2.5. El buque fantasma
- José Carlos Mariátegui
1Su nombre breve, rotundo, recorrió el orbe desde que la gran guerra estalló. A partir de entonces, el cable consignó, día a día, una nueva hazaña, una nueva proeza del corsario nuevo. El Dresden desaparecía en un mar para presentarse luego en otro, dejaba un punto en que todos le suponían para reaparecer en otro en que nadie lo imaginó. Y raudo y ligero y audaz fue dejando una estela de muerte a su paso por los océanos tormentosos y por los océanos serenos.
Solo, unas veces, acompañado de naves igualmente audaces y aventureras otras, el Dresden paseó el pabellón guerrero de los teutones, de los últimos conquistadores, a través de todos los mares y burló la dominadora y orgullosa soberanía naval de Inglaterra.
La intrepidez, la intrepidez inverosímil y osada del buque fantasma, la tenacidad con que hería el comercio marítimo del reino británico tuvo el alto valor de preocupar a su solemne y grave almirantazgo, cuyos comunicados flemáticos rebosaron el encono de la gran potencia contra el enemigo pequeño e impávido que así desafiaba su poder naval.
Y comenzó la persecución decidida, la caza indispensable del Dresden. Y comenzó la etapa más gallarda y romancesca de su epopeya. Varias veces se anunció su destrucción por los buques británicos, otras tantas se le dio por apresado. Pero la leyenda de los descalabros definitivos o parciales del crucero germano, se desvanecía apenas forjada, y el Dresden reaparecía a poco y hundía nuevos y nuevos vapores.
Se unió a una escuadrilla alemana, a una escuadrilla que formaran los barcos a quienes sorprendió la guerra lejos de su continente, los barcos aventureros, los barcos vagabundos que miraban como un problema insoluble la posibilidad de tornar al amparo protector de la patria. Con ella actuó y triunfó en el combate de coronel. Más tarde esta escuadrilla era deshecha por los ingleses, que así castigaban la ofensa, pero el Dresden escapaba y seguía atrevido la ruta de sus aventuras y de sus proezas.
Por mucho tiempo, el buque fantasma no volvió a ocupar a las agencias informativas ni a los comunicados oficiales. Una versión cualquiera lo llegó a suponer en las bases navales de Alemania. Se creyó que el corsario, perseguido, fatigado, había burlado todas las vigilancias y reparaba al abrigo del pabellón de su patria los cansancios y las inquietudes de la jornada. Pero no fue así. El Dresden navegaba en el Pacífico. No habían disminuido sus arrestos, no se habían agotado sus energías, no se habían extinguido sus entusiasmos. Y dio cuenta de su existencia con un hecho resonante, echando a pique a un buque mercante, que agregaba una cifra más a las víctimas de sus piraterías. El Dresden rubricaba así su paso con una nueva hazaña.
Era el mismo. El buque fantasma que reaparecía. Volvería a sufrir sus asechanzas el comercio marítimo de la Inglaterra. El filibusterismo de un puñado de valientes que arrostraban todas las inclemencias y acometían la más riesgosa de las aventuras, tornaba a esparcir el temor en los mares.
El Dresden desempeñaba una misión llena de peligros, una misión heroica. No era la suya la actuación de las grandes unidades, que esperan el momento de las batallas decisivas. Lejos de su país, de sus bases de operaciones, desamparado casi, perseguido por las flotas de tres naciones adversarias, era un trashumante caballero de la muerte que cruzaba raudamente el océano, en cuyas profundidades había de encontrar tarde o temprano su tumba.
La valerosa tripulación no temía ya nada. Afrontaba todos los peligros, burlaba todas las persecuciones, desdeñaba los combates, sonreía ante las tempestades. ¿Cuántas veces las tormentas, los peligros amenazarían al corsario en sus trágicos viajes? Otras tantas, ante el mar encrespado, ante el cielo tenebroso, los marinos del Dresden creerían oír tal vez la voz del infinito como una amenaza. ¡Quién sabe si se sentían perseguidos por las sombras vengadoras de las víctimas que sembraran en su correría de desolación y de exterminio! Y por todo esto —en medio del clamor de condenación que se eleva contra la injusticia, contra el delito del pueblo que ha precipitado a un continente en la más espantosa de las guerras, contra el crimen de ese mismo pueblo que ha sacrificado a sus ambiciones la vida de otro pequeño y heroico— el buque fantasma rodeó su nombre de un ambiente de simpatía e inspiró ese cariñoso sentimiento de admiración que despiertan las audacias y las bizarrías.
Hace quince días se supo que el Dresden navegaba cerca de las costas chilenas y acertaba nuevos golpes al tráfico marítimo de Inglaterra. Fue su última aventura. El corsario estaba acosado por los buques de la gran potencia, por la armada invicta que no podía soportar que un crucero apenas protegido siguiese infiriendo constante ultraje a su orgulloso dominio. Y el Dresden sentía ya el cansancio de su trágica gloria y veía acercarse a prisa el fin de su epopeya. Herido, hostigado, sin carbón y sin víveres llegó a una isla. Las inflexibles leyes de la neutralidad le impidieron quedarse. Sin reparar sus fatigas, debilitado y solo, dejó el momentáneo asilo, y puso decididamente su proa hacia el peligro.
El fin no tardó. Lo acosaron los perseguidores y el buque fantasma izó bandera blanca, bandera de paz, en el mismo mástil en que flameara al tope su pabellón trágico de corsario. Los ingleses vencían, la armada invicta castigaba los ultrajes del osado. Estalló una explosión y el Dresden se hundió en las aguas. Y fue quizá el estallido como un grito de maldición y de venganza, como la voz de las víctimas innumerables del corsario. El solo responso del trashumante caballero de la muerte.
