2.4. Recordando al prócer
- José Carlos Mariátegui
1Es Mariano Melgar, el dulce y romántico poeta de los yaravíes y el esforzado y joven paladín de los patriotas, uno de los más bizarros próceres de la magna epopeya libertadora.
A sus laureles de bardo soñador se suman los que conquistara en el campo de batalla, cuando se produjeron los primeros estallidos de la reacción patriótica. Y en las páginas que historian la guerra de la independencia sugestionan hondamente los arrestos generosos de este enamorado de bellos ideales, que erigiera en su Apolo a Tirteo.
Hoy se celebra el centenario de la muerte heroica de este patriota. Hoy la patria rinde el homenaje ferviente de su admiración a la memoria del gallardo revolucionario que sacrificara en los campos de Humachiri la ferocidad de un capitán de los virreyes. Hoy vibra en todos los corazones y florece en todos los labios un recuerdo sincero y cariñoso para el que, empujado por los ímpetus de su lozano idealismo hiciera a la causa de la independencia el sacrificio de su vida fecunda.
Al lado de la noble figura del poeta, se agiganta la gloriosa del soldado. Y por eso el cronista, el mísero cronista de las cosas cuotidianas, que ha sabido admirar hondamente, profundamente, enamoradamente, las bizarrías romancescas de Melgar, quiere trazar estas líneas para loar el heroísmo del poeta que se irguiera en un gesto denodado junto a los que echaron la simiente de la nacionalidad peruana y para loar el idealismo del guerrero que escribiera con la punta de su espada el más intenso y sentido de los poemas.
Melgar fue un verdadero poeta y fue ante todo un poeta peruano. No fue la suya la lira majestuosa de los épicos, sino la triste, la dolorida, la quejumbrosa quena de los indios pastores. En la lamentación amarga, en el llanto angustiado de sus elegías y de sus yaravíes, palpitan todas las melancolías del alma indígena, toda la desolación de los dormidos panoramas de la puna, toda la augusta e imponente serenidad de las noches andinas. La voz de una raza sentimental y humilde, que siente a veces ansias de redención, parece que vibrara en sus estrofas.
Precursor del romanticismo en Sudamérica, sus versos son suaves, sencillos, armoniosos, sin ampulosidades, sin altisonancias, sin donosos artificios. Su inspiración se desborda como la clara linfa de un arroyo y así en la pureza argentina de sus canciones hay frescura y transparencias de agua soterraña.
Lírico, profundamente lírico, solo sabe contar sus inquietudes y sus desvelos, sus amores y sus ansias, la delicadeza de sus sentimientos intensos y apasionados.
Un amor inmenso al cual consagrara todas sus devociones, toda su alma, amor de romántico, amor de trovador, ocupa por entero la vida del poeta. Lo canta en sus endechas, lo exalta en sus canciones, lo llora en sus yaravíes. Y la visión de la amada, de la amada dulce y bella, aparece en cada verso. Silvia absorbió sus ideales, ocupó sus pensamientos, cautivó su imaginación. Él cantaba, sentía y soñaba solo por Silvia. Y fue su musa. La musa tangible, la musa consoladora, que pusiera la luz de sus amores en la vida de los grandes líricos, de los grandes románticos que como Bécquer y como Musset iluminaron la senda de sus idealismos con perfumadas caricias de mujer.
Pero Melgar sufrió también el sino de los grandes líricos, de los grandes románticos. No supo ser comprendido. A la frágil cabecita de su amada, no se alcanzaba la intensidad de esta pasión, el fervor de este culto. Y un buen día los desvíos y los desdenes de su amada, pusieron un doloroso torcedor en la vida del prócer. Sus versos dicen toda la angustia de su desolación y de su olvido que le hinojaban a las plantas de Silvia, en demanda de su gracia. Más tarde se tornan desesperados y reflejan la intensidad de su pena. Serénanse luego y son dulcemente melancólicos. Hasta que sus nacientes ideales de libertad, los inflaman de fuego patriótico y les dan sonoridades épicas.
Sin embargo, aun cuando canta a estos ideales, Melgar sigue siendo dulce, apacible, tranquilo. Él no sabe arrebatar con sus estrofas muchedumbres batalladoras, él no sabe despertar bélicas ansias, él no sabe hacer sentir la grandeza majestuosa de un paisaje de la cordillera nevada ni la lujuriosa exuberancia de la selva virgen. Su poesía, sencilla, suave, doliente, llega mejor al alma del pastor lunático que dice sus tristezas en el silencio sonoroso de las noches claras.
La primera llamarada revolucionaria prendió en el sur. Melgar, se sintió inflamado por el fuego romancesco de los caballeros andantes, que cada día resulta más exótico, más raro, más loco. Se armó paladín de la santa causa. Cambió la musa real, la musa de carne y hueso, la musa amada, por la otra incorpórea y severa de la libertad. La musa dulce y buena por la musa imperiosa y guerrera.
La epopeya del primer ejército patriota, fue cruenta y ruda. Los reveses afligieron unos tras otros a los libertadores. Melgar se dio cuenta del fin inminente y fue a él consciente y valeroso. Tal vez los dolores de su pasión, las inquietudes de su alma superior, lo decidieron más aún al sacrificio.
Y sobrevino la derrota definitiva, completa en los campos de Humachiri el 11 de marzo de 1815. Al siguiente día, en un amanecer nublado y frío, el poeta de los grandes heroísmos, el soldado de los amados ensueños y de las locas quimeras, caía fusilado. Y quién sabe si en la calma augusta de la mañana, cuando el panorama silencioso recobraba su plácida serenidad campesina, el lamento de una quena quejumbrosa sonó como una oración.
Este fue el prócer que hoy recuerda la patria reverente.
