7.8. El general vicepresidente
- José Carlos Mariátegui
1El general Canevaro ha vuelto a creer con toda su alma en la patria nueva.
Tuvo un minuto de duda. Un minuto de vacilación. Un minuto en que lo asaltó el temor de que esto de la patria nueva no pasase de una lírica, pintoresca y agradable fantasía. Fue el minuto en que apareció el decreto de las reformas plebiscitarias. El general Canevaro leyó con disgusto la reforma referente a las vicepresidencias. Esta reforma le pareció inoportuna por lo menos. El general Canevaro pensó que el señor Leguía había olvidado que él, el embajador del leguiísmo en el sur, era el primer vicepresidente electo. Y que esta sola circunstancia debía haber bastado para que el señor Leguía hubiese considerado intangibles las vicepresidencias.
Pero este minuto de duda y de vacilación no duró mucho. El general Canevaro supo bien pronto por declaración cortés del propio señor Leguía, que la supresión de las vicepresidencias no comprendía la vicepresidencia del general Canevaro. Ni la del señor La Torre González. El señor Leguía, zalamero y solícito, se asombró de que el general Canevaro le hubiese supuesto capaz de someter una reforma contraria a su vicepresidencia.
—¡Mi querido general! —le dijo risueñamente— ¡Cómo ha podido usted imaginarme tan ingrato! ¡Mi general querido! ¡Puede usted estar seguro de que, puesto a elegir entre la reforma de la constitución y la vicepresidencia de usted, nunca habría preferido yo la reforma de la Constitución! ¡Y no solo habría sacrificado yo a su vicepresidencia la reforma de la Constitución! ¡Yo habría sacrificado a su vicepresidencia hasta mi propia presidencia!¡Para qué quiero yo ser presidente si usted no es vicepresidente!
El general Canevaro, naturalmente, salió encantado del despacho presidencial. Y desde ese instante ha recobrado íntegramente su ventura. Ha vuelto a creer con toda su alma en la patria nueva. Y ha visto brillar, entrelazados en el éter azul del doctor Cornejo, nimbados por la gloria de La Breña, el nombre del general Cáceres y el nombre suyo.
Gentes traviesas han tratado de sembrar una preocupación en el espíritu claro, austero y marcial del ilustre vicepresidente.
—General —le han preguntado—, ¿no opina usted, como nosotros, que el partido constitucional es, por antonomasia, el partido sostenedor de la Constitución? ¿Y que, por consiguiente, no debe solidarizarse demasiado con el desconocimiento de esa Constitución? ¿Y que el señor Cornejo ha ido muy lejos en algunos de sus nuevos puntos? ¿Y que ese de la supresión de las vicepresidencias ha estado a pique de ser un desatino?
El general Canevaro se ha defendido heroicamente de estas tentaciones:
—El partido constitucional es, en efecto, totalmente constitucionalista. ¡Pero antes que constitucionalista, patriota! ¡Patriota antes que constitucionalista!
Y se ha erguido con el convencimiento de haber pronunciado una frase histórica.
Sobre su cabeza blanca y prócer de general de división, de jefe de estado mayor del partido constitucional y de presidente del Club de la Unión, ha flotado largamente la sonrisa del señor Leguía.
Que es la sonrisa de la patria nueva.
Tuvo un minuto de duda. Un minuto de vacilación. Un minuto en que lo asaltó el temor de que esto de la patria nueva no pasase de una lírica, pintoresca y agradable fantasía. Fue el minuto en que apareció el decreto de las reformas plebiscitarias. El general Canevaro leyó con disgusto la reforma referente a las vicepresidencias. Esta reforma le pareció inoportuna por lo menos. El general Canevaro pensó que el señor Leguía había olvidado que él, el embajador del leguiísmo en el sur, era el primer vicepresidente electo. Y que esta sola circunstancia debía haber bastado para que el señor Leguía hubiese considerado intangibles las vicepresidencias.
Pero este minuto de duda y de vacilación no duró mucho. El general Canevaro supo bien pronto por declaración cortés del propio señor Leguía, que la supresión de las vicepresidencias no comprendía la vicepresidencia del general Canevaro. Ni la del señor La Torre González. El señor Leguía, zalamero y solícito, se asombró de que el general Canevaro le hubiese supuesto capaz de someter una reforma contraria a su vicepresidencia.
—¡Mi querido general! —le dijo risueñamente— ¡Cómo ha podido usted imaginarme tan ingrato! ¡Mi general querido! ¡Puede usted estar seguro de que, puesto a elegir entre la reforma de la constitución y la vicepresidencia de usted, nunca habría preferido yo la reforma de la Constitución! ¡Y no solo habría sacrificado yo a su vicepresidencia la reforma de la Constitución! ¡Yo habría sacrificado a su vicepresidencia hasta mi propia presidencia!¡Para qué quiero yo ser presidente si usted no es vicepresidente!
El general Canevaro, naturalmente, salió encantado del despacho presidencial. Y desde ese instante ha recobrado íntegramente su ventura. Ha vuelto a creer con toda su alma en la patria nueva. Y ha visto brillar, entrelazados en el éter azul del doctor Cornejo, nimbados por la gloria de La Breña, el nombre del general Cáceres y el nombre suyo.
Gentes traviesas han tratado de sembrar una preocupación en el espíritu claro, austero y marcial del ilustre vicepresidente.
—General —le han preguntado—, ¿no opina usted, como nosotros, que el partido constitucional es, por antonomasia, el partido sostenedor de la Constitución? ¿Y que, por consiguiente, no debe solidarizarse demasiado con el desconocimiento de esa Constitución? ¿Y que el señor Cornejo ha ido muy lejos en algunos de sus nuevos puntos? ¿Y que ese de la supresión de las vicepresidencias ha estado a pique de ser un desatino?
El general Canevaro se ha defendido heroicamente de estas tentaciones:
—El partido constitucional es, en efecto, totalmente constitucionalista. ¡Pero antes que constitucionalista, patriota! ¡Patriota antes que constitucionalista!
Y se ha erguido con el convencimiento de haber pronunciado una frase histórica.
Sobre su cabeza blanca y prócer de general de división, de jefe de estado mayor del partido constitucional y de presidente del Club de la Unión, ha flotado largamente la sonrisa del señor Leguía.
Que es la sonrisa de la patria nueva.
Referencias
-
Publicado en la La Razón, Nº 58, Lima, 15 de julio de 1919. ↩︎