2.7. Pierre Loti en la guerra
- José Carlos Mariátegui
1Si al exquisito novelista de Las Desencantadas, al dulce pintor de las cosas orientales, al artista enamorado del poético encanto de las odaliscas, le hubiesen dicho hace unos años que su deber militar le llevaría a batirse contra los otomanos y a regular el tiro de un cañón de su nave contra una ciudad oriental, talvez se habría sonreído incrédulo o tal vez le habría asaltado la inquietud de que el vaticinio llegase a ser una dolorosa realidad. Pierre Loti, no pensaría que una exigencia del destino pusiese la proa de su buque guerrero hacia la costa serena y aromada del amado país de sus recuerdos. Pero la ironía amarga de la vida nos obsequia hoy también con esta mueca sarcástica. Ayer apenas nos dijo el cable —este cable bendito de las diarias sorpresas— que Pierre Loti estaba al mando de una cañonera y actuaba con ella en el bombardeo de los Dardanelos.
Sabe el lector que este gran Pierre Loti, se llama a la verdad Julian Viaud. Sabe también el lector, que como yo ha saboreado la delicada y sugestiva belleza de sus libros de Oriente y como yo le ha admirado, que este célebre Pierre Loti o, más bien, este semi-ignorado Julian Viaud es oficial de la marina francesa. En misión de su país o sin ella, ha viajado muchas veces por los países islamistas de la Europa y del Asia y ha permanecido años tras años en su adorado y plácido refugio de Estambul. Y si Julian Viaud es tan solo un oficial de marina que se confunde en la anónima multitud de las planas mayores, Pierre Loti es un mágico novelista de las cosas, de los paisajes y de las almas musulmanas.
Espíritu refinado, sensitivo, armonioso, supo gozar toda la intensa seducción de la vida de Oriente, adoró el misterio de tristeza y de sensualidad de los harenes, amó el encanto infinito de los ojos de las odaliscas, se embriagó en el perfume de gomas terebínticas y experimentó la exquisita voluptuosidad de sentirse musulmán, de creer en Mahoma, de orar en sus mezquitas y soñar en el fabuloso paraíso del Corán.
Estambul le brindaba junto al efluvio acariciador de sus perfumes, a la fantástica policromía de sus galas, al prodigio de armonía de sus paisajes y a la secreta seducción de sus liturgias, una intensa, una adorable vida de recuerdo y de evocación. Pierre Loti se acodaba a la ventana de sus añoranzas y sentíase asomado al panorama dormido de lo pretérito. Este pueblo místico y sensual, estos fastos asiáticos, estos palacios aladinescos, estos tapices suntuosos, le sugerían amables visiones del pasado, y tendían a su vista el cuadro pleno de luz y de color, de poéticas costumbres que la civilización sacrifica, que la civilización ahoga en el vértigo de sus monumentos y de sus especulaciones y la vocinglería de sus automóviles raudos. Sentía el encanto de esta vida oriental en un rincón de Europa, de una raza decadente, como el último refugio del islamismo en el viejo continente en que domina victoriosa la cruz.
Y vistió como los otomanos y vivió como ellos y como ellos pensó. Como ellos dio al amor la mitad de su vida, como ellos gustó el agotamiento del placer y buscó en las caricias cálidas de las mujeres del oriente, la sedante laxitud de sus efluvios.
Tal grande artista, tal virtuoso de las emociones exóticas, tal encantado peregrino, que es también literato cultísimo y un pulcro estilista, sabéis cómo aprisionó sus sensaciones de amor, de voluptuosidad y de misterio, en las páginas de libros admirables. Al artífice de la palabra, al mago del color, se unía el fino psicólogo, el observador sutil que llegó al íntimo santuario de muchas almas y se adentró en la vibrante agitación de intensas pasiones. Y, en sus novelas, puso toda su devoción por las cosas musulmanas. Parece que en ellas se encontrase ecos de fervientes plegarias bajo la sonoridad abovedada de las mezquitas, rumor de besos y de confesiones en el fondo penumbroso de los harenes, aromas de encendidos pebeteros.
Pierre Loti dio prueba siempre de su amor por el viejo imperio semicaduco y especialmente por Constantinopla. Cuando la última guerra de los Balkanes, su pluma condenó las atrocidades de los invasores búlgaros que destruían a su paso irrespetuosos e iconoclastas cosas y costumbres que para el novelista eran relicarios de recuerdos. Dijo el crimen que sería destruir Constantinopla, asesinar su encanto y turbar la población de los serrallos.
Es este enamorado del oriente y de sus fastos, este enamorado de Estambul y sus mansiones, el que hoy combate contra los turcos y pone la puntería de sus cañones contra las para él queridas márgenes del Helesponto. El deber patriótico, ese deber que en Francia sabe inspirar los mayores sacrificios y los mayores heroísmos, lo obliga a esta irónica contradicción. Ese deber ha acallado todos los sentimentalismos.
Yo pienso en las aflicciones que turbarán a Pierre Loti, literato, y que ahogará Julian Viaude, marino. Pienso en este choque de los sentimientos del artista y la convicción sagrada del patriotismo y del deber.
