2.26. Vuelve el tinglado - Retreta - Claudicación

  • José Carlos Mariátegui

Vuelve el tinglado1  

         Se va el gabinete. Se va porque lo ha resuelto el señor Pardo. En el Perú, bajo este régimen, no puede producirse un suceso sino cuando lo resuelve el señor Pardo. Las situaciones políticas, los cambios de gabinete y las actitudes internacionales dependen absolutamente del señor Pardo. La voluntad del señor Pardo es el péndulo de la vida nacional. Y es milagro que se hayan sustraído irreverentemente a ella los cambios atmosféricos y las avenidas de los ríos.
         Ocurre en este caso, sin embargo, que la voluntad del señor Pardo no ha sido decisiva. Hace tiempo que el señor Pardo pensaba en que debía cambiar de gabinete, pero quería colaboradores de importancia. Quería un gabinete luminoso y decorativo. Quería nombres resonantes. Quería confundir a la opinión pública con un gabinete de personalidades del civilismo. Y el civilismo estaba desconcertado y anarquizado. Y, desde la penumbra o desde Chosica, lo manejaba el señor don Javier Prado y Ugarteche. La voluntad del señor Pardo ha necesitado, pues, la colaboración de la voluntad del señor Prado y Ugarteche. Y esto podría ser un síntoma de decadencia de la voluntad del señor Pardo. Parece como si se sintiera achacosa y enferma y se apoyase en un bastón.
         El señor Prado y Ugarteche, que sabía que el señor Pardo lo necesitaba, no quería abandonar Chosica. En Chosica recibía a sus amigos. En Chosica conocía los sucesos. En Chosica leía los periódicos. En Chosica gozaba las satisfacciones de la vida tranquila, serena, apacible, aldeana y dulce. Se apaciguaban sus nervios. Se serenaban sus inquietudes. Se dormían sus ímpetus. Se restablecía su salud. Se le abría el apetito.
         Y el señor Prado y Ugarteche se obstinaba en no venir a Lima. Sabía que el señor Pardo necesitaría ir a buscarlo a Chosica. Conocía la intimidad y la trastienda de la política. Y se arrellanaba en una mecedora para leer a Fray Luis de León. Fray Luis de León en la página abierta del libro del señor Prado y Ugarteche, decía casi siempre: “Qué descansada vida…” El señor Prado y Ugarteche tiene un espíritu delicado, fino y accesible a la emoción poética.
         Y los cálculos del señor Prado y Ugarteche no han fallado. El señor Prado y Ugarteche sabe mirar el porvenir. Es un vidente. Y mira el porvenir no en la palma de la mano que es muy vulgar, sino en el horizonte geórgico de una aldea, que es muy poético.
         El señor Pardo ha llamado al señor Prado y Ugarteche. Le ha mimado, le ha engreído, le ha hecho fiestas. Y lo ha convencido de que debe ayudarlo y acompañarlo. Y el señor Prado y Ugarteche, que es muy generoso y muy bueno, se ha dejado convencer por el señor Pardo. Ha sido la suya la concesión plácida de la niña que espera alegremente la confesión del galán.
         Todo vuelve a ser paz y armonía entre los príncipes cristianos. El señor Pardo y el señor Prado, que tienen apellidos un poco afines, han celebrado alianza. Se han dado la mano. Y la salud de la República se ha salvado. Un apretón de manos de dos personalidades tan excelsas como el señor Pardo y el señor Prado basta para hacer la felicidad de la patria.
         Y hay todavía ilusos y pobres diablos que creen que es muy difícil y casi inaccesible la felicidad de la patria…

