3.13. El Mayorazgo - Discurso y whisky
- José Carlos Mariátegui
El Mayorazgo1
En la aristocrática familia Pardo, era hasta ayer el señor don Felipe, miembro poco definido y representativo. Caballero y arrogante como todos los nobles individuos de tan esclarecido linaje, el señor don Felipe no había adquirido una fisonomía pública que le singularizase y personalizase de manera inconfundible. Y se encontraba en situación de desigualdad visible respecto de sus hermanos. Todos ellos tienen más o menos determinados y conocidos los relieves de una personalidad distinta. El señor don José Pardo es el político y el presidente de la república en la familia. El señor don Juan tiene definidas sus actitudes bizarras de galantuomo hasta en la sonora eufonía de su “don Juan” familiar, y en sus recomendables y genuinas condiciones para la presidencia vitalicia del Club Nacional. El señor don Luis es el depositario de la energía industrial y economista de la familia. El señor don Enrique representa la tradición hidalga de la estirpe y del apellido. Y ocurría que el señor don Felipe no se encontraba bien caracterizado, a pesar de sus excelsos títulos de mayorazgo. Tan indecisa estaba su fisonomía pública que se discutía entre elegirle alcalde de Chorrillos y nombrarle ministro plenipotenciario del Perú en los Estados Unidos. La duda no podía ser más grave.
Pero ya ha encontrado el señor don Felipe Pardo una orientación definitiva de su personalidad y de su fisonomía. Y es una orientación que sienta admirablemente a su calidad de mayorazgo de la familia Pardo. Inquirió el señor Pardo cuál era la más noble y más distinguida preocupación de un mayorazgo aristócrata, rico y gentil. Y le dijeron que era la de coleccionista de antigüedades y obras de arte. Y le exaltaron las bellezas y el buen gusto de tan esnobista y selecto empeño. Y le convencieron. El señor Pardo tuvo, sin embargo, un momento de vacilación al oír pronunciar la palabra anticuario, que no le pareció bastante eufónica y plácida. E interrogó:
—¿Pero no es también anticuario el señor Corbacho?
Mas le respondieron:
—Cierto. Solo que el señor Corbacho es un anticuario por profesión y por tendencia científica. Usted sería un anticuario por elegante diletantismo. Lo que en él es “una chifladura”, en usted sería “un adorno”. Y el señor Corbacho, además de anticuario, es quiromante y teosofista y sabe leer el destino en las rayas de la mano, lo cual no es de buen tono.
Y luego tuvieron un argumento de decisiva eficacia:
—Tan selecta es la calidad de coleccionista que el Sr. Prado y Ugarteche vive engreído de tenerla.
Entonces el señor Pardo preguntó:
—¿El señor Prado y Ugarteche es anticuario? Y le contestaron:
—Sí: y de muy gentil linaje.
El señor don Felipe Pardo resolvió inmediatamente hacerse coleccionista de antigüedades y obras de arte. Seguro de que su hermano don Juan derrotaría al señor Prado en la jefatura del partido civil, se dispuso a derrotarlo a su turno como aristocrático anticuario. Y se refocilaba al considerar que de esta suerte iba a adquirir título de aristócrata de buen tono.
Desde entonces el señor Pardo no tiene otra preocupación que la de adquirir antigüedades de todas estirpes. Buscándolas, visita los establecimientos que en ellas comercian. En todos los establecimientos hace cotidianas compras. Y visita también las casas de sus amigos que supone ricas en rarezas arqueológicas. Y hace que se propale la voz de que está formando un museo. Y registra las habitaciones más olvidadas de su mansión para ver si descubre en ellas un mueble o un utensilio de catadura histórica.
Su casa es un jubileo de gentes que acuden a ofrecerle antigüedades. Y entre las gentes que se las brindan y el flamante y noble coleccionista se suscitan diálogos interesantes.
Los hay de esta clase:
—¿Qué importancia tiene esta taza con el asa rota?
—Fue del uso personal del Virrey de Montes Claros. Como ha trascurrido tanto tiempo se le ha roto la “oreja” (Será preciso advertir que quien hacía la oferta no era por supuesto el señor Gamarra).
Y hay preguntas y respuestas análogas a las siguientes:
—¿Qué mérito tiene este chapín?
—Lo llevó puesto tres días seguidos la Perricholi.
—No me parece propio de un gentilhombre adquirir una prenda de tan deshonesta dama.
Y también se dialoga así:
—¿Por cuál motivo me ofrece usted este anillo de platino?
