4.8. El segundón - En el índex

  • José Carlos Mariátegui

El segundón1  

         Del señor don Felipe Pardo y Barreda dijimos un día que era el Mayorazgo de su excelsa familia. Mas no supimos agregar que el señor José Pardo era el Segundón porque no tuvimos rápida cuenta de ello. Aunque parezca absurdo o malévolo afirmaremos que no se nos ocurría que el señor don José Pardo era el Segundón cuando nosotros mismos hablábamos de que el señor don Felipe Pardo era el Mayorazgo. Y es que siempre nos había parecido que el señor don José Pardo, no solo es el primero de los ciudadanos del Perú, el primero de los hombres públicos del Perú, el primero de los magnates del Perú, el primero de los hidalgos del Perú, sino que también es el primero de los señores Pardo y Barreda.
         Pero pronto hemos reparado en el olvido. El señor don José Pardo es el segundo de los señores Pardo y Barreda. Y pues sabemos los derechos que da la primogenitura en las familias blasonadas y en las dinastías tradicionales, nos hemos preguntado:
         —¿Por qué el presidente de la República es el Segundón don José Pardo y no el Mayorazgo don Felipe?
         Y hemos tenido la osadía de pensar que el señor don José Pardo era un usurpador y de persuadirnos de que era imprescindible proclamar una revolución restauradora de los derechos del Mayorazgo. Y hemos reflexionado en la ingratitud del país para la persona del Mayorazgo y en su complicidad para la usurpadora actitud del Segundón.
         La Biblia, que es nuestro libro bien amado y cuyo amor está en nuestro corazón desde los días infantiles en que conocimos la síntesis ingenua, dulce y tímida de la Historia Santa, la Biblia, decimos, ha modificado nuestros pensamientos y nuestras reflexiones. Es que hemos recordado que el incauto y famélico Esaú vendió su primogenitura al predestinado y avizor Jacob por un plato de lentejas. Y es que hemos concebido inmediatamente que también el señor don Felipe Pardo habría vendido sus derechos de Mayorazgo y Primogénito al señor don José.
         Y de esta suerte hemos dialogado con nuestra conciencia:
         —¿A qué precio vendería el señor don Felipe Pardo su primogenitura?
         —Por el bíblico precio del plato de lentejas. O por el criollo precio de un plato de la vianda peruana que llaman “caucau”.
         —No es posible. Ni en el siglo veinte, ni en el que le precedió, es o ha sido posible vender una primogenitura por un plato de lentejas ni por vianda más moderna, plácida y oportuna.
         —Ávidos y glotones siguen siendo los hombres.
         —Mas no cuando pertenecen a tan esclarecidos linajes.
         —¿A qué precio vendería, entonces, el señor don Felipe Pardo su primogenitura? ¿A qué precio renunciaría a su derecho y calidad de Mayorazgo?
         —¿A qué precio? ¿A qué precio?
         Y la interrogación ha quedado insoluta. Si en la edad ingenua y lactante de la humanidad, Esaú, hambriento y fatigado, por un plato de lentejas, cedió el título de Mayorazgo a Jacob, el señor don Felipe Pardo, por más elevada concesión, ha cedido seguramente el mismo título a su hermano José en el siglo de la neurastenia, de la telegrafía sin hilos, del automóvil, del aeroplano, del rádium, del submarino, del conde Zeppelin, del futurismo artístico, del general Von Bernhardi, de la Casa Pathé y de los cañones del 42. Y hecho tan trascendental de la historia del mundo merece ser esclarecido. Así como se narra el pacto entre el palurdo y sencillo Esaú y el hábil e interesado Jacob, habrá que narrar en la posteridad el pacto entre el señor don Felipe Pardo y el señor don José Pardo. Y habrá que decir que el señor don Felipe Pardo fue el Esaú de este siglo veinte de este Perú democrático y de esta América del poeta José Santos Chocano y del sabio Tomás Edison.
         Mas existe un concepto de la Biblia. Un alto concepto de la Exégesis que en tan alto y trascendental análisis conviene tomar en cuenta. Según él, Jacob fue un predestinado. Jacob no fue un avieso. El pacto del plato de lentejas estaba escrito en los destinos de la Humanidad. Y Esaú no fue un glotón, un goloso ni un incauto. Obedeció el mandato supremo. Y Jacob no fue un hermano astuto y malsín. Tuvo una divina predestinación. Surge, en presencia de este elevado concepto bíblico, otro humilde concepto nuestro. ¿No será también un predestinado el señor don José Pardo? Nació Segundón, pero por fuerza del destino tenía que ser el señor de su hermano el Mayorazgo y el señor de todos nosotros los peruanos. Así debemos creerlo. El señor don José Pardo es sin duda alguna un predestinado. Solo por virtud de una predestinación podemos explicarnos que su derecho se superponga al derecho de su ilustre hermano primogénito. Y, si no pensáramos que sería un concepto muy atrevido, agregaríamos que solo por virtud de una predestinación podemos explicarnos que el señor don José Pardo sea presidente de la República.
         El pensamiento reflexivo y austero de que el señor don José Pardo es un predestinado nos sugiere otros pensamientos reflexivos y austeros también y sobre todo congruentes con aquel. Si el señor don José Pardo es presidente por predestinación, grande fue la osadía de quienes en 1904 se opusieron a su candidatura. ¡Cuán grande atrevimiento del honesto repúblico don Nicolás de Piérola! ¡Cuán grande yerro de ese hombre admirable! ¡Cuán impertinente, absurda y anacrónica pretensión la de sus amigos, corifeos y devotos liberales y demócratas! El señor Pardo tenía que ser triunfador en esa época como lo fue en 1915. ¡Audaces los que afirman la eficacia de la complacencia del señor Serapio Calderón, primero, y la eficacia de la complacencia del general Benavides, más tarde! ¡Audaces los que piensan en el éxito de la Convención tripartita! Todo fue predestinación.
         José es nombre de predestinado. José es nombre de bíblica tradición. José llamose el casto varón, hijo de Jacob, que adivinó los sueños del Faraón y a quien el Faraón hizo Superintendente de Egipto en gracia a la adivinanza del misterio de las siete gavillas gordas y de las siete gavillas desmedradas, de las siete vacas opulentas y de las siete vacas canijas. Y José llamose igualmente el prudente y sabio patriarca que fue esposo de María y padre putativo del Mesías. Y solo por un error de partida bautismal llamose Josué y no José el fuerte y austero varón que hizo caer los muros de la ciudad alegre y confiada y que hizo detener el Sol. Los Josées obraron siempre grandes prodigios. Y el señor don José Pardo salva la magnífica tradición de todos los Josées. Lo reconocemos reverentes, humildes, fervorosos, turiferarios, contritos.
         Pero si nos equivocáramos, si el señor don José Pardo, el Segundón ilustre, no hubiese adquirido legalmente los derechos de primogenitura de su hermano el Mayorazgo, resultaría que es un usurpador. Tal como saben las gentes, en las familias dinásticas el Mayorazgo llevaba el título, el Mayorazgo tenía la mayor parte de la hacienda, el Mayorazgo tenía el más alto cargo de la casa. Y el Segundón tenía que buscar en andanzas de amor o de guerra las situaciones que la familia no le daba. El Segundón tenía que buscar matrimonio con princesa primogénita o unigénita para ser a su vez jefe de casa y señor de tierras. Y en la dinástica familia Pardo y Barreda no ocurre lo mismo. El Segundón es presidente de la República. Y el Mayorazgo aspira a la Embajada en Washington o a la Alcaldía de Chorrillos.
         El país está obligado a esclarecer este asunto. El país republicano, democrático y plebeyo, entiende a la verdad poco de estas cuestiones de linajes y títulos. Pero debe examinar la situación legal de esta familia ilustre y esclarecida. Y si el señor don Felipe Pardo no hubiese vendido su calidad al señor don José, el país debía acorrer al Mayorazgo, pelear por él y colocarle en el puesto que tiene el Segundón.
         Tal hicieron siempre los pueblos fieles, respetuosos y sabios en la historia.

