2.6. El apostolado de Maeterlinck

  • José Carlos Mariátegui

 

         1Grande, santa, hermosa propaganda la que realiza Mauricio Maeterlinck en Italia. El cable nos dio cuenta hace dos días de la gira del eminente poeta, del filósofo sutil y nos dijo al mismo tiempo los fines que lo llevaban a este viaje por tierras del mediodía.
         Cuando las garras del águila prusiana, destrozaron la independencia de Bélgica y una clarinada de venganza llamó a todos sus hijos a oponer la barrera de sus pechos al avance invasor, Maeterlinck abandonó el voluptuoso ensimismamiento de sus ideales y puso los ojos en la patria angustiada. Con el valor consciente que da una mentalidad elevada, con el menosprecio por la vida que tienen todos los que han sabido comprender lo poco que ella vale, se decidió a hacer la vida azarosa del soldado y a asistir muy de cerca al espectáculo maravilloso de los combates. Él, cuyo espíritu experimentara las más hondas inquietudes, las más sutiles ansias ante el enigma torturante de la Muerte; él, que sintiera por momentos la nostalgia de su abrazo redentor; él, que la creyera en instantes de íntimas amarguras y tristes desesperanzas la suprema consoladora, pensó tal vez que la amada misteriosa lo esperaba en los campos pavorosos de la guerra. Y entrevió sus nupcias con la desconocida en el fondo ensangrentado y cálido de un reducto. ¡Oh, el beso sedante y frío que lo aguardaba acaso y abriría a sus ojos las regiones soñadas de la Quimera!
         Pero los altos comandos y los estados mayores que no pensaron lo mismo —no es posible que los altos comandos y los estados mayores piensen como los poetas— rehusaron aceptar el ofrecimiento de Maeterlinck. Esos brazos que solo sabían sostener la pluma, no podían soportar la carga penosa del fusil; esas piernas que gustaban perezosas de mullidos y regalados divanes, no resistirían las largas, las interminables caminatas; esos ojos cansados de embriagarse en lo infinito y en la contemplación de la belleza, serían torpes para fijar la precisión matemática del tiro; esos oídos hechos para descubrir las más secretas y suaves melodías, no se acostumbrarían a la orquestación estruendosa de la batalla. ¿Fue este concepto fríamente utilitario y práctico el que encontró a Maeterlinck inútil para servir a Bélgica en la contienda? ¿Fue la sincera convicción de que más eficaz sería a la patria su esfuerzo de escritor que su esfuerzo de soldado? El cronista no quiere aventurar la respuesta. ¿Por qué no suponer también un sentido de reverente admiración, que exaltase gloriosamente al poeta ante el pueblo de Bélgica e hiciese a sus ojos preciosa su vida?
         Y Maeterlinck que no pudo ser Tirteo —no es épica su lira, ni tocados de patriotismo sus más altos anhelos—; Maeterlinck que no ha podido darse cita en el reducto con la enamorada ignota de la Muerte, es hoy apóstol y ha ido a Italia a hacer vibrar las fibras de su alma latina y a proclamar el deber que ella tiene de sumar su concurso a la causa de Francia y de la civilización y de aunar su esfuerzo al que el mundo reclama para vencer a las huestes del imperialismo militar —los últimos conquistadores que decía ayer— que ha desatado en Europa la vorágine de una bárbara regresión.
         La incansable propaganda germana, la fascinación de sus Von Bulow y de todos sus Von con almas de Bismarck, ha ido ejercitando intensamente su influencia por mantener para Alemania la amistad de Italia, cuyos diplomáticos han mirado sola y ávidamente a las compensaciones de esa amistad. El poeta ha ido a invocar en este pueblo inextinguibles sentimientos de raza, a conmover su corazón latino y a arrebatarlo a la sugestión del águila imperialista que, en estos tiempos de pomposas civilizaciones, de bellas teorías y de generosos principios, involucra la doctrina odiosa de la fuerza.
         A avivar estos sentimientos que existen y vibran intensamente en el pueblo italiano, a hacerle sentir la voz de la raza que acalla el clamor de la catástrofe, ha ido Maeterlinck a Roma. Si su palabra cálida, sincera y sugestiva hiriese el alma de ese pueblo y pudiese más que las sugestiones de las diplomacias, el poeta haría el milagro. Milagro de poeta que hablaría de esta santa religión del idealismo y la quimera, a todos los espíritus prácticos, a todos los Sanchos de la edad presente.
         Esa es la misión que se ha impuesto Maeterlinck. Su gesto es hermoso, es simpático. El dulce filósofo, el selecto poeta abre un paréntesis de lucha y de esfuerzo en su vida de meditación y de esfuerzo, interrumpe el ritmo de su vida íntima. Y es amplio y es imponente su ademán de sembrador.
         Mientras en el horror del combate se agitan multitudes formidables y atruena la orquestación triunfal de los cañones, el grito del poeta vibrará como una épica trompa, como el conjuro de un pueblo desgarrado y heroico.

JUAN CRONIQUEUR


Referencias


  1. Publicado en La Prensa, Lima, 19 de marzo de 1915. ↩︎