—Perteneció al cardenal Cisneros.
—En aquella época no se encontraba de moda el platino.
Y hay ofertas como las siguientes:
—Este amuleto fue del uso personal del inca Pachacútec.
—Esta silla propició las últimas meditaciones del Marqués Pizarro. El Marqués acostumbraba apoyarse en el brazo izquierdo. Por eso es que el dorado de este brazo se encuentra aún maltrecho.
—Este es un objeto de Pompeya. Las pequeñas huellas de ceniza que se advierten en sus ranuras son huellas de lava del volcán.
—Esta hacha parece que fue hecha por los indios a imitación de una del uso privado de Atahualpa.
Pero cuando las ofertas resultan eficaces, es cuando tienen una adición así que basta para determinar al señor don Felipe Pardo:
—El señor Prado y Ugarteche se interesa en realizar la adquisición…
Esta advertencia resuelve siempre al señor Pardo. Supo hace muy poco que el señor Prado había adquirido un cuadro del pintor peruano Campos. El señor Pardo buscó enseguida otro cuadro del mismo pintor y lo adquirió a crecido precio. Y por el estilo conocemos muchos casos análogos. Noticia detallada de las compras del señor Pardo en distintos establecimientos de antigüedades existe en nuestro poder. Pero no es discreto ni serio que la entreguemos a la malicia e irreverencia del conocimiento público. Nuestro deseo es solo descubrir un nuevo e interesante aspecto de la fisonomía pública del señor don Felipe Pardo a fin de que el país tenga para él un legítimo título de admiración y respeto.
Porque ya el señor Pardo no piensa sino en las antigüedades. Los libros de arqueología constituyen su más amada lectura. Los huacos son sus mejores amigos. Las suntuosas reliquias coloniales le maravillan. Las porcelanas históricas le enamoran. Los cuadros le cautivan. Y sobre todo le sugestionan las armaduras, las panoplias, los petos, las corazas y los lanzones. Su incipiente y joven museo le hace amar los tiempos medioevales. Le hace aprenderse de memoria las historias de las cruzadas. Y las leyendas de la adusta y denodada caballería.
Y acaso, en la intimidad de sus horas solariegas, el ilustre mayorazgo de la familia Pardo se arma caballero, se viste de cota y cimera, se pone casco y careta y empuña lanzón en una mano y escudo en la otra. Y de esta guisa se pasea con un bronco y agrio rumor de armaduras y corazas.
Y en esto sí no imita seguramente al Sr. Prado y Ugarteche. El procedimiento es original y personalísimo…
Pero ya ha encontrado el señor don Felipe Pardo una orientación definitiva de su personalidad y de su fisonomía. Y es una orientación que sienta admirablemente a su calidad de mayorazgo de la familia Pardo. Inquirió el señor Pardo cuál era la más noble y más distinguida preocupación de un mayorazgo aristócrata, rico y gentil. Y le dijeron que era la de coleccionista de antigüedades y obras de arte. Y le exaltaron las bellezas y el buen gusto de tan esnobista y selecto empeño. Y le convencieron. El señor Pardo tuvo, sin embargo, un momento de vacilación al oír pronunciar la palabra anticuario, que no le pareció bastante eufónica y plácida. E interrogó:
—¿Pero no es también anticuario el señor Corbacho?
Mas le respondieron:
—Cierto. Solo que el señor Corbacho es un anticuario por profesión y por tendencia científica. Usted sería un anticuario por elegante diletantismo. Lo que en él es “una chifladura”, en usted sería “un adorno”. Y el señor Corbacho, además de anticuario, es quiromante y teosofista y sabe leer el destino en las rayas de la mano, lo cual no es de buen tono.
Y luego tuvieron un argumento de decisiva eficacia:
—Tan selecta es la calidad de coleccionista que el Sr. Prado y Ugarteche vive engreído de tenerla.
Entonces el señor Pardo preguntó:
—¿El señor Prado y Ugarteche es anticuario? Y le contestaron:
—Sí: y de muy gentil linaje.
El señor don Felipe Pardo resolvió inmediatamente hacerse coleccionista de antigüedades y obras de arte. Seguro de que su hermano don Juan derrotaría al señor Prado en la jefatura del partido civil, se dispuso a derrotarlo a su turno como aristocrático anticuario. Y se refocilaba al considerar que de esta suerte iba a adquirir título de aristócrata de buen tono.
