6.7. Problema eterno

  • José Carlos Mariátegui

 

         1Este problema de la sucesión presidencial sigue hoy tan complicado, tan nebuloso y tan oscuro como ayer. No parece que hubieran pasado las elecciones. No parece que hubieran pasado los escrutinios. No parece que hubieran pasado las huelgas. El problema es el mismo. Resulta a veces tan insoluble como el problema de la carestía. Como el problema de la carestía, enciende debates, motiva conferencias, suscita iniciativas. Pero no encuentra remedio.
         Las gentes se impacientan y tienen razón. Aguardando la solución del problema presidencial viven desde el lejano día en que el señor don José Carlos Bernales, sagaz y conciliador, invitó a todos los partidos y a todos los hombres de buena voluntad a reunirse en una gran asamblea para designar candidato a la Presidencia de la República. Y la solución no llega todavía, a pesar de que no faltan más que setenta días para que el señor Pardo baje de la presidencia.
         Las facciones del gobierno, las facciones de la oposición y las facciones neutrales han trabajado intensamente, sin embargo, para obtener una solución. No han trabajado con armonía y concierto; pero han trabajado sin descanso. Y no ha habido día en que no hayan tenido la ilusión de estar tocando la solución con las manos.
         Un día fue el señor Bernales quien, optimista y convencido, habló así a las gentes:
         —¡Ya el problema está resuelto! ¡Resuelto patriótica, venturosa y cordialmente! ¡Los partidos aceptan la convención! ¡Los periódicos la aprueban! ¡Pardo la apadrina! ¡Leguía no puede negarle su venia!
         Otro día fue el partido futurista quien, a renglón seguido de una pastoral sonora, pregonó su fe en sus altos destinos:
         —¡El partido nacional democrático asume la organización de la convención! ¡La asume aceptando todas sus responsabilidades y sin aceptar ninguna participación en sus ventajas! ¡El partido nacional democrático es así, señores!
         Otro día fue el señor Pardo que nos manda, quien, rotundo y altisonante, se dirigió en estos términos a los jefes de los partidos:
         —¡El gobierno desea que la convención se realice para que el problema presidencial tenga una buena solución! ¡El gobierno pone al servicio de esta empresa sus influencias, sus elementos, sus recursos! ¡El gobierno se aviene con todas las condiciones de los partidos! ¡Absolutamente con todas! ¡Particularmente con las del partido constitucional!
         Otro día fue el partido civil quien, desvanecida la esperanza de la convención, se congregó en el Restaurante del Zoológico para notificar de esta suerte al país:
         —¡El partido civil lanza candidato propio! ¡Y lanza como candidato propio a su actual jefe el señor Aspíllaga! ¡Y se propone emplear, para sacarlo triunfante, sus grandes fuerzas tradicionales!
         Otro día fueron los políticos de la izquierda quienes, paseando en autocamión al señor Leguía, dieron por segura e incontrarrestable su victoria:
         —¡Aquí está recién venido de Londres, el próximo presidente de la República! ¡Aquí está, aclamándolo, una muchedumbre delirante! ¡El problema de la sucesión presidencial ha quedado resuelto! ¡Viva Leguía!
         Otro día fue el señor Osma quien, poco antes de las elecciones, conmovió a la república con una vibrante proclama:
         —¡Aún es tiempo de unir a los elementos de orden contra los elementos de desorden! ¡Aún es tiempo! ¡Yo pido a los partidos que se coaliguen!
         Y otro día fueron de un lado los aspillaguistas y de otro lado los leguiístas quienes, echando a rebato la María Angola de sus campanarios, gritaron frenéticos:
         —¡Ha vencido el partido civil! ¡Viva Aspíllaga! ¡Viva el presidente electo de la República!
         —¡Ha vencido la voluntad popular! ¡Viva Leguía! ¡Viva el presidente electo de la República!
         Y no obstante estos sucesivos optimismos, sustentados todos en las circunstancias de su respectiva hora, el problema presidencial continúa sin solución definitiva hasta ahora. Comienza a oírse la voz de los partidarios de la transacción parlamentaria que consideran imperiosamente necesaria la resolución del problema conforme a su criterio y su interés. Pero eso no quiere decir nada. Se oyen, al mismo tiempo, la voz del aspillaguismo y la voz del leguiísmo que se declaran igualmente dueños de la mayoría de las Cámaras.
         Las gentes se desesperan:
         —¿Hasta cuándo no va a resolverse el problema presidencial? ¿Hasta cuándo, Dios mío?
         Y entonces suena una exclamación escéptica y risueña:
         —Pero, ¿cómo quieren ustedes que se resuelva el problema presidencial en el Perú? ¡Si es un problema sin solución desde hace mucho tiempo! ¡Si es un problema eterno! ¡Un problema que cambia en su aspecto, pero que no cambia en su esencia!


Referencias


  1. Publicado en la La Razón, Nº 23, Lima, 9 de junio de 1919. ↩︎