6.14. Senador sin credenciales
- José Carlos Mariátegui
1El señor don Felipe de la Torre Bueno, ilustre leguiísta, tiene en estos instantes el épico gesto de los más bizarros y viejos días de su historia política. Se alza gigantesco. Se echa para atrás. Tira los brazos con una energía terrible. Y desahoga en un soplido toda la indignación que se le ha acumulado en el alma.
Y es que le pasa algo que no le había pasado nunca.
La junta escrutadora de Lima le está haciendo esperar demasiado sus credenciales de senador. No se apresura a reunirse para practicar el escrutinio, para consagrar su victoria y para expedirle sus credenciales. Y, más aún, muestra intenciones de no reunirse. No le importa que el señor La Torre Bueno se halle aguardando su resolución en la antesala.
Algo que saca de quicio al señor La Torre Bueno.
Y que lo mueve a exclamar:
—¡Cómo! ¿Una junta escrutadora cualquiera se permite hacer esperar a un caballero? ¡Eso no es posible! ¿O los caballeros ya no tenemos garantías en este país?
El señor Porras, presidente de la escrutadora, trata de calmar al señor La Torre Bueno con sus más sagaces palabras de diplomático:
—¡No se moleste, señor don Felipe! Es que dos de los miembros de la junta no quieren concurrir a las sesiones. Y he tenido que dirigirme al prefecto para que los obligue a concurrir.
Y el señor La Torre Bueno pone el grito en el cielo:
—¿Y quiénes son esos dos miembros? ¿Quiénes son? ¡Dígamelo usted ahora mismo!
El señor Porras muy serio le contesta:
—El señor Julián Guillermo Romero y el señor Elías Mujica.
Y el señor La Torre Bueno entonces interpela furioso al señor Porras:
—¿Y por qué no les impone usted una multa? ¿Por qué no los lleva usted a la fuerza a la reunión? ¿Por qué no les pega usted en la calle? ¿Por qué no los manda usted sus padrinos?
El señor Porras, muy serio siempre, mueve la cabeza:
—Yo tengo que sujetarme a la ley.
Y el señor La Torre Bueno se desespera. Clama contra el atraso del país y la decadencia de sus instituciones. Pregunta qué leyes son estas que no garantizan el derecho de los caballeros como él a entrar en el Senado.
La elección del señor La Torre Bueno fue fácil. El señor La Torre Bueno casi no tuvo contendor. Los liberales retiraron anticipadamente la candidatura del doctor Durand. Y los demócratas, que recomendaron la candidatura del doctor Osma, se abstuvieron de ir a la votación el segundo día. No hubo más candidato que el señor la Torre Bueno. Era, pues, de suponer que la proclamación del señor La Torre Bueno no tropezase con ningún estorbo. La junta escrutadora no tenía, sino que acatar la voluntad de los pueblos del departamento.
Verdad —se pensaba a raíz de la elección— que las juntas escrutadoras solían a veces declararse en huelga. El año antepasado, por ejemplo, la junta escrutadora de Lima no quiso expedir las credenciales de diputados del señor don Jorge Prado y del señor Luis Miró Quesada. ¡Pero las juntas escrutadoras sabían, sin duda alguna, con quiénes se metían! ¡Con el señor La Torre Bueno no se meterían jamás! ¡El señor La Torre Bueno no era el señor Jorge Prado ni era el señor Luis Miró Quesada!
Sin embargo, esta junta escrutadora, osada e impávida, no se reúne todavía. Dos de sus miembros sostienen que su constitución es viciosa. Se niegan a ir a las sesiones. Y no les importa que el señor La Torre Bueno les grite que no hagan caso de la constitución de la junta. Que no hagan caso sino de que él ha sido elegido senador propietario por el departamento de Lima.
Ambos delegados se encogen de hombros ante todos los requerimientos. Y ni siquiera les preocupa que el señor Porras, blandiendo con su mano de canciller la ley electoral, llame en su auxilio al prefecto de Lima, a sus ayudantes, a sus gendarmes.