Desde entonces el señor Pardo no tiene otra preocupación que la de adquirir antigüedades de todas estirpes. Buscándolas, visita los establecimientos que en ellas comercian. En todos los establecimientos hace cotidianas compras. Y visita también las casas de sus amigos que supone ricas en rarezas arqueológicas. Y hace que se propale la voz de que está formando un museo. Y registra las habitaciones más olvidadas de su mansión para ver si descubre en ellas un mueble o un utensilio de catadura histórica.
Su casa es un jubileo de gentes que acuden a ofrecerle antigüedades. Y entre las gentes que se las brindan y el flamante y noble coleccionista se suscitan diálogos interesantes.
Los hay de esta clase:
—¿Qué importancia tiene esta taza con el asa rota?
—Fue del uso personal del Virrey de Montes Claros. Como ha trascurrido tanto tiempo se le ha roto la “oreja” (Será preciso advertir que quien hacía la oferta no era por supuesto el señor Gamarra).
Y hay preguntas y respuestas análogas a las siguientes:
—¿Qué mérito tiene este chapín?
—Lo llevó puesto tres días seguidos la Perricholi.
—No me parece propio de un gentilhombre adquirir una prenda de tan deshonesta dama.
Y también se dialoga así:
—¿Por cuál motivo me ofrece usted este anillo de platino?
—Perteneció al cardenal Cisneros.
—En aquella época no se encontraba de moda el platino.
Y hay ofertas como las siguientes:
—Este amuleto fue del uso personal del inca Pachacútec.
—Esta silla propició las últimas meditaciones del Marqués Pizarro. El Marqués acostumbraba apoyarse en el brazo izquierdo. Por eso es que el dorado de este brazo se encuentra aún maltrecho.
—Este es un objeto de Pompeya. Las pequeñas huellas de ceniza que se advierten en sus ranuras son huellas de lava del volcán.
—Esta hacha parece que fue hecha por los indios a imitación de una del uso privado de Atahualpa.
Pero cuando las ofertas resultan eficaces, es cuando tienen una adición así que basta para determinar al señor don Felipe Pardo:
—El señor Prado y Ugarteche se interesa en realizar la adquisición…
Esta advertencia resuelve siempre al señor Pardo. Supo hace muy poco que el señor Prado había adquirido un cuadro del pintor peruano Campos. El señor Pardo buscó enseguida otro cuadro del mismo pintor y lo adquirió a crecido precio. Y por el estilo conocemos muchos casos análogos. Noticia detallada de las compras del señor Pardo en distintos establecimientos de antigüedades existe en nuestro poder. Pero no es discreto ni serio que la entreguemos a la malicia e irreverencia del conocimiento público. Nuestro deseo es solo descubrir un nuevo e interesante aspecto de la fisonomía pública del señor don Felipe Pardo a fin de que el país tenga para él un legítimo título de admiración y respeto.
Porque ya el señor Pardo no piensa sino en las antigüedades. Los libros de arqueología constituyen su más amada lectura. Los huacos son sus mejores amigos. Las suntuosas reliquias coloniales le maravillan. Las porcelanas históricas le enamoran. Los cuadros le cautivan. Y sobre todo le sugestionan las armaduras, las panoplias, los petos, las corazas y los lanzones. Su incipiente y joven museo le hace amar los tiempos medioevales. Le hace aprenderse de memoria las historias de las cruzadas. Y las leyendas de la adusta y denodada caballería.
Y acaso, en la intimidad de sus horas solariegas, el ilustre mayorazgo de la familia Pardo se arma caballero, se viste de cota y cimera, se pone casco y careta y empuña lanzón en una mano y escudo en la otra. Y de esta guisa se pasea con un bronco y agrio rumor de armaduras y corazas.
Y en esto sí no imita seguramente al Sr. Prado y Ugarteche. El procedimiento es original y personalísimo…
Discurso y whisky
Día a día, como dicen los sueltos editoriales de la prensa seria, nos vamos convenciendo de que el señor Macedo es mucho más temible de lo que se nos ocurría. Ya no son solo preocupaciones vehementes suyas la Academia Nacional de Música, las retretas, las bandas del ejército, la dirección de correos y telégrafos, los asuntos de Chincha Alta y las aspiraciones de Chincha Baja. Una nueva preocupación ha embargado el ánimo ecléctico, sospechoso y reticente del señor Macedo. El señor Macedo ha emprendido violenta campaña contra el alcohol. Y dice diatribas contra la licenciosa y fea costumbre del aperitivo y del “pousse café”.