En el índex  

         La cólera del director de correos contra nosotros no tiene límites. No se traduce ya únicamente en el gesto ácido y descompuesto para nuestros reporteros y la violenta invectiva privada para nuestro diario. La indignación del coronel Zapata se endereza por caminos de franca y airada hostilidad contra esta pobre hoja y estos pobres escritores que han tenido la mala suerte de perder su gracia.
         Nada más grave podría habernos ocurrido. Perder la gracia del director de Correos y Telégrafos es el colmo de los infortunios. Es exponerse a la incomunicación absoluta. Es exponerse al desamparo popular. Es exponerse al olvido nacional. Es exponerse al fracaso. El altísimo funcionario que tiene en sus manos todos los hilos, todas las postas y todas las valijas de la nación, puede anonadarnos. Es más poderoso que Júpiter porque no necesitará que Vulcano le forje el rayo matador.
         Sentimos casi la misma aflicción que sentiríamos si sobre nosotros, que somos piadosos, humildes y cristianos, cayera la excomunión de la iglesia. La misma aflicción que sentiríamos si nuestro diario pecador fuera puesto en el Index apostólico.
         El coronel Zapata ha ordenado que se suspenda el envío de nuestro diario a todas las oficinas de correos y telégrafos que estaban suscritas a él. Nos ha hecho intempestiva y enérgica notificación de esta medida. Y ha prohibido a todos los empleados de correos y telégrafos que lean nuestro diario. Los mensajeros que portan a las casas los telegramas, esos niños francos y vivarachos, en quienes se concilian la alegría infantil y el grave y austero sentimiento del deber, han escuchado igualmente la disposición imperiosa del coronel Zapata y han escuchado al mismo tiempo la amenaza de multas y de destitución en el caso de contravenirla.
         La voluntad del coronel Zapata no quiere que El Tiempo vuelva a entrar a la casa del Correo. Y no quiere que El Tiempo vuelva a entrar a la casa de sus subordinados. Y no quiere tampoco que las manos y los ojos de sus subordinados se manchen y contaminen adquiriendo y ojeando clandestinamente nuestro periódico. Si el coronel Zapata tuviera potestad para hacerlo, prohibiría de un decreto la circulación de El Tiempo en toda la república.
         Mirando cómo este funcionario acucioso, este caballero amable y este militar de heroicas y esforzadas tradiciones toma posturas coléricas y arbitrarias contra nosotros porque nos hemos atrevido a amparar el derecho de los telegrafistas, pensamos en que nada hay más contagioso que el despotismo y la intemperancia. Engreído, orgulloso y arrogante es el presidente de la República, y engreído, orgulloso y arrogante se siente el director de correos. Y, como el director de Correos, se sienten también engreídos, orgullosos y arrogantes el subprefecto de la serranía, el comisario rural, el amanuense del Juzgado de Paz, el gendarme de la Recaudadora y el pinche de cocina de Palacio. Es un contagio inmediato y fulminante. Un contagio violento. Peor que el de la fiebre tifoidea. Peor que el de la viruela. Peor que el de la bubónica. Y ya sabemos todos la magnitud de sus estragos…


Referencias


  1. Publicado en El Tiempo, Lima, 8 de octubre de 1916. ↩︎