4.27. Apoteosis
- José Carlos Mariátegui
1La ciudad estuvo ayer de luto. Su aspecto fue uncioso, austero, solemne, lacrimoso, recatado. Las gentes se vistieron de negro como en la Semana Santa. Y el recuerdo de un hombre público bienamado y patriota latió en los corazones y en las almas.
Y la política fue respetuosa ante el homenaje y la evocación. Guardó descanso como en las festividades cristianas. Y se vistió también de negro y se llenó también de compunción.
Nosotros, inducidos por nuestra curiosidad periodística que es profana e irrespetuosa aun en los días de duelo nacional, les interrogábamos a las gentes:
—¿Se convocará a congreso extraordinario? ¿Se ha convocado ya?
Y las gentes, que estaban vestidas de negro y tenían toda la gravedad del duelo, nos respondían:
—Hoy no es día de hacer política.
Solo un acontecimiento se ha sustraído a la tristeza y a la compunción de la fecha. Solo un acontecimiento ha sonado en todos los comentarios a pesar del recogimiento y la solemnidad de las ceremonias y los desfiles. Ha sido el triunfo de la minoría en la sesión de antenoche de la Cámara de Diputados.
Ese triunfo ha tenido una repercusión máxima. Y los diputados de la minoría han vivido un instante de suprema apoteosis.
Les asedian las felicitaciones, los cumplidos y los abrazos. Les persiguen los elogios. Les rodean los aplausos.
Y es que el suyo ha sido un triunfo magnífico. Ha burlado todas las expectativas. Ha sobrepasado todos los cálculos. Ha destruido múltiples ilusiones. El partido liberal estaba tan convencido de su imposibilidad que había aceptado el sacrificio de dos de sus suplentes. Lo había aceptado lleno de resignación, de blandura, de humildad, como no nos parece muy justo que corresponda a un partido de revoluciones, de altiveces y de gallardías.
Y el éxito que parecía imposible para el partido liberal y más imposible todavía para su abnegado leader el señor Balbuena—un modelo de desprendimiento y generosidad—, ha sido alcanzado, a pesar de todos los pesimismos, de todos los vaticinios y de todas las negativas, por el grupo obstinado, pertinaz y heroico de la minoría.
La mayoría confiesa el triunfo de sus adversarios. Lo reconoce y lo proclama con hidalguía. Pero le busca apocamientos. Y dice así:
—La minoría ha necesitado pedir el refuerzo del señor Salazar y Oyarzábal.
—Ha triunfado entre gallos y media noche.
—La ciudad no ha asistido, pues, a su triunfo.
—Su triunfo es un triunfo sin testigos.
—Un triunfo de madrugada.
Pero el triunfo sigue indiscutible, enhiesto, arrogante, majestuoso. Lo celebró la minoría en la madrugada de ayer con champaña y con aclamaciones. Lo comentaron ayer las gentes de la ciudad con entusiasmo y fruición. Y el comentario encomiástico y devoto perdurará por muchos días.
Todo el mundo lo ha recibido con satisfacción y alegría. En los únicos en los cuales ha encontrado hostilidad, exasperación y mala cara ha sido en los diputados liberales. La votación victoriosa que decidió la permanencia del señor Castro y del señor Gianolli en sus representaciones, les sacó de sus casillas. Y les indujo al extremo de apostrofar a algunos de sus compañeros civilistas, apenas se produjo, definitiva y sonora. Desde ese momento, la cordialidad entre los civilistas y los liberales de la Cámara de Diputados, ha quedado maltrecha y lastimada.
Tal como hemos dicho, la repercusión de esta victoria ha sido la única repercusión jocunda que ha encontrado cabida en los espíritus en la condolida y enlutada tarde de ayer.
Y la política fue respetuosa ante el homenaje y la evocación. Guardó descanso como en las festividades cristianas. Y se vistió también de negro y se llenó también de compunción.
Nosotros, inducidos por nuestra curiosidad periodística que es profana e irrespetuosa aun en los días de duelo nacional, les interrogábamos a las gentes:
—¿Se convocará a congreso extraordinario? ¿Se ha convocado ya?
Y las gentes, que estaban vestidas de negro y tenían toda la gravedad del duelo, nos respondían:
—Hoy no es día de hacer política.
Solo un acontecimiento se ha sustraído a la tristeza y a la compunción de la fecha. Solo un acontecimiento ha sonado en todos los comentarios a pesar del recogimiento y la solemnidad de las ceremonias y los desfiles. Ha sido el triunfo de la minoría en la sesión de antenoche de la Cámara de Diputados.
Ese triunfo ha tenido una repercusión máxima. Y los diputados de la minoría han vivido un instante de suprema apoteosis.
Les asedian las felicitaciones, los cumplidos y los abrazos. Les persiguen los elogios. Les rodean los aplausos.
Y es que el suyo ha sido un triunfo magnífico. Ha burlado todas las expectativas. Ha sobrepasado todos los cálculos. Ha destruido múltiples ilusiones. El partido liberal estaba tan convencido de su imposibilidad que había aceptado el sacrificio de dos de sus suplentes. Lo había aceptado lleno de resignación, de blandura, de humildad, como no nos parece muy justo que corresponda a un partido de revoluciones, de altiveces y de gallardías.
Y el éxito que parecía imposible para el partido liberal y más imposible todavía para su abnegado leader el señor Balbuena—un modelo de desprendimiento y generosidad—, ha sido alcanzado, a pesar de todos los pesimismos, de todos los vaticinios y de todas las negativas, por el grupo obstinado, pertinaz y heroico de la minoría.
La mayoría confiesa el triunfo de sus adversarios. Lo reconoce y lo proclama con hidalguía. Pero le busca apocamientos. Y dice así:
—La minoría ha necesitado pedir el refuerzo del señor Salazar y Oyarzábal.
—Ha triunfado entre gallos y media noche.
—La ciudad no ha asistido, pues, a su triunfo.
—Su triunfo es un triunfo sin testigos.
—Un triunfo de madrugada.
Pero el triunfo sigue indiscutible, enhiesto, arrogante, majestuoso. Lo celebró la minoría en la madrugada de ayer con champaña y con aclamaciones. Lo comentaron ayer las gentes de la ciudad con entusiasmo y fruición. Y el comentario encomiástico y devoto perdurará por muchos días.
Todo el mundo lo ha recibido con satisfacción y alegría. En los únicos en los cuales ha encontrado hostilidad, exasperación y mala cara ha sido en los diputados liberales. La votación victoriosa que decidió la permanencia del señor Castro y del señor Gianolli en sus representaciones, les sacó de sus casillas. Y les indujo al extremo de apostrofar a algunos de sus compañeros civilistas, apenas se produjo, definitiva y sonora. Desde ese momento, la cordialidad entre los civilistas y los liberales de la Cámara de Diputados, ha quedado maltrecha y lastimada.
Tal como hemos dicho, la repercusión de esta victoria ha sido la única repercusión jocunda que ha encontrado cabida en los espíritus en la condolida y enlutada tarde de ayer.
Referencias
-
Publicado en El Tiempo, Lima, 27 de octubre de 1916. ↩︎