desconcierto.
         A todas partes pensamos que nos llevaría el señor Pardo, pero jamás pensamos que nos llevaría al Laberinto. Sus prosélitos tradicionales pensaron que nos llevaría al Paraíso. Sus aliados pensaron que nos llevaría a Jauja. Sus enemigos pensaron que nos llevaría al Averno. El señor Peña Murrieta, que es médico, pensó que nos llevaría a un baño termal. El señor Víctor Andrés Belaunde, que es idealista, pensó que nos llevaría a la fuente Castalia. El señor Cornejo, que es filósofo positivista, pensó que nos llevaría al camino real. El señor Fuentes, que es metafísico, pensó que nos llevaría al Limbo, probablemente por haber estado ahí todos los santos padres de la Biblia. El señor Sánchez Díaz, que es escolástico, pensó que nos llevaría al Purgatorio. Y el señor Pasquale, que es poeta, pensó que nos llevaría al Monte Parnaso.
         Nosotros, que somos muy tímidos, cautos y respetuosos, no nos atrevimos a pensar adónde nos llevaría el señor Pardo. Si hubiéramos tenido ese atrevimiento habríamos pensado seguramente, así somos de corteses, que nos llevaría a la Tierra Prometida, pero que nos exoneraría de la peregrinación de cuarenta años. Y habríamos dicho que todos los peruanos estábamos en un éxodo hacia la felicidad, que el señor Pardo era nuestro Moisés, que en el camino nos alimentaría el divino maná y que nos daría el agua la prodigiosa y fecunda peña de Horeb. Y habríamos dicho también que no habríamos incurrido en el grave pecado de perder por un minuto siquiera nuestra fe y de adorar por un minuto siquiera al ídolo Baal.
         Pero ni los prosélitos tradicionales, ni los aliados, ni los enemigos del señor Pardo, ni el señor Peña Murrieta, ni el señor Belaunde, ni el señor Cornejo, ni el señor Sánchez Díaz, ni el señor Pasquale, ni nosotros, pensamos jamás que el señor Pardo nos llevaría al Laberinto. Y mucho menos pensamos que el señor Pardo, para mayor crueldad del castigo, se guardaría en el bolsillo de la americana o del jaquet el hilo de Ariadna.
         Nuestra imaginación menguada y sórdida no se daba alcances para tanto.
         Y en este Laberinto acaso estamos a merced del Minotauro. El Minotauro podría llamarse, entre nosotros y bajo el régimen del señor Pardo, la Dictadura Fiscal. ¿De cuántos otros modos podrían llamarse entre nosotros el Minotauro?
         Nosotros sufrimos tan aguda consternación que hemos perdido toda ecuanimidad. Estamos desolados. Nuestra imaginación se ha llenado de veleterías. Y corremos por las calles preguntándoles a nuestros amigos y a nuestros conocidos:
         —¿Qué va a ser de nosotros?
         Y nuestros amigos y nuestros conocidos, nos contestan igual:
         —¡Lo que quiera el señor Pardo!
         Y, pues somos muy porfiados y curiosos y tenaces, tornamos a preguntar:
         —¿Y, qué será lo que quiera el señor Pardo?
         Y nuestros amigos y nuestros conocidos nos responden:
         —¡Será lo que convenga a la salud de la patria!
         Nosotros seguimos preguntando a gritos:
         —¿Qué será lo que convenga a la salud de la patria? ¿Será la convocatoria de congreso extraordinario? ¿Será la dictadura fiscal?
         Pero entonces nadie nos hace caso, nadie nos responde, nadie nos atiende siquiera.
         Y aquí estamos clamando, clamando, pero clamando en el desierto…

