3.3. Gran conferencia
- José Carlos Mariátegui
1Amanecemos en la antesala de una gran conferencia. Se van a reunir hoy en el despacho presidencial, citados por el señor Pardo, los jefes de partido. El Sr. Pardo les va a hablar de la patria bien amada, del presente azaroso, del porvenir incierto y de la concordia nacional. Y va a pronunciarles en seguida el panegírico de la convención proyectada.
La hora debía ser, pues, de enorme expectación. De suma expectación. De anhelante expectación. De universal expectación. Las gentes debían haberse pasado la noche en vela bajo los balcones del Palacio de Gobierno. Los periódicos debían haber publicado ediciones extraordinarias rebosantes de conjeturas, de vaticinios, de agüeros y de reportajes. Y la ciudad entera debía sentirse con el alma en un hilo.
Y debía oírse religiosamente el aviso del magno y solemne acontecimiento:
—¡El presidente de la República va a solicitar el concurso de todos los partidos para salvar a la república! ¡Va a pedirles abnegación, heroísmo, renunciamiento y buena voluntad! ¡Va a conjurarlos a la unión, a la cordialidad, a la armonía y al concierto!
Pero no ocurre nada de esto.
Existe una gran tranquilidad pública.
Los periódicos no le han dedicado al anuncio de la reunión sino unas cuantas líneas informativas. No ha habido desasosiego. No ha habido nerviosidad. No ha habido zozobra. Las gentes han dormido anoche a pierna suelta.
Apenas si de rato en rato ha sonado una pregunta:
—¿Y concurrirá a la reunión el general Cáceres?
Y otra pregunta más:
—¿Y concurrirá el señor Ganoza?
Y una respuesta:
—Concurrirán los dos.
Después, comentarios tibios, suspicacias risueñas y ademanes despreocupados.
Y a veces una pregunta ingenua:
—¿Y saldrá de esta entrevista alguna solución?
Una pregunta que no encuentra respuesta en ninguna parte. Ni siquiera en el Palacio de Gobierno. Ni siquiera en el gabinete del señor Pardo.
Y es natural. Las gentes no ponen en duda la influencia, la captación y la autoridad de la palabra del presidente de la República. Pero tampoco las creen capaces de hacer un milagro. Y un milagro, un milagro muy grande, sería que de la noche a la mañana se unificaran y asociaran todos los intereses, aspiraciones y expectativas que dividen actualmente a los elementos políticos.
Un milagro que no aguarda el señor Pardo del cielo próvido, misericordioso y caritativo.
La hora debía ser, pues, de enorme expectación. De suma expectación. De anhelante expectación. De universal expectación. Las gentes debían haberse pasado la noche en vela bajo los balcones del Palacio de Gobierno. Los periódicos debían haber publicado ediciones extraordinarias rebosantes de conjeturas, de vaticinios, de agüeros y de reportajes. Y la ciudad entera debía sentirse con el alma en un hilo.
Y debía oírse religiosamente el aviso del magno y solemne acontecimiento:
—¡El presidente de la República va a solicitar el concurso de todos los partidos para salvar a la república! ¡Va a pedirles abnegación, heroísmo, renunciamiento y buena voluntad! ¡Va a conjurarlos a la unión, a la cordialidad, a la armonía y al concierto!
Pero no ocurre nada de esto.
