1.1. La Semana Santa

  • José Carlos Mariátegui

 

         1Hoy llegamos al término de la semana de Dios. Nos lo están diciendo con su repiqueteo pregonero y jubiloso las campanas de los templos, echadas a vuelo por fúnebres sacristanes o alborotados monaguillos.
         A los días de apacible y solemne tristeza en que se conmemora la pasión y muerte del galileo divino, sigue este de cristiano regocijo en que vibran alocadas y sonoras campanas. Hay en este repique de gloria una alegría vibradora y solemne que no es la que alborota en Pascua, pregonando la Navidad del Niño, ni la que llama a la primera misa en las mañanas matinales, ni la que propala sus sonorosas melodías en las otras fiestas, mientras estalla el bullicio de los cohetes y fugan, avariciosas de su tranquilidad habitual, las blancas palomas que anidan en las torres y cantan en ellas un himno de poesía y amor. Es otra decimos, la impresión que causan los toques de hoy. Son un clamor musical y metálico que habla de alegría y de triunfo. Y, aparte, este repiqueteo tiene el valor de su unanimidad. Hoy suenan todas las campanas y se inundan de robustas armonías todos los campanarios. Los que yerguen su gallardía arquitectural sobre hermosos templos y los que se levantan apenas, sobre pobres y destartaladas capillas. Es una explosión de sones gloriales la de este día.
         La alegría alborotadora de hoy restituye a la normalidad bulliciosa del vivir urbano. Flota intensa y suave la impresión de los dos días de misticismo en que la iglesia se enluta y con la iglesia las gentes a ellas devotas. Por las calles han desfilado, en interminables procesiones, hombres y mujeres, viejas que llevan en el alma el dolor de sus recuerdos y el ansia de todos los fervores y de todos los ascetismos y mujeres jóvenes que gozan el presente, que sienten la caricia de su fragante primavera, y que ven en la serenidad de la oración, el refugio futuro consolador y caritativo que ha de brindarles su hospitalidad cuando la vida les haya robado su efímera riqueza de dones, juventud y gracia.
         No encontramos nosotros en las romerías de jueves santo la tristeza y duelo que es sabido deben caracterizar las festividades de la Semana del Señor.
         Muy al contrario. Hay en esos desfiles de templo en templo, de “monumento” en “monumento”, mucho de mundano y festivo. Ni los trajes son negros, ni la modestia es nota predominante, ni la honestidad se impone en los vestidos femeninos. Las mujeres, quieren ser también ese día jóvenes y bellas y hasta el ambiente de luz y colores de los templos no dice nada de luto ni de amargura. La amable, la burlona alegría de la vida, quiere asomar aun en la celebración del jueves santo.
         Otro carácter reviste las ceremonias del viernes santo. Las iglesias están totalmente enlutadas y en ellas flota un olor de cera, humo y flores. El Cristo exangüe y llagado, muestra la amoratada palidez de sus carnes suspensas de una cruz. Y hay una infinita expresión de dolor en el rostro angustiado de la Dolorosa que ilumina la luz parpadeante de los cirios. La voz del predicador, vibrante y fervorosa, adquiere sonoridad extraordinaria.
         Los sermones de tres horas, cuya institución se dice debida a un fraile peruano, constituyen la nota característica del viernes santo en Lima. Las gentes llenan los templos y los sacerdotes acopian sus más rotundos y convincentes ademanes, sus más sonoras frases, toda la grandilocuencia de la palabra y el gesto que es posible acumular en una oración sagrada. Y se oye discursos múltiples, igualados todos en el tema, pero distintos por la exuberante variedad de la forma. Los oradores de mayor prestigio pulen cuidadosos sus sermones y, mirando con orgullosa superioridad a los humildes, y los casi ignorados que escogen temas comunes también, buscan orientaciones nuevas en la predicación deseosos de afirmar las admiraciones ya conquistadas.
         Han pasado los días de luto, de duelo universal. La iglesia sabe imponer a todos la conmemoración de estos días solemnes. Durante ellos se interrumpe la actividad urbana y se suspenden las diversiones públicas. Solo los cinemas se abren para recordarnos las escenas apacibles y patriarcales de la vida del Niño, el apostolado de Jesús y el drama trágico del Gólgota. Por el lienzo desfilan las bondadosas figuras del Mesías, que predica sus doctrinas llenas de dulzura y esperanza y de la Virgen melancólica y bella que le sigue en sus peregrinaciones; Herodes enloquece y se excede ante la cabeza ensangrentada de Yo’Kaanán que la bailarina voluptuosa y depravada besa sedientamente; María Magdalena llora su pasado de cortesana y pecadora y se acoge a la nueva y dulce doctrina; los fariseos traman la conspiración contra el justo; en el huerto de Getsemaní florecen nuevas flores de dolor y sacrificio; el Pretor se siente cobarde ante el clamor de un pueblo ansioso de sangre. Todas las escenas que conociéramos por primera vez en las figuras iluminadas de una historia santa.
         El recogimiento sigue siendo obligado, por más que no llegue al grado de otros tiempos, y son pocos los que no recuerdan, impresionados por las ceremonias de Semana Santa, los días más o menos cercanos de la infancia en que una madre buena y piadosa nos hizo la señal de la cruz y nos enseñó la primera oración. Pero Lucifer tampoco se da por vencido en estos días. No quiere desaparecer del todo en medio del duelo y solemnidad del momento y encuentra en sus amables aliados las mujeres, el medio de seguirnos hablando de pecado en la artística armonía de los trajes tanagras y en la seducción de las faldas abiertas. La moda femenina pone así su nota pecaminosa inevitable.

Juan Croniqueur


Referencias


  1. Publicado en La Prensa, Lima, 11 de mayo de 1914. ↩︎