1.10.. El suceso del día
- José Carlos Mariátegui
1No es, ciertamente, un suceso vulgar, uno de aquellos que se pierden y se confunden en las crónicas de sangre y de crimen, el drama pasional realizado ayer. Los protagonistas vienen a sumarse a los no muchos Romeos y Julietas que en el mundo han sido y que hoy, alejados del romanticismo de otros tiempos ya lejanos, nos parecen hasta exóticos y extravagantes.
Cualesquiera que sean las causas que hayan inducido a estos jóvenes amantes a poner un fin trágico y común a su idilio, no hay duda acerca de que se trata de dos naturalezas impresionables y apasionadas, vaciadas en idéntico molde y bastante extrañas en tiempos en que el amor, siendo siempre el amo dominante y reverenciado, no constituye la razón más poderosa para el suicidio.
En realidad, los suicidios, que han tenido asuntos de amor como origen, dejan ya de ser frecuentes. Van resultando pocos los amantes, por intensa que sea su pasión, que hagan del amor el inexplicable sacrificio de la vida. Escasean hasta los que, empujados por una decepción amorosa, ven con la ruina de sus ilusiones la desolación de su porvenir y buscan la muerte en un tóxico o en un pistoletazo de efecto breve y cubierto de antídotos. Y aun suponiendo que los suicidios por amor tengan corriente realización, nadie podrá afirmar que en los tiempos presentes abunden Romeos y Julietas y existan muchos hombres o mujeres que se avengan a morir en brazos del amante.
La exaltación y divinización de la muerte a la que hoy se dedican ilustres escritores podría tal vez despertar, en ciertos espíritus, culto y afecto a ella, a la consoladora, amorosa y fiel que dice Maeterlinck. Pero como no es presumible que estos héroes de novela hayan recibido la influencia de la literatura, sería de preguntarse si la propaganda objetiva del cinema, que poquísimo tiene de edificante y moralizadora, ha intervenido en sus caracteres sencillos y románticos para decidirlos a tan trágico fin. Y en cualquier sentido que el lector responda, aceptará sin duda la posibilidad de que los dramas llenos de violencia, desbordantes de pasión, de los films de moda, al par que todas las escenas de los mismos en que el crimen es parte, impresionen a los temperamentos jóvenes, poco expertos en las luchas de la existencia y fácilmente sugestionables por lo que a sus ojos se presente como humano y posible.
De cualquier suerte, con o sin influencia de las exhibiciones cinematográficas, el caso merece atención. Quién sabe el drama doloroso que encubre la vida de estos jóvenes, quién ha penetrado la causa que los empujó a poner término a su existencia. Adivinamos escenas novelescas, vívidas, suponemos un idilio ardiente y romántico. Ellos fueron hostilizados por la vida en lo que era su más grande afecto y resolvieron sacrificarse juntamente. La encontraron hosca, cruel, aborrecible y quisieron abandonarla al mismo tiempo. Y con firmeza fueron al cumplimiento de su propósito. La muerte les atraía irresistiblemente y creyeron hallarla más amable, más consoladora. A orillas del mar, lejos de las gentes y del bullicio. Sobre la rocosa superficie de un peñasco, se unieron tal vez en un abrazo violento y trágico. El cielo estaba lleno de sol y las olas se agitaban rumorosas y musicales. Pero la vida les retuvo. Tal vez, un incidente cualquiera, un testigo inoportuno torció sus intenciones y hubieron de alejarse de la playa. Tal vez si la naturaleza les habló misteriosamente y si en la soledad del paraje sintieron que todo entonaba un himno al amor y a la vida.
Y fueron a un cuarto oscuro y triste, buscando en la noche, en su lobreguez protectora del mal y amiga de todo placer y de todo dolor: un cómplice para el crimen. Una prenda de ella arbitró los recursos precisos para adquirir hospedaje en el cuarto que había de ser testigo de su muerte. Aquí se hace el drama terriblemente trágico e impenetrable. Son largas las horas que los amantes pasan igualmente inquietos por la angustia del instante. Ambos tiemblan ante la perspectiva de la muerte vecina y los invade un sentimiento de cobardía casi tan fuerte como su resolución. Ha llegado la aurora y ellos están ahí todavía resistiendo las tentaciones de la vida. La luz comienza a hacerse en la habitación y el día que nace también les habla de la vida, del amor, como el silencio armonioso del paisaje, como el mar. Pero su decisión es más fuerte que estas incitaciones. Ya no vacilan, y sus labios buscan ansiosos la poción que debe abrirles los brazos de la consoladora y pronto hay solo en la habitación un quejumbroso rumor de agonía.
Ha sido el fin trágico de un romántico idilio.