A sus laureles de bardo soñador se suman los que conquistara en el campo de batalla, cuando se produjeron los primeros estallidos de la reacción patriótica. Y en las páginas que historian la guerra de la independencia sugestionan hondamente los arrestos generosos de este enamorado de bellos ideales, que erigiera en su Apolo a Tirteo.
Hoy se celebra el centenario de la muerte heroica de este patriota. Hoy la patria rinde el homenaje ferviente de su admiración a la memoria del gallardo revolucionario que sacrificara en los campos de Humachiri la ferocidad de un capitán de los virreyes. Hoy vibra en todos los corazones y florece en todos los labios un recuerdo sincero y cariñoso para el que, empujado por los ímpetus de su lozano idealismo hiciera a la causa de la independencia el sacrificio de su vida fecunda.
Al lado de la noble figura del poeta, se agiganta la gloriosa del soldado. Y por eso el cronista, el mísero cronista de las cosas cuotidianas, que ha sabido admirar hondamente, profundamente, enamoradamente, las bizarrías romancescas de Melgar, quiere trazar estas líneas para loar el heroísmo del poeta que se irguiera en un gesto denodado junto a los que echaron la simiente de la nacionalidad peruana y para loar el idealismo del guerrero que escribiera con la punta de su espada el más intenso y sentido de los poemas.
Melgar fue un verdadero poeta y fue ante todo un poeta peruano. No fue la suya la lira majestuosa de los épicos, sino la triste, la dolorida, la quejumbrosa quena de los indios pastores. En la lamentación amarga, en el llanto angustiado de sus elegías y de sus yaravíes, palpitan todas las melancolías del alma indígena, toda la desolación de los dormidos panoramas de la puna, toda la augusta e imponente serenidad de las noches andinas. La voz de una raza sentimental y humilde, que siente a veces ansias de redención, parece que vibrara en sus estrofas.
Precursor del romanticismo en Sudamérica, sus versos son suaves, sencillos, armoniosos, sin ampulosidades, sin altisonancias, sin donosos artificios. Su inspiración se desborda como la clara linfa de un arroyo y así en la pureza argentina de sus canciones hay frescura y transparencias de agua soterraña.
Lírico, profundamente lírico, solo sabe contar sus inquietudes y sus desvelos, sus amores y sus ansias, la delicadeza de sus sentimientos intensos y apasionados.
Un amor inmenso al cual consagrara todas sus devociones, toda su alma, amor de romántico, amor de trovador, ocupa por entero la vida del poeta. Lo canta en sus endechas, lo exalta en sus canciones, lo llora en sus yaravíes. Y la visión de la amada, de la amada dulce y bella, aparece en cada verso. Silvia absorbió sus ideales, ocupó sus pensamientos, cautivó su imaginación. Él cantaba, sentía y soñaba solo por Silvia. Y fue su musa. La musa tangible, la musa consoladora, que pusiera la luz de sus amores en la vida de los grandes líricos, de los grandes románticos que como Bécquer y como Musset iluminaron la senda de sus idealismos con perfumadas caricias de mujer.
Pero Melgar sufrió también el sino de los grandes líricos, de los grandes románticos. No supo ser comprendido. A la frágil cabecita de su amada, no se alcanzaba la intensidad de esta pasión, el fervor de este culto. Y un buen día los desvíos y los desdenes de su amada, pusieron un doloroso torcedor en la vida del prócer. Sus versos dicen toda la angustia de su desolación y de su olvido que le hinojaban a las plantas de Silvia, en demanda de su gracia. Más tarde se tornan desesperados y reflejan la intensidad de su pena. Serénanse luego y son dulcemente melancólicos. Hasta que sus nacientes ideales de libertad, los inflaman de fuego patriótico y les dan sonoridades épicas.
Sin embargo, aun cuando canta a estos ideales, Melgar sigue siendo dulce, apacible, tranquilo. Él no sabe arrebatar con sus estrofas muchedumbres batalladoras, él no sabe despertar bélicas ansias, él no sabe hacer sentir la grandeza majestuosa de un paisaje de la cordillera nevada ni la lujuriosa exuberancia de la selva virgen. Su poesía, sencilla, suave, doliente, llega mejor al alma del pastor lunático que dice sus tristezas en el silencio sonoroso de las noches claras.
La primera llamarada revolucionaria prendió en el sur. Melgar, se sintió inflamado por el fuego romancesco de los caballeros andantes, que cada día resulta más exótico, más raro, más loco. Se armó paladín de la santa causa. Cambió la musa real, la musa de carne y hueso, la musa amada, por la otra incorpórea y severa de la libertad. La musa dulce y buena por la musa imperiosa y guerrera.
La epopeya del primer ejército patriota, fue cruenta y ruda. Los reveses afligieron unos tras otros a los libertadores. Melgar se dio cuenta del fin inminente y fue a él consciente y valeroso. Tal vez los dolores de su pasión, las inquietudes de su alma superior, lo decidieron más aún al sacrificio.
Y sobrevino la derrota definitiva, completa en los campos de Humachiri el 11 de marzo de 1815. Al siguiente día, en un amanecer nublado y frío, el poeta de los grandes heroísmos, el soldado de los amados ensueños y de las locas quimeras, caía fusilado. Y quién sabe si en la calma augusta de la mañana, cuando el panorama silencioso recobraba su plácida serenidad campesina, el lamento de una quena quejumbrosa sonó como una oración.
Este fue el prócer que hoy recuerda la patria reverente.
JUAN CRONIQUEUR
Referencias
-
Publicado en La Prensa, Lima, 12 de marzo de 1915.
Y en Páginas Literarias, seleccionados por Edmundo Cornejo Ubillús, Lima, 1955, pp. 84-88 ↩︎
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