Retreta  

         Ayer hubo retreta en la Plaza de la Inquisición. De esta tarde parlamentaria podría decirse que fue amenizada por una banda de músicos.
         En la cámara de diputados encontramos un interesante debate, en tanto que en la Plaza de la Inquisición la orquesta entretenía a guachafitas, ociosos y granujas.
         Con tales atributos exteriores, podía haberse esperado que la sesión de la cámara de diputados fuese completamente lírica. Pero no lo fue. El debate del diario de los debates y la resurrección del debate de las concesiones de terrenos de montaña, pusieron las notas más prosaicas y menos acordes con el lirismo cosmopolita de la retreta.
         Y hubo interesantes conjunciones entre la armonía de los discursos y la armonía de las piezas musicales.
         El señor Secada ponía el grito en el cielo contra la “lista negra” y contra la Gran Bretaña.
         Y la banda de músicos tocaba un one step.
         El señor Borda definía el altísimo concepto de las minorías en orden a las economías fiscales.
         Y la banda de músicos tocaba la “Viuda Alegre”.
         El señor Vivanco decía argumentos tremendos sobre las concesiones de terrenos de montaña.
         Y la banda de músicos tocaba el “Bolondrón”.
         El señor Salazar y Oyarzábal exponía un grave y dogmático fundamento de voto.
         Y la banda de músicos tocaba el “Ven y Ven”.
         El señor Tudela y Varela, en postura de leader grande, proclamaba las responsabilidades de la mayoría.
         Y la banda de músicos tocaba la “Canción de Pierrot”.
         El señor Torres Balcázar proponía que se trasladase a la cámara de diputados todo el archivo del ministerio de fomento.
         Y la banda de músicos tocaba “La Princesa del Dollar”.
         El señor Grau hacía un discurso de sonora elocuencia.
         Y la banda de músicos tocaba el “Marchosito”.
         El señor Abelardo Gamarra elogiaba el patriotismo de un acuerdo.
         Y la banda de músicos tocaba una marinera.
         La sesión fue animada, nerviosa, interesante, plácida y amable. Tuvo múltiples matices. Hubo en ella, desde lo más trascendental hasta lo más superfluo. Desde un acuerdo, propuesto por el Sr. Secada, que es en el fondo un recado político al jefe del gabinete, hasta un acuerdo de reapertura de las interpelaciones al ministro de fomento que devuelve al señor Balta el derecho y la obligación de pronunciar un notable discurso sobre la selva virgen.
         El señor Torres Balcázar y el señor Manzanilla, por animar la sesión tuvieron un diálogo sabrosísimo.
         El señor Torres Balcázar reclamaba:
         —Pido la palabra.
         Y el señor presidente le replicaba:
         —No hay nada en debate.
         Y el señor Torres Balcázar seguía reclamando y el señor presidente contradiciéndole:
         —Yo necesito decir dos palabras.
         —Yo no puedo consentirlo.
         —V. E. debe ser más galante.
         —El reglamento me lo impide.
         —Estire V. E. el reglamento.
         —El reglamento es inflexible.
         Y el señor Torres Balcázar hallaba un asidero inteligente:
         —¿Y el reglamento no me permite fundar mi voto?
         Y el señor Manzanilla consentía entonces:
         —El reglamento le permite a U. S. fundar su voto y a mí me es muy grato y honroso escucharlo.
         Y se sonreía.
         La banda de músicos seguía interpretando a Quinito Valverde, a Franz Lehar y a Leo Fall.
         El único desesperado y aburrido era el señor Macedo. El señor Macedo no toleraba las indiscreciones de la retreta. Se decía que sin duda alguna había sido enviada por el ministro de guerra a solicitud del señor Moreno. Y como su señoría no transige jamás con la música, se indignaba terriblemente. Y se abstenía de hacer uso de la palabra. Pero no se atrevía a dejar el parlamento, por temor de que a la salida la banda de músicos lo confundiese con los sones de una armonía inconcebible y procaz.
         Una retreta más matará al señor Macedo.