Si el drama hubiese ocurrido en otros tiempos, habría inspirado una novela sentimental y conmovedora, o un poema de amor terriblemente doloroso y trágico.
Cualesquiera que sean las causas que hayan inducido a estos jóvenes amantes a poner un fin trágico y común a su idilio, no hay duda acerca de que se trata de dos naturalezas impresionables y apasionadas, vaciadas en idéntico molde y bastante extrañas en tiempos en que el amor, siendo siempre el amo dominante y reverenciado, no constituye la razón más poderosa para el suicidio.
En realidad, los suicidios, que han tenido asuntos de amor como origen, dejan ya de ser frecuentes. Van resultando pocos los amantes, por intensa que sea su pasión, que hagan del amor el inexplicable sacrificio de la vida. Escasean hasta los que, empujados por una decepción amorosa, ven con la ruina de sus ilusiones la desolación de su porvenir y buscan la muerte en un tóxico o en un pistoletazo de efecto breve y cubierto de antídotos. Y aun suponiendo que los suicidios por amor tengan corriente realización, nadie podrá afirmar que en los tiempos presentes abunden Romeos y Julietas y existan muchos hombres o mujeres que se avengan a morir en brazos del amante.
La exaltación y divinización de la muerte a la que hoy se dedican ilustres escritores podría tal vez despertar, en ciertos espíritus, culto y afecto a ella, a la consoladora, amorosa y fiel que dice Maeterlinck. Pero como no es presumible que estos héroes de novela hayan recibido la influencia de la literatura, sería de preguntarse si la propaganda objetiva del cinema, que poquísimo tiene de edificante y moralizadora, ha intervenido en sus caracteres sencillos y románticos para decidirlos a tan trágico fin. Y en cualquier sentido que el lector responda, aceptará sin duda la posibilidad de que los dramas llenos de violencia, desbordantes de pasión, de los films de moda, al par que todas las escenas de los mismos en que el crimen es parte, impresionen a los temperamentos jóvenes, poco expertos en las luchas de la existencia y fácilmente sugestionables por lo que a sus ojos se presente como humano y posible.
De cualquier suerte, con o sin influencia de las exhibiciones cinematográficas, el caso merece atención. Quién sabe el drama doloroso que encubre la vida de estos jóvenes, quién ha penetrado la causa que los empujó a poner término a su existencia. Adivinamos escenas novelescas, vívidas, suponemos un idilio ardiente y romántico. Ellos fueron hostilizados por la vida en lo que era su más grande afecto y resolvieron sacrificarse juntamente. La encontraron hosca, cruel, aborrecible y quisieron abandonarla al mismo tiempo. Y con firmeza fueron al cumplimiento de su propósito. La muerte les atraía irresistiblemente y creyeron hallarla más amable, más consoladora. A orillas del mar, lejos de las gentes y del bullicio. Sobre la rocosa superficie de un peñasco, se unieron tal vez en un abrazo violento y trágico. El cielo estaba lleno de sol y las olas se agitaban rumorosas y musicales. Pero la vida les retuvo. Tal vez, un incidente cualquiera, un testigo inoportuno torció sus intenciones y hubieron de alejarse de la playa. Tal vez si la naturaleza les habló misteriosamente y si en la soledad del paraje sintieron que todo entonaba un himno al amor y a la vida.
Y fueron a un cuarto oscuro y triste, buscando en la noche, en su lobreguez protectora del mal y amiga de todo placer y de todo dolor: un cómplice para el crimen. Una prenda de ella arbitró los recursos precisos para adquirir hospedaje en el cuarto que había de ser testigo de su muerte. Aquí se hace el drama terriblemente trágico e impenetrable. Son largas las horas que los amantes pasan igualmente inquietos por la angustia del instante. Ambos tiemblan ante la perspectiva de la muerte vecina y los invade un sentimiento de cobardía casi tan fuerte como su resolución. Ha llegado la aurora y ellos están ahí todavía resistiendo las tentaciones de la vida. La luz comienza a hacerse en la habitación y el día que nace también les habla de la vida, del amor, como el silencio armonioso del paisaje, como el mar. Pero su decisión es más fuerte que estas incitaciones. Ya no vacilan, y sus labios buscan ansiosos la poción que debe abrirles los brazos de la consoladora y pronto hay solo en la habitación un quejumbroso rumor de agonía.
Ha sido el fin trágico de un romántico idilio.
Si el drama hubiese ocurrido en otros tiempos, habría inspirado una novela sentimental y conmovedora, o un poema de amor terriblemente doloroso y trágico.
JUAN CRONIQUEUR
Referencias
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Publicado en La Prensa, Lima, 29 de abril de 1914. ↩︎