Antier inició el señor Macedo su nueva y original campaña. La inició sin darle aviso a nadie y con sorpresa de todos. Todos se preguntaban:
—¿Por qué ha asumido el señor Macedo una actitud tan inesperada, insólita y repentina?
Y buscaban intención recóndita a sus discursos. Y como el espíritu de la cámara es tan aguzado y avizor, descubrió prontamente una extraña proyección a la campaña del señor Macedo. Hace mucho tiempo que el señor Macedo es el origen de todos los insomnios del señor Moreno. Hace mucho tiempo que el señor Macedo es el único motivo de los malestares físicos y espirituales del señor Moreno. Hace mucho tiempo que el señor Moreno no encuentra ni siquiera placidez y regalo en sus vacaciones parlamentarias, porque tras él, o antes que él, se dirige también a Chincha el señor Macedo. Y el señor Macedo, con maligno empeño, conspira en el cabildo, se conchaba en la rebotica, intriga en el club de tiro al blanco, agita a la parroquia de los bares y conmueve los ánimos de la feligresía. El señor Moreno, indignado, tiene entonces una exclamación que es muy análoga a la que emplea cuando, enamoradizo y malsín palurdo, corteja a la chola y acuciosa sirvienta:
—¡Este hombre me está “inquietando”, Chincha!
Ahora el señor Macedo ha encontrado un flamante y tortuoso método de herir los intereses y conveniencias del señor Moreno. El señor Moreno es vinicultor. Poderoso y progresista en su comercio de vinos, mostos y licores de distintas y clasificadas estirpes. El señor Macedo ataca el alcoholismo y aspira a que se tarife con toda dureza los gravámenes a los alcoholes, a fin de atenuar en lo posible su consumo. Ataca, pues, la industria del señor Moreno. La ataca indirectamente. La ataca con alevosía y sobre seguro, porque el señor Moreno no podría nunca controvertirle sin que el señor Macedo le replicase:
—¡Su señoría no puede terciar en esta parte! ¡Su señoría es parte interesada! ¡Su señoría hace vino!
El Sr. Macedo descubría antier su empeño con pleno regocijo y francos alardes. Hacía violentas frases contra el alcoholismo y afirmaba que si no era detenido arruinaría al país irremediablemente. La cámara se consternaba. Y el señor Macedo proseguía así:
—¡El mal nacional es el alcoholismo! ¡Incautos y engañados los que bebéis en las comidas mestizo Ocucajeojocundo Burdeos! ¡Incautos y engañados los que jugáis al cachito, antes de ellas, un bitter batido o un cocktail análogo! La muerte os acecha con sombrías e inadecuadas intenciones. ¡Pueril esfuerzo el del Sr. Pardo al perseguir el opio! Apenas si se envenenan con tan sucia droga feísimos y desmedrados chinos y necios e inexpertos “hijos del país”. ¡Combatamos el alcoholismo! ¡Nada de Champaña, nada de Chateaux, nada de vino Ocucaje, nada de vino de Chincha!
Y en este punto se detenía y se enjugaba el rostro con el pañuelo, para mirar de soslayo al señor Moreno. Luego proseguía:
—¡Pongamos término a esta dolencia nacional! ¡Evitemos la degeneración de la raza! Y antes de tolerar nuestro envenenamiento con vinos y licores importados y nacionales, prefiramos la resurrección de la chicha aborigen y sabrosa. Pero persigamos el alcohol y sobre todo persigamos a los que en él especulan. ¡Persigamos sin tregua a tan innoble casta de traficantes! ¡Pensemos que son como los mercaderes del templo salomónico!
Y luego hacía una pausa. Consentía una interrupción. Se acercaba a él un conserje, azuzado tal vez por un diputado malicioso e irónico. Y se acercaba para preguntarle al señor Macedo, como preguntan siempre los conserjes a los oradores en las treguas de sus discursos:
—Señor, ¿le traigo “algo”?
Y el señor Macedo, irreflexiva e ingenuamente, le respondía con presteza y a la sordina:
—Sí. ¡Tráeme un whisky!
Y continuaba de esta manera:
—Convengamos en que es muy innoble y deplorable el hábito de usar bebida alcohólica…
Mas luego le ofrecían sobre una vulgar bandeja el imprudente vaso de whisky. Y el señor Macedo comprendía el contraste. Se aterraba ante su situación. Y retiraba consternado su pedido. Era grande la contrición de su conciencia y era acerba la certidumbre del pecado…
Antier inició el señor Macedo su nueva y original campaña. La inició sin darle aviso a nadie y con sorpresa de todos. Todos se preguntaban:
—¿Por qué ha asumido el señor Macedo una actitud tan inesperada, insólita y repentina?
