1.6. Por esas calles: Tonterías
- José Carlos Mariátegui
Tonterías1
Comienzan los días invernales con el cielo entoldado y las lluvias finas que ponen en los jardines una constelación de puntos diamantinos sobre los pétalos de las flores marchitas. Y principian, también, a surgir las divinas siluetas, los cuerpos admirables de belleza, los rostros que son un milagro de blancura entre la brillante suntuosidad de los terciopelos. La ciudad tiene un aspecto de silencio y de vaga tristeza Nadie se resigna a las mañanas sin sol, a las tardes grises y lluviosas, que obligan a las mujeres a ocultar las manos entre graciosos y amplios “manguitos”. Todo el encanto de las telas ligeras desaparece. Los colores suaves, los tintes finos pierden su prestigio.
Son los tiempos, como ya dijimos en otra ocasión, de los paños pesados, de los sombreros adornados sin vivezas de colorido, de los sombreros amplios y llanos. Y este cambio radical en el vestir significa un cambio completo en la silueta de la persona. Acaso os parece más recatada, más seria, más grave, vuestra alegre amiga, más alegre todavía entre los vaporosos trajes de verano. Vosotros que las visteis en un balneario, con los rizos meciéndose al impulso de la brisa, o jugueteando entre las olas del mar; vosotros que las visteis jugando con señorial distinción el tenis; enseñando, merced a las peripecias del juego, el nacimiento de las piernas finas; vosotros, en fin, que las contemplasteis flirteando a la hora del crepúsculo, cuando el sol parecía una hostia de fuego que se hundía en el mar, dejando una estela temblorosa de matices encendidos, no os acercáis ahora a ellas con el mismo desenfado, con la misma frescura con que antes lo hacíais. El veraneo mismo juntaba a las personas desconocidas en amables y pintorescas charlas. Cualquier accidente en esas playas bañadas de sol os interesaba. Ahora, parece que, comprendiendo la monotonía de la ciudad, se les obligara a permanecer mudas, sombrías, dentro de la severidad elegante de los trajes de invierno.
Y es que la vida en los balnearios es vida de encanto. Aquí en la ciudad, la política, los negocios, los escaparates, los teatros, os hacen olvidar las conversaciones frívolas, la alegría plena de vivir para contaros emociones, para pasear a lo largo de las calles diciendo lo que, aquí, el invierno no permite, porque en los balnearios el deseo de respirar aire puro os deja solos, libres, con el espíritu ágil y la imaginación pronta a la galantería.
Allá, en un balneario, suenan las risas de las mujeres; aquí, las bocinas de los automóviles… Y ahondando más y más os podría referir las razones por las cuales no simpatiza con el invierno, pero el cronista, obligado por la estrechez del tiempo y la falta de espacio, ha escrito esta crónica al volar de la pluma sin cuidado, sin cariño, porque la hora de dormir ha sonado, y porque el invierno mismo ha querido envolver su espíritu en la tristeza de esta noche sin estrellas, de esta noche obscura y opaca.
La lluvia comienza… y el cronista muerto de frío, pone fin a estas… tonterías.
Son los tiempos, como ya dijimos en otra ocasión, de los paños pesados, de los sombreros adornados sin vivezas de colorido, de los sombreros amplios y llanos. Y este cambio radical en el vestir significa un cambio completo en la silueta de la persona. Acaso os parece más recatada, más seria, más grave, vuestra alegre amiga, más alegre todavía entre los vaporosos trajes de verano. Vosotros que las visteis en un balneario, con los rizos meciéndose al impulso de la brisa, o jugueteando entre las olas del mar; vosotros que las visteis jugando con señorial distinción el tenis; enseñando, merced a las peripecias del juego, el nacimiento de las piernas finas; vosotros, en fin, que las contemplasteis flirteando a la hora del crepúsculo, cuando el sol parecía una hostia de fuego que se hundía en el mar, dejando una estela temblorosa de matices encendidos, no os acercáis ahora a ellas con el mismo desenfado, con la misma frescura con que antes lo hacíais. El veraneo mismo juntaba a las personas desconocidas en amables y pintorescas charlas. Cualquier accidente en esas playas bañadas de sol os interesaba. Ahora, parece que, comprendiendo la monotonía de la ciudad, se les obligara a permanecer mudas, sombrías, dentro de la severidad elegante de los trajes de invierno.
Y es que la vida en los balnearios es vida de encanto. Aquí en la ciudad, la política, los negocios, los escaparates, los teatros, os hacen olvidar las conversaciones frívolas, la alegría plena de vivir para contaros emociones, para pasear a lo largo de las calles diciendo lo que, aquí, el invierno no permite, porque en los balnearios el deseo de respirar aire puro os deja solos, libres, con el espíritu ágil y la imaginación pronta a la galantería.
Allá, en un balneario, suenan las risas de las mujeres; aquí, las bocinas de los automóviles… Y ahondando más y más os podría referir las razones por las cuales no simpatiza con el invierno, pero el cronista, obligado por la estrechez del tiempo y la falta de espacio, ha escrito esta crónica al volar de la pluma sin cuidado, sin cariño, porque la hora de dormir ha sonado, y porque el invierno mismo ha querido envolver su espíritu en la tristeza de esta noche sin estrellas, de esta noche obscura y opaca.
La lluvia comienza… y el cronista muerto de frío, pone fin a estas… tonterías.
Juan Croniqueur
Referencias
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Publicado en La Prensa, Lima, 18 de mayo de 1912. ↩︎