3.4. Todos felices
- José Carlos Mariátegui
1No existe en la ciudad quién se duela de la muerte de la idea de la convención. No existe quién invite a los funerales. No existe quién escriba un epitafio. No existe quién organice una corona fúnebre. Parece que la hora no es de duelo sino de ventura. Las gentes no suspiran. No se enjugan una lágrima. No visten de luto.
Apenas si, momentáneamente, los jóvenes y románticos políticos del partido nacional democrático se quejan de que los partidos hayan tenido tan poca voluntad para concertarse, unificarse y abrazarse al conjuro de la palabra del señor Pardo. Apenas. Esos mismos jóvenes románticos políticos no pueden mantenerse graves y dramáticos más de un minuto. Y, después de una lamentación, resultan sonriéndose. Y si se les hace cosquillas, sueltan la carcajada.
En los demás partidos la dicha es completa.
Algunos miembros del partido civil —el señor Miró Quesada y el señor Villarán— no se conforman con el desahucio de una fórmula que era para ellos una almáciga de expectativas. Pero no son sino algunos. El presidente del partido civil no comparte su sentimiento. Y en un partido la impresión del jefe es siempre la impresión que domina, la impresión que gobierna y la impresión que manda. Por lo menos es la impresión que palpita.
Los partidos están, pues —salvo una que otra excepción aislada—, satisfechos de que el diablo haya cargado con la iniciativa de una asamblea.
Los civilistas no tenían verdaderas ganas de concurrir a la convención. Temían que en una convención no se reconociera y acatara su hegemonía. Lo temían a pesar de que la candidatura del señor Miró Quesada era una candidatura civilista. Lo temían a pesar de que la candidatura del señor Villarán era una candidatura civilista.
Los liberales deseaban con todo su corazón que no hubiese asamblea ni concierto alguno. Se burlaban de los manifiestos del presidente del partido nacional democrático. Y celebraban oficialmente la frase del ilustre alienista doctor Lorente y Patrón de que más que manifiestos parecían pastorales. No en balde estaban seguros de que la candidatura que surgiese de la convención no sería, por ningún motivo, la candidatura del doctor Durand.
Los leguiístas declaraban categóricamente que la convención no los asustaba.
Tenían decidido no asistir a ella de ninguna manera. Su candidato no podía ser sino un candidato del pueblo. Un móvil doctrinario les prohibía el más mínimo contacto con asamblea convencional alguna.
Sin embargo, patriótica, democráticamente, los habría disgustado que la convención se efectuase.
Los demócratas eran partidarios fervorosos del sufragio libre. Eran demócratas fundamentalmente. Sabían que esto de las convenciones universales no era democrático. Que era, más bien, una invención criolla. Y se enloquecían por traer abajo la iniciativa del señor Pardo en el nombre de Dios, de la Patria y de la Declaración de Principios.
Y los constitucionales tampoco simpatizaban con la convención proyectada. Habían dicho que no discutirían siquiera sus bases mientras no aceptase el gobierno dos condiciones trascendentales. Pero no habían dicho que se comprometían a concurrir a la convención si el gobierno aceptaba esas condiciones. Habían dicho únicamente que solo en el caso de que las aceptase considerarían posible y natural hablar de la convención. Y, además, habían sostenido que el mejor camino del señor Pardo era resolverse a respetar el voto ciudadano.
Apenas si, momentáneamente, los jóvenes y románticos políticos del partido nacional democrático se quejan de que los partidos hayan tenido tan poca voluntad para concertarse, unificarse y abrazarse al conjuro de la palabra del señor Pardo. Apenas. Esos mismos jóvenes románticos políticos no pueden mantenerse graves y dramáticos más de un minuto. Y, después de una lamentación, resultan sonriéndose. Y si se les hace cosquillas, sueltan la carcajada.
En los demás partidos la dicha es completa.
Algunos miembros del partido civil —el señor Miró Quesada y el señor Villarán— no se conforman con el desahucio de una fórmula que era para ellos una almáciga de expectativas. Pero no son sino algunos. El presidente del partido civil no comparte su sentimiento. Y en un partido la impresión del jefe es siempre la impresión que domina, la impresión que gobierna y la impresión que manda. Por lo menos es la impresión que palpita.
Los partidos están, pues —salvo una que otra excepción aislada—, satisfechos de que el diablo haya cargado con la iniciativa de una asamblea.
Los civilistas no tenían verdaderas ganas de concurrir a la convención. Temían que en una convención no se reconociera y acatara su hegemonía. Lo temían a pesar de que la candidatura del señor Miró Quesada era una candidatura civilista. Lo temían a pesar de que la candidatura del señor Villarán era una candidatura civilista.
Los liberales deseaban con todo su corazón que no hubiese asamblea ni concierto alguno. Se burlaban de los manifiestos del presidente del partido nacional democrático. Y celebraban oficialmente la frase del ilustre alienista doctor Lorente y Patrón de que más que manifiestos parecían pastorales. No en balde estaban seguros de que la candidatura que surgiese de la convención no sería, por ningún motivo, la candidatura del doctor Durand.
Los leguiístas declaraban categóricamente que la convención no los asustaba.
Tenían decidido no asistir a ella de ninguna manera. Su candidato no podía ser sino un candidato del pueblo. Un móvil doctrinario les prohibía el más mínimo contacto con asamblea convencional alguna.
Sin embargo, patriótica, democráticamente, los habría disgustado que la convención se efectuase.
Los demócratas eran partidarios fervorosos del sufragio libre. Eran demócratas fundamentalmente. Sabían que esto de las convenciones universales no era democrático. Que era, más bien, una invención criolla. Y se enloquecían por traer abajo la iniciativa del señor Pardo en el nombre de Dios, de la Patria y de la Declaración de Principios.
Y los constitucionales tampoco simpatizaban con la convención proyectada. Habían dicho que no discutirían siquiera sus bases mientras no aceptase el gobierno dos condiciones trascendentales. Pero no habían dicho que se comprometían a concurrir a la convención si el gobierno aceptaba esas condiciones. Habían dicho únicamente que solo en el caso de que las aceptase considerarían posible y natural hablar de la convención. Y, además, habían sostenido que el mejor camino del señor Pardo era resolverse a respetar el voto ciudadano.
Referencias
-
Publicado en El Tiempo, Lima, 9 de diciembre de 1918. ↩︎