Y buscaban intención recóndita a sus discursos. Y como el espíritu de la cámara es tan aguzado y avizor, descubrió prontamente una extraña proyección a la campaña del señor Macedo. Hace mucho tiempo que el señor Macedo es el origen de todos los insomnios del señor Moreno. Hace mucho tiempo que el señor Macedo es el único motivo de los malestares físicos y espirituales del señor Moreno. Hace mucho tiempo que el señor Moreno no encuentra ni siquiera placidez y regalo en sus vacaciones parlamentarias, porque tras él, o antes que él, se dirige también a Chincha el señor Macedo. Y el señor Macedo, con maligno empeño, conspira en el cabildo, se conchaba en la rebotica, intriga en el club de tiro al blanco, agita a la parroquia de los bares y conmueve los ánimos de la feligresía. El señor Moreno, indignado, tiene entonces una exclamación que es muy análoga a la que emplea cuando, enamoradizo y malsín palurdo, corteja a la chola y acuciosa sirvienta:
—¡Este hombre me está “inquietando”, Chincha!
Ahora el señor Macedo ha encontrado un flamante y tortuoso método de herir los intereses y conveniencias del señor Moreno. El señor Moreno es vinicultor. Poderoso y progresista en su comercio de vinos, mostos y licores de distintas y clasificadas estirpes. El señor Macedo ataca el alcoholismo y aspira a que se tarife con toda dureza los gravámenes a los alcoholes, a fin de atenuar en lo posible su consumo. Ataca, pues, la industria del señor Moreno. La ataca indirectamente. La ataca con alevosía y sobre seguro, porque el señor Moreno no podría nunca controvertirle sin que el señor Macedo le replicase:
—¡Su señoría no puede terciar en esta parte! ¡Su señoría es parte interesada! ¡Su señoría hace vino!
El Sr. Macedo descubría antier su empeño con pleno regocijo y francos alardes. Hacía violentas frases contra el alcoholismo y afirmaba que si no era detenido arruinaría al país irremediablemente. La cámara se consternaba. Y el señor Macedo proseguía así:
—¡El mal nacional es el alcoholismo! ¡Incautos y engañados los que bebéis en las comidas mestizo Ocucajeojocundo Burdeos! ¡Incautos y engañados los que jugáis al cachito, antes de ellas, un bitter batido o un cocktail análogo! La muerte os acecha con sombrías e inadecuadas intenciones. ¡Pueril esfuerzo el del Sr. Pardo al perseguir el opio! Apenas si se envenenan con tan sucia droga feísimos y desmedrados chinos y necios e inexpertos “hijos del país”. ¡Combatamos el alcoholismo! ¡Nada de Champaña, nada de Chateaux, nada de vino Ocucaje, nada de vino de Chincha!
Y en este punto se detenía y se enjugaba el rostro con el pañuelo, para mirar de soslayo al señor Moreno. Luego proseguía:
—¡Pongamos término a esta dolencia nacional! ¡Evitemos la degeneración de la raza! Y antes de tolerar nuestro envenenamiento con vinos y licores importados y nacionales, prefiramos la resurrección de la chicha aborigen y sabrosa. Pero persigamos el alcohol y sobre todo persigamos a los que en él especulan. ¡Persigamos sin tregua a tan innoble casta de traficantes! ¡Pensemos que son como los mercaderes del templo salomónico!
Y luego hacía una pausa. Consentía una interrupción. Se acercaba a él un conserje, azuzado tal vez por un diputado malicioso e irónico. Y se acercaba para preguntarle al señor Macedo, como preguntan siempre los conserjes a los oradores en las treguas de sus discursos:
—Señor, ¿le traigo “algo”?
Y el señor Macedo, irreflexiva e ingenuamente, le respondía con presteza y a la sordina:
—Sí. ¡Tráeme un whisky!
Y continuaba de esta manera:
—Convengamos en que es muy innoble y deplorable el hábito de usar bebida alcohólica…
Mas luego le ofrecían sobre una vulgar bandeja el imprudente vaso de whisky. Y el señor Macedo comprendía el contraste. Se aterraba ante su situación. Y retiraba consternado su pedido. Era grande la contrición de su conciencia y era acerba la certidumbre del pecado…
Referencias
-
Publicado en El Tiempo, Lima, 13 de septiembre de 1916. ↩︎