Quizá cuando los fuegos de la marina aliada dominen el paso de los Dardanelos y sus disparos saluden los primeros minaretes de Estambul, Pierre Loti, cumplido ya su deber de patriota, llorará sobre el puente de su nave de combate, la profanación y el desgarramiento del país de sus ensueños.
Sabe el lector que este gran Pierre Loti, se llama a la verdad Julian Viaud. Sabe también el lector, que como yo ha saboreado la delicada y sugestiva belleza de sus libros de Oriente y como yo le ha admirado, que este célebre Pierre Loti o, más bien, este semi-ignorado Julian Viaud es oficial de la marina francesa. En misión de su país o sin ella, ha viajado muchas veces por los países islamistas de la Europa y del Asia y ha permanecido años tras años en su adorado y plácido refugio de Estambul. Y si Julian Viaud es tan solo un oficial de marina que se confunde en la anónima multitud de las planas mayores, Pierre Loti es un mágico novelista de las cosas, de los paisajes y de las almas musulmanas.
Espíritu refinado, sensitivo, armonioso, supo gozar toda la intensa seducción de la vida de Oriente, adoró el misterio de tristeza y de sensualidad de los harenes, amó el encanto infinito de los ojos de las odaliscas, se embriagó en el perfume de gomas terebínticas y experimentó la exquisita voluptuosidad de sentirse musulmán, de creer en Mahoma, de orar en sus mezquitas y soñar en el fabuloso paraíso del Corán.
Estambul le brindaba junto al efluvio acariciador de sus perfumes, a la fantástica policromía de sus galas, al prodigio de armonía de sus paisajes y a la secreta seducción de sus liturgias, una intensa, una adorable vida de recuerdo y de evocación. Pierre Loti se acodaba a la ventana de sus añoranzas y sentíase asomado al panorama dormido de lo pretérito. Este pueblo místico y sensual, estos fastos asiáticos, estos palacios aladinescos, estos tapices suntuosos, le sugerían amables visiones del pasado, y tendían a su vista el cuadro pleno de luz y de color, de poéticas costumbres que la civilización sacrifica, que la civilización ahoga en el vértigo de sus monumentos y de sus especulaciones y la vocinglería de sus automóviles raudos. Sentía el encanto de esta vida oriental en un rincón de Europa, de una raza decadente, como el último refugio del islamismo en el viejo continente en que domina victoriosa la cruz.
Y vistió como los otomanos y vivió como ellos y como ellos pensó. Como ellos dio al amor la mitad de su vida, como ellos gustó el agotamiento del placer y buscó en las caricias cálidas de las mujeres del oriente, la sedante laxitud de sus efluvios.
Tal grande artista, tal virtuoso de las emociones exóticas, tal encantado peregrino, que es también literato cultísimo y un pulcro estilista, sabéis cómo aprisionó sus sensaciones de amor, de voluptuosidad y de misterio, en las páginas de libros admirables. Al artífice de la palabra, al mago del color, se unía el fino psicólogo, el observador sutil que llegó al íntimo santuario de muchas almas y se adentró en la vibrante agitación de intensas pasiones. Y, en sus novelas, puso toda su devoción por las cosas musulmanas. Parece que en ellas se encontrase ecos de fervientes plegarias bajo la sonoridad abovedada de las mezquitas, rumor de besos y de confesiones en el fondo penumbroso de los harenes, aromas de encendidos pebeteros.
Pierre Loti dio prueba siempre de su amor por el viejo imperio semicaduco y especialmente por Constantinopla. Cuando la última guerra de los Balkanes, su pluma condenó las atrocidades de los invasores búlgaros que destruían a su paso irrespetuosos e iconoclastas cosas y costumbres que para el novelista eran relicarios de recuerdos. Dijo el crimen que sería destruir Constantinopla, asesinar su encanto y turbar la población de los serrallos.
Es este enamorado del oriente y de sus fastos, este enamorado de Estambul y sus mansiones, el que hoy combate contra los turcos y pone la puntería de sus cañones contra las para él queridas márgenes del Helesponto. El deber patriótico, ese deber que en Francia sabe inspirar los mayores sacrificios y los mayores heroísmos, lo obliga a esta irónica contradicción. Ese deber ha acallado todos los sentimentalismos.
Yo pienso en las aflicciones que turbarán a Pierre Loti, literato, y que ahogará Julian Viaude, marino. Pienso en este choque de los sentimientos del artista y la convicción sagrada del patriotismo y del deber.
Quizá cuando los fuegos de la marina aliada dominen el paso de los Dardanelos y sus disparos saluden los primeros minaretes de Estambul, Pierre Loti, cumplido ya su deber de patriota, llorará sobre el puente de su nave de combate, la profanación y el desgarramiento del país de sus ensueños.
JUAN CRONIQUEUR
Referencias
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Publicado en La Prensa, Lima, 20 de marzo de 1915. Y en Páginas Literarias, seleccionadas por Edmundo Cornejo Ubillús, Lima, 1955, pp. 79-83, y en las reediciones ampliadas de 1978 y 1985. ↩︎