6.8. Atmósfera guerrera
- José Carlos Mariátegui
1Nos acercamos al tercer acto. Ya todo es drama. Ya no hay comedia. El señor Pardo que nos manda se ha puesto muy serio, muy ceñudo, muy airado. Súbitamente ha resuelto que los políticos de la izquierda no le tosan más. Quiere que se acaben de una vez los gritos subversivos y leguiístas. Quiere que nadie levante la voz muy alto. Quiere que la oposición se meta bajo la cama.
No se oye el vuelo de una mosca.
El general Zuloaga pasa en su automóvil más estirado y marcial que nunca. Está enérgicamente decidido aprobar su denuedo de general de brigada. Su gesto de primer ministro, convencido de que su importancia no le va en zaga a la del “viejo tigre” Clemenceau, reclama a gritos los servicios profesionales de un fotógrafo ambulante.
Las gentes del gobierno se pavonean:
—¡No decían ustedes que Pardo era muy débil! ¿No decían ustedes que Pardo no era capaz de una violencia? ¡Ahora, qué dicen ustedes! ¡El gobierno de Pardo cree hoy lo mismo que creía hace diez años justos el gobierno de Leguía! ¡Que el orden público está encima de la constitución y de las leyes! ¡La frase es del señor Villanueva, primer ministro del señor Leguía; pero la adopta como suya el general Zuloaga, primer ministro del señor Pardo!
Y las gentes del leguiísmo se muerden los labios.
Echan de repente a correr una noticia:
—¡Vamos a publicar un periódico terrible! ¡Un periódico dirigido y redactado por cuarenta representantes a Congreso! ¡Un periódico que, dirigido y redactado por cuarenta personas inmunes, tiene que ser también un periódico inmune!
Pero esto no es sino para levantar los espíritus decaídos. Y para dar a entender que el señor Leguía cuenta ya con cuarenta representantes a congreso. Con cuarenta votos dispuestos a consagrar su triunfo. Con cuarenta grandes y decisivos electores.
Enseguida se escucha un gran derrumbamiento de cajas y chivaletes. Y no es, sino que la policía le ha puesto guardias a otra imprenta. Pero los leguiístas enmudecen de nuevo.
Los políticos viejos y experimentados se sonríen cazurramente. Nada los sorprende, nada los espeluzna, nada los espanta. Estos acontecimientos son para ellos muy naturales y muy lógicos. Se libra —dicen— la gran batalla. Lo que ha habido antes no ha sido más que escaramuzas. Grandes o pequeñas, pequeñas o grandes escaramuzas. La gran batalla solo comienza ahora. ¡Ha terminado la ofensiva de la oposición y ha comenzado la contra—ofensiva del gobierno!
Y entonces la sugestión de sus palabras nos hace encontrar traza, continente y ademán de estratega truculento en el ministro de gobierno señor Mavila. En el señor Mavila, que no es sino diputado por una provincia amazónica. En el señor Mavila, que no es sino oficial de la armada. En el señor Mavila, que es un buen ciudadano metido en empresas de mantenedor del orden público, por obra y gracia de la amistad de don Juan Pardo.
La hora es de guerra.
El escenario es casi un escenario trágico. Lascaras de los actores son como para salir corriendo. Cuentan las voces trémulas del coro que el señor Pardo se echa a la calle con la espada desenvainada. Y que el señor Leguía se atrinchera en su casa de la calle de Pando.
Y nosotros, en nuestra recatada estancia, desconectados del ardimiento bélico de los beligerantes, abrimos unos ojos enormes para no perder ni un detalle de la contienda.
Ni uno solo.
No se oye el vuelo de una mosca.
El general Zuloaga pasa en su automóvil más estirado y marcial que nunca. Está enérgicamente decidido aprobar su denuedo de general de brigada. Su gesto de primer ministro, convencido de que su importancia no le va en zaga a la del “viejo tigre” Clemenceau, reclama a gritos los servicios profesionales de un fotógrafo ambulante.
Las gentes del gobierno se pavonean:
—¡No decían ustedes que Pardo era muy débil! ¿No decían ustedes que Pardo no era capaz de una violencia? ¡Ahora, qué dicen ustedes! ¡El gobierno de Pardo cree hoy lo mismo que creía hace diez años justos el gobierno de Leguía! ¡Que el orden público está encima de la constitución y de las leyes! ¡La frase es del señor Villanueva, primer ministro del señor Leguía; pero la adopta como suya el general Zuloaga, primer ministro del señor Pardo!
Y las gentes del leguiísmo se muerden los labios.
Echan de repente a correr una noticia:
—¡Vamos a publicar un periódico terrible! ¡Un periódico dirigido y redactado por cuarenta representantes a Congreso! ¡Un periódico que, dirigido y redactado por cuarenta personas inmunes, tiene que ser también un periódico inmune!
Pero esto no es sino para levantar los espíritus decaídos. Y para dar a entender que el señor Leguía cuenta ya con cuarenta representantes a congreso. Con cuarenta votos dispuestos a consagrar su triunfo. Con cuarenta grandes y decisivos electores.
Enseguida se escucha un gran derrumbamiento de cajas y chivaletes. Y no es, sino que la policía le ha puesto guardias a otra imprenta. Pero los leguiístas enmudecen de nuevo.
Los políticos viejos y experimentados se sonríen cazurramente. Nada los sorprende, nada los espeluzna, nada los espanta. Estos acontecimientos son para ellos muy naturales y muy lógicos. Se libra —dicen— la gran batalla. Lo que ha habido antes no ha sido más que escaramuzas. Grandes o pequeñas, pequeñas o grandes escaramuzas. La gran batalla solo comienza ahora. ¡Ha terminado la ofensiva de la oposición y ha comenzado la contra—ofensiva del gobierno!
Y entonces la sugestión de sus palabras nos hace encontrar traza, continente y ademán de estratega truculento en el ministro de gobierno señor Mavila. En el señor Mavila, que no es sino diputado por una provincia amazónica. En el señor Mavila, que no es sino oficial de la armada. En el señor Mavila, que es un buen ciudadano metido en empresas de mantenedor del orden público, por obra y gracia de la amistad de don Juan Pardo.
La hora es de guerra.
El escenario es casi un escenario trágico. Lascaras de los actores son como para salir corriendo. Cuentan las voces trémulas del coro que el señor Pardo se echa a la calle con la espada desenvainada. Y que el señor Leguía se atrinchera en su casa de la calle de Pando.
Y nosotros, en nuestra recatada estancia, desconectados del ardimiento bélico de los beligerantes, abrimos unos ojos enormes para no perder ni un detalle de la contienda.
Ni uno solo.
Referencias
-
Publicado en la La Razón, Nº 24, Lima, 10 de junio de 1919. ↩︎