El señor La Torre Bueno, recobrándola clásica arrogancia de su edad de oro de demócrata, no puede contenerse:
—Si esto me pasa a mí, ¡qué queda para Leguía!
Y es que le pasa algo que no le había pasado nunca.
La junta escrutadora de Lima le está haciendo esperar demasiado sus credenciales de senador. No se apresura a reunirse para practicar el escrutinio, para consagrar su victoria y para expedirle sus credenciales. Y, más aún, muestra intenciones de no reunirse. No le importa que el señor La Torre Bueno se halle aguardando su resolución en la antesala.
Algo que saca de quicio al señor La Torre Bueno.
Y que lo mueve a exclamar:
—¡Cómo! ¿Una junta escrutadora cualquiera se permite hacer esperar a un caballero? ¡Eso no es posible! ¿O los caballeros ya no tenemos garantías en este país?
El señor Porras, presidente de la escrutadora, trata de calmar al señor La Torre Bueno con sus más sagaces palabras de diplomático:
—¡No se moleste, señor don Felipe! Es que dos de los miembros de la junta no quieren concurrir a las sesiones. Y he tenido que dirigirme al prefecto para que los obligue a concurrir.
Y el señor La Torre Bueno pone el grito en el cielo:
—¿Y quiénes son esos dos miembros? ¿Quiénes son? ¡Dígamelo usted ahora mismo!
El señor Porras muy serio le contesta:
—El señor Julián Guillermo Romero y el señor Elías Mujica.
Y el señor La Torre Bueno entonces interpela furioso al señor Porras:
—¿Y por qué no les impone usted una multa? ¿Por qué no los lleva usted a la fuerza a la reunión? ¿Por qué no les pega usted en la calle? ¿Por qué no los manda usted sus padrinos?
El señor Porras, muy serio siempre, mueve la cabeza:
—Yo tengo que sujetarme a la ley.
Y el señor La Torre Bueno se desespera. Clama contra el atraso del país y la decadencia de sus instituciones. Pregunta qué leyes son estas que no garantizan el derecho de los caballeros como él a entrar en el Senado.
La elección del señor La Torre Bueno fue fácil. El señor La Torre Bueno casi no tuvo contendor. Los liberales retiraron anticipadamente la candidatura del doctor Durand. Y los demócratas, que recomendaron la candidatura del doctor Osma, se abstuvieron de ir a la votación el segundo día. No hubo más candidato que el señor la Torre Bueno. Era, pues, de suponer que la proclamación del señor La Torre Bueno no tropezase con ningún estorbo. La junta escrutadora no tenía, sino que acatar la voluntad de los pueblos del departamento.
Verdad —se pensaba a raíz de la elección— que las juntas escrutadoras solían a veces declararse en huelga. El año antepasado, por ejemplo, la junta escrutadora de Lima no quiso expedir las credenciales de diputados del señor don Jorge Prado y del señor Luis Miró Quesada. ¡Pero las juntas escrutadoras sabían, sin duda alguna, con quiénes se metían! ¡Con el señor La Torre Bueno no se meterían jamás! ¡El señor La Torre Bueno no era el señor Jorge Prado ni era el señor Luis Miró Quesada!
Sin embargo, esta junta escrutadora, osada e impávida, no se reúne todavía. Dos de sus miembros sostienen que su constitución es viciosa. Se niegan a ir a las sesiones. Y no les importa que el señor La Torre Bueno les grite que no hagan caso de la constitución de la junta. Que no hagan caso sino de que él ha sido elegido senador propietario por el departamento de Lima.
Ambos delegados se encogen de hombros ante todos los requerimientos. Y ni siquiera les preocupa que el señor Porras, blandiendo con su mano de canciller la ley electoral, llame en su auxilio al prefecto de Lima, a sus ayudantes, a sus gendarmes.
El señor La Torre Bueno, recobrándola clásica arrogancia de su edad de oro de demócrata, no puede contenerse:
—Si esto me pasa a mí, ¡qué queda para Leguía!
Referencias
-
Publicado en la La Razón, Nº 32, Lima, 18 de junio de 1919. ↩︎