Solo, unas veces, acompañado de naves igualmente audaces y aventureras otras, el Dresden paseó el pabellón guerrero de los teutones, de los últimos conquistadores, a través de todos los mares y burló la dominadora y orgullosa soberanía naval de Inglaterra.
La intrepidez, la intrepidez inverosímil y osada del buque fantasma, la tenacidad con que hería el comercio marítimo del reino británico tuvo el alto valor de preocupar a su solemne y grave almirantazgo, cuyos comunicados flemáticos rebosaron el encono de la gran potencia contra el enemigo pequeño e impávido que así desafiaba su poder naval.
Y comenzó la persecución decidida, la caza indispensable del Dresden. Y comenzó la etapa más gallarda y romancesca de su epopeya. Varias veces se anunció su destrucción por los buques británicos, otras tantas se le dio por apresado. Pero la leyenda de los descalabros definitivos o parciales del crucero germano, se desvanecía apenas forjada, y el Dresden reaparecía a poco y hundía nuevos y nuevos vapores.
Se unió a una escuadrilla alemana, a una escuadrilla que formaran los barcos a quienes sorprendió la guerra lejos de su continente, los barcos aventureros, los barcos vagabundos que miraban como un problema insoluble la posibilidad de tornar al amparo protector de la patria. Con ella actuó y triunfó en el combate de coronel. Más tarde esta escuadrilla era deshecha por los ingleses, que así castigaban la ofensa, pero el Dresden escapaba y seguía atrevido la ruta de sus aventuras y de sus proezas.
Por mucho tiempo, el buque fantasma no volvió a ocupar a las agencias informativas ni a los comunicados oficiales. Una versión cualquiera lo llegó a suponer en las bases navales de Alemania. Se creyó que el corsario, perseguido, fatigado, había burlado todas las vigilancias y reparaba al abrigo del pabellón de su patria los cansancios y las inquietudes de la jornada. Pero no fue así. El Dresden navegaba en el Pacífico. No habían disminuido sus arrestos, no se habían agotado sus energías, no se habían extinguido sus entusiasmos. Y dio cuenta de su existencia con un hecho resonante, echando a pique a un buque mercante, que agregaba una cifra más a las víctimas de sus piraterías. El Dresden rubricaba así su paso con una nueva hazaña.
Era el mismo. El buque fantasma que reaparecía. Volvería a sufrir sus asechanzas el comercio marítimo de la Inglaterra. El filibusterismo de un puñado de valientes que arrostraban todas las inclemencias y acometían la más riesgosa de las aventuras, tornaba a esparcir el temor en los mares.
El Dresden desempeñaba una misión llena de peligros, una misión heroica. No era la suya la actuación de las grandes unidades, que esperan el momento de las batallas decisivas. Lejos de su país, de sus bases de operaciones, desamparado casi, perseguido por las flotas de tres naciones adversarias, era un trashumante caballero de la muerte que cruzaba raudamente el océano, en cuyas profundidades había de encontrar tarde o temprano su tumba.
La valerosa tripulación no temía ya nada. Afrontaba todos los peligros, burlaba todas las persecuciones, desdeñaba los combates, sonreía ante las tempestades. ¿Cuántas veces las tormentas, los peligros amenazarían al corsario en sus trágicos viajes? Otras tantas, ante el mar encrespado, ante el cielo tenebroso, los marinos del Dresden creerían oír tal vez la voz del infinito como una amenaza. ¡Quién sabe si se sentían perseguidos por las sombras vengadoras de las víctimas que sembraran en su correría de desolación y de exterminio! Y por todo esto —en medio del clamor de condenación que se eleva contra la injusticia, contra el delito del pueblo que ha precipitado a un continente en la más espantosa de las guerras, contra el crimen de ese mismo pueblo que ha sacrificado a sus ambiciones la vida de otro pequeño y heroico— el buque fantasma rodeó su nombre de un ambiente de simpatía e inspiró ese cariñoso sentimiento de admiración que despiertan las audacias y las bizarrías.
Hace quince días se supo que el Dresden navegaba cerca de las costas chilenas y acertaba nuevos golpes al tráfico marítimo de Inglaterra. Fue su última aventura. El corsario estaba acosado por los buques de la gran potencia, por la armada invicta que no podía soportar que un crucero apenas protegido siguiese infiriendo constante ultraje a su orgulloso dominio. Y el Dresden sentía ya el cansancio de su trágica gloria y veía acercarse a prisa el fin de su epopeya. Herido, hostigado, sin carbón y sin víveres llegó a una isla. Las inflexibles leyes de la neutralidad le impidieron quedarse. Sin reparar sus fatigas, debilitado y solo, dejó el momentáneo asilo, y puso decididamente su proa hacia el peligro.
El fin no tardó. Lo acosaron los perseguidores y el buque fantasma izó bandera blanca, bandera de paz, en el mismo mástil en que flameara al tope su pabellón trágico de corsario. Los ingleses vencían, la armada invicta castigaba los ultrajes del osado. Estalló una explosión y el Dresden se hundió en las aguas. Y fue quizá el estallido como un grito de maldición y de venganza, como la voz de las víctimas innumerables del corsario. El solo responso del trashumante caballero de la muerte.
JUAN CRONIQUEUR
Referencias
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Publicado en La Prensa, Lima, 18 de marzo de 1915. ↩︎