Desde la acera  

         Desde hace algunos días parece que las gentes metropolitanas que dicen el comentario callejero se han puesto más alborotadas, más habladoras y más indiscretas que de costumbre.
         Y en contradicción con este alboroto, esta habladuría y esta indiscreción de las gentes metropolitanas, los políticos se tornan más reticentes, más reservados y más herméticos.
         Para quienes vivimos embargados por nuestra propia curiosidad y solicitados por la curiosidad ajena, es un arduo problema sonsacarles sus opiniones. Y es también casi un problema abordarlos. Los políticos ya no pasan a pie por las calles. Ahora solo pasan en automóvil, en coche o en victoria. En esto, nuestra política ha evolucionado. No se dirá que es una evolución de poca trascendencia.
         El señor Prado y Ugarteche pasa en automóvil. El señor Solar pasa en automóvil. El señor Riva Agüero pasa en automóvil. El señor Miró Quesada pasa en automóvil. ¿Cómo podremos saber lo que dicen el señor Prado y Ugarteche, el señor Solar, el señor Riva Agüero, el señor Miró Quesada, nosotros que los miramos pasar desde la acera?
         El señor Manzanilla pasa, por suerte nuestra, en victoria. La victoria es el carruaje tradicional del señor Manzanilla. Y como el señor Manzanilla es hombre de acendrados hábitos demócratas, la victoria en que él viaja es siempre una victoria de alquiler.
         Nosotros nos salimos de la acera para detener con nuestras voces y nuestros ademanes al señor Manzanilla.
         Y el señor Manzanilla, que es muy amable, hace que su victoria se pare en nuestro obsequio.
         Nosotros le interrogamos:
         —¿Adónde va, usted, señor Manzanilla?
         El señor Manzanilla, que sabe el cariño que nosotros le profesamos, no se sorprende de que le hayamos detenido para pregunta tan trivial, y nos responde:
         —¡A la Cámara de Diputados, amigos míos!
         —¿A reabrirla, señor? ¿Se ha convocado ya a congreso extraordinario?
         —La Cámara de Diputados está abierta siempre, amigos míos. Aunque su funcionamiento es periódico, su majestad es inmanente. Y sus puertas están siempre abiertas para los representantes, para todos los ciudadanos y, especialmente, para ustedes. ¿Quieren venir Uds. conmigo a la Cámara de Diputados, amigos míos?
         —Si no se ha convocado a congreso extraordinario, ¿por qué va usted a la Cámara de Diputados, señor?
         —Soy presidente de la Cámara de Diputados hasta el 27 de julio del año próximo.
         —¿Y todavía cree usted señor que habrá convocatoria?
         —Yo no afirmo. Yo no niego. Yo no prejuzgo. Yo soy un hombre prudente y templado.
         —¿Y si hay convocatoria?
         —Me encontrará en mi puesto. Por eso todos los días voy a la cámara.
         Y luego con un ademán lleno de cortesía:
         —¿No quieren ustedes venirse conmigo, amigos míos
Agradecemos la cortesía y nos despedimos.
         Y detenemos luego al señor Balbuena, que pasa en victoria también. Pero no le interrogamos adónde va. Le decimos tan solo:
         —¡Allí va el señor Manzanilla! ¡Ha hablado con nosotros hace un segundo!
         ¡Apure su victoria y alcanzará a la del señor Manzanilla!
         Y con gran sorpresa nuestra el señor Balbuena nos dice:
         —¡Muchas gracias, amigos míos! ¡Es muy interesante la noticia de ustedes sobre el señor Manzanilla! ¡Pero ahora estoy en gira de candidato! ¡Voy a reunirme con algunos ciudadanos prosélitos míos que me están esperando en actuación solemnísima! ¿Quieren ustedes venirse conmigo?
         —Nosotros solo queremos que usted nos diga si le parece bien que no se convoque a congreso extraordinario.
         —¡Perdón, amigos míos! Yo no opino. Yo ahora no soy sino un candidato. Yo no me pertenezco a mí mismo. ¡Me pertenezco totalmente a mis electores! ¡Yo pienso lo mismo que mis electores! ¡Y mis electores juegan football!
         Y luego:
         —¿Quieren ustedes venirse conmigo, amigos míos?
         Nosotros dejamos al señor Balbuena. Y nos indignamos contra su respuesta. Si para conocer su opinión necesitamos conocer la de todos sus electores, será preciso que hagamos un plebiscito. Y los plebiscitos tienen muy mala historia entre nosotros. Bastará con que evoquemos al del pacto de Ancón y al del proyecto del señor Billinghurst.
         Y pasa más tarde en automóvil el señor García Bedoya. Mas al señor García Bedoya no osamos detenerlo. Si lo detuviéramos, nos diría seguramente que el gobierno no había tenido tiempo para ocuparse del congreso extraordinario, y se alarmaría de nuestro desacato y atrevimiento. Acaso pensaría en que habíamos caído bajo el fuero militar igual que los telegrafistas. Y, seguramente, no nos invitaría a subir a su carruaje diciéndonos como el señor Manzanilla y como el señor Balbuena:
         —¿Quieren ustedes venirse conmigo, amigos míos?


Referencias


  1. Publicado en El Tiempo, Lima, 14 de noviembre de 1916. ↩︎