Claudicación  

         El señor don Juan Francisco Ramírez es una de las personalidades más esclarecidas del parlamento. Su apellido es muy noble apellido. Y esto no lo afirmamos solamente nosotros. También lo afirmó Eça de Queiroz cuando comprendiendo la aristocracia y el linaje del apellido escribió La ilustre casa de los Ramírez. No estamos seguros de que el señor Ramírez lea a Eça de Queiroz. Y, naturalmente, no estamos seguros tampoco de que el señor Ramírez nos lea. Pero nosotros nos sentimos obligados a hacer el elogio del apellido del señor Ramírez.
         Tan esclarecida es la personalidad del señor Ramírez que sustituye en la cámara de diputados al señor don Mariano Nicolás Valcárcel. Su inmortalidad está pues asegurada. Cuando la historia diga la actuación parlamentaria del señor don Mariano Nicolás Valcárcel tendrá, probablemente, esta apostilla: “Y los pueblos de Camaná eligieron entonces para reemplazarle en la diputación al señor don Juan Francisco Ramírez”.
         El señor Ramírez es un enemigo de la oratoria, posiblemente por que ha reemplazado al señor don Mariano Nicolás Valcárcel. Cree que la oratoria es absolutamente odiosa e inútil. No concibe que existan gentes que se entusiasmen con ella. No comprende cómo el señor Valcárcel teniendo tanto talento ha podido ser orador. No perdona al señor Víctor Andrés Belaunde sus entusiasmos retóricos. Y, terminantemente, rotundamente, se niega a admirar al señor Cornejo. Y si simpatiza con el señor Manzanilla es porque sabe que es persona amable e inteligente y porque sabe que es leader y presidente de la cámara. Desdeña su calidad de orador.
         Si el parlamento fuese razonable y comprensivo para las iniciativas originales, el señor Ramírez presentaría un proyecto suprimiendo los discursos en las cámaras o reduciéndolos a determinados días. Un proyecto que señalase días de discursos como los cinemas días de moda. El señor Ramírez tendría el cuidado de no asistir esos días al parlamento. Casi nos consta que su señoría ha expuesto esta idea a varios diputados que, por supuesto, la han encontrado muy interesante. Y que hasta lo han estimulado para que la presente. Pero el señor Ramírez no quiere exponerse a que una honesta iniciativa suya fracase por escasa comprensión de la cámara. Y sobre todo le detiene la necesidad en que estaría de pronunciar un discurso fundándola. Esta es una razón definitiva para el señor Ramírez.
         Hace varios años que es diputado el señor Ramírez. Y durante ellos no ha incurrido nunca en el que para él es grave pecado de pronunciar un discurso. Nunca ha hecho uso de la palabra. Nunca. Habría sido para él un cargo de conciencia. Ha querido ser el único diputado que no pronunciase jamás un discurso. Y no ha sido porque su señoría no se haya preocupado del bienestar de su provincia. Ha trabajado siempre por ella. Ha luchado siempre por ella. Pero sus esfuerzos se han concretado a gestiones particulares o a proyectos y proposiciones escritas. Como la cámara sabe que su señoría tiene mucha razón, no ha osado nunca discutirle.
         Pero, irrespetuosa e irreverente con la indeclinable resolución del señor Ramírez, surgió hace días en un grupo travieso la idea de obligarle a hablar.
         El señor Basadre había preguntado:
         —¿Cuál es el colmo del parlamentarismo?
         Y los diputados se daban por vencidos como los chicos con las adivinanzas Entonces el señor Basadre sonriente decía:
         —¡Hacer que el señor Ramírez pronuncie un discurso!
         Y el señor Secada, que no cree nada imposible y que gusta de los raros empeños, exclamaba:
         —¡Yo me comprometo a conseguirlo!
         Y, efectivamente, el señor Secada, ha logrado que el señor Ramírez pronuncie un discurso. Hizo un pedido hablando muy mal de un gobernador de Camaná. Y solicitando que lo echasen a la calle.
         Y el señor Ramírez no podía consentir que se cometiese una injusticia. Pensó horrorizado que su silencio podía permitirla. Al siguiente día pidió la palabra. Y se puso de pie para defender al gobernador. Dijo que era un alma de Dios. Una autoridad ejemplar. El señor Secada se moría de risa.
         Y luego el señor Vivanco, por imitar al señor Secada, hizo otro pedido contra el cura de Camaná. El señor Ramírez tuvo que pronunciar un segundo discurso refutándolo. Y fue todo un suceso. La cámara asistió emocionada a los discursos del señor Ramírez. Hubo enorme sensación. Y fue toda una revelación la del señor Ramírez. El señor Ramírez es un orador, sencillo, diáfano, expresivo y sustancioso. Su palabra es discreta. Y su ademán es mesurado. Los diputados han felicitado entusiastas al señor Ramírez.
         Pero el señor Ramírez está consternado. No le perdona al señor Secada la travesura. Siente toda la gravedad de su renuncia. Tiene remordimientos terribles. Y dice, completamente afligido:
         —Ha sido una claudicación…


Referencias


  1. Publicado en El Tiempo, Lima, 26 de agosto de 1916. ↩︎