4.12. Un paréntesis
- José Carlos Mariátegui
1El Destino, sumo ordenador de todas las cosas, nos ha hecho vivir una semana interesante. Semana que nosotros, gentes de espíritu inquieto y múltiple, hemos calificado con distintos calificativos. Semana que ha sido para nosotros, por ende, unas veces semana marcial, otras veces semana bolchevique, otras veces semana trágica y otras veces semana de vacaciones. Semana de vacaciones nos ha parecido, naturalmente, en los instantes de señorío y hegemonía de nuestras intermitentes inclinaciones a la pereza y a sus regalos.
Esta semana de paréntesis no ha sido una semana de siete días justos. Ha sido una semana un poco más larga que las demás semanas de la historia. Ha sido más o menos una semana con epílogo. Una semana con estrambote.
Amanecimos un día con una huelga general en la ciudad y en el puerto. Y, por supuesto, nos sentimos presas de un entusiasmo religioso. Asistíamos, según el doctor Curletti, amado amigo nuestro, fervoroso socialista y ponderadísimo secretario de los liberales, al principio de la revolución social. Contemplábamos un espectáculo solemne. Comenzaba de improviso la solidaridad de las clases trabajadoras. Germinaban las simientes de las reivindicaciones venideras. No era posible ponerlo en duda.
Buenos, leales y románticos bolcheviques, nos imaginamos que nos hallábamos en una hora de jornadas populares, de banderas rojas, de arengas maximalistas y de oradores tumultuarios. Pero no nos asustábamos. Conocedores de la discreta índole, de la blanca psicología y de la sosegada naturaleza de nuestro pueblo, sabíamos que no teníamos por qué temer de él demasías temerarias. Su naciente socialismo no era bastante para llevarlo a las barricadas. Sus ardimientos no podían, pues, pasar de un homenaje callejero a las ocho horas.
Bajo el dominio de este convencimiento nos echamos tranquilamente a las calles. Nos confundimos con los huelguistas. Anduvimos tentados de pronunciarles un discurso inocentemente fogoso. Buscamos en balde una bandera roja. Y regresamos luego a la imprenta a escribirle una loa a la solidaridad obrera.
Pero el Destino nos reservaba una sorpresa.
El gobierno no participaba de la impresión de las gentes. No creía que la huelga era una huelga tranquila y pacífica. Creía que era una huelga revolucionaria. Creía que era una huelga maximalista. Creía que era una huelga como la de Buenos Aires. Y resolvía tomar medidas tremendas. Colocaba a la ciudad bajo el imperio de la autoridad militar. Constituía en cada plazuela un campamento. Turbaba la apacibilidad de los suburbios lejanos con el trote dramático de las patrullas. Llenaba de pavores y de grimas a las medrosas gentes metropolitanas. Y, cruelmente, mandaba a esta imprenta a sus autoridades para que la clausurasen.
Algo terrible.
Se abrió para nosotros un paréntesis durante el cual decíamos en las esquinas, en el café y en el teatro lo que no nos dejaban decir en el periódico. Un paréntesis durante el cual nos reconfortaban un día las atentas, sagaces y oportunas palabras de solidaridad del decano y nos asustaba enseguida el paso estruendoso de los soldados, los caballos y los sables del coronel Arenas. Un paréntesis durante el cual nuestra vida fluctuaba entre los honestos goces del descanso y las aburridas esperas de una querella judicial.
El paréntesis no ha sido muy largo. El Destino no ha querido prolongarlo mucho. Y ahora, después de habernos pasado los días pensando en todo lo que íbamos a escribir sobre esta semana, se nos ocurre que no vale la pena comentar una semana que ha pasado. Que ha pasado para siempre. Que no ha sido sino la primera semana de una serie sensacional. Y que no ha dejado más recuerdo en las almas que el recuerdo cinematográfico del glorioso capitán que ha añadido a su historia de héroe la persecución de Patiño Zamudio y la persecución de Norka Rouskaya, nuestro bizarro Dellepiane criollo, el coronel Arenas.
Esta semana de paréntesis no ha sido una semana de siete días justos. Ha sido una semana un poco más larga que las demás semanas de la historia. Ha sido más o menos una semana con epílogo. Una semana con estrambote.
Amanecimos un día con una huelga general en la ciudad y en el puerto. Y, por supuesto, nos sentimos presas de un entusiasmo religioso. Asistíamos, según el doctor Curletti, amado amigo nuestro, fervoroso socialista y ponderadísimo secretario de los liberales, al principio de la revolución social. Contemplábamos un espectáculo solemne. Comenzaba de improviso la solidaridad de las clases trabajadoras. Germinaban las simientes de las reivindicaciones venideras. No era posible ponerlo en duda.
Buenos, leales y románticos bolcheviques, nos imaginamos que nos hallábamos en una hora de jornadas populares, de banderas rojas, de arengas maximalistas y de oradores tumultuarios. Pero no nos asustábamos. Conocedores de la discreta índole, de la blanca psicología y de la sosegada naturaleza de nuestro pueblo, sabíamos que no teníamos por qué temer de él demasías temerarias. Su naciente socialismo no era bastante para llevarlo a las barricadas. Sus ardimientos no podían, pues, pasar de un homenaje callejero a las ocho horas.
Bajo el dominio de este convencimiento nos echamos tranquilamente a las calles. Nos confundimos con los huelguistas. Anduvimos tentados de pronunciarles un discurso inocentemente fogoso. Buscamos en balde una bandera roja. Y regresamos luego a la imprenta a escribirle una loa a la solidaridad obrera.
Pero el Destino nos reservaba una sorpresa.
El gobierno no participaba de la impresión de las gentes. No creía que la huelga era una huelga tranquila y pacífica. Creía que era una huelga revolucionaria. Creía que era una huelga maximalista. Creía que era una huelga como la de Buenos Aires. Y resolvía tomar medidas tremendas. Colocaba a la ciudad bajo el imperio de la autoridad militar. Constituía en cada plazuela un campamento. Turbaba la apacibilidad de los suburbios lejanos con el trote dramático de las patrullas. Llenaba de pavores y de grimas a las medrosas gentes metropolitanas. Y, cruelmente, mandaba a esta imprenta a sus autoridades para que la clausurasen.
Algo terrible.
Se abrió para nosotros un paréntesis durante el cual decíamos en las esquinas, en el café y en el teatro lo que no nos dejaban decir en el periódico. Un paréntesis durante el cual nos reconfortaban un día las atentas, sagaces y oportunas palabras de solidaridad del decano y nos asustaba enseguida el paso estruendoso de los soldados, los caballos y los sables del coronel Arenas. Un paréntesis durante el cual nuestra vida fluctuaba entre los honestos goces del descanso y las aburridas esperas de una querella judicial.
El paréntesis no ha sido muy largo. El Destino no ha querido prolongarlo mucho. Y ahora, después de habernos pasado los días pensando en todo lo que íbamos a escribir sobre esta semana, se nos ocurre que no vale la pena comentar una semana que ha pasado. Que ha pasado para siempre. Que no ha sido sino la primera semana de una serie sensacional. Y que no ha dejado más recuerdo en las almas que el recuerdo cinematográfico del glorioso capitán que ha añadido a su historia de héroe la persecución de Patiño Zamudio y la persecución de Norka Rouskaya, nuestro bizarro Dellepiane criollo, el coronel Arenas.
Referencias
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Publicado en El Tiempo, Lima, 23 de enero de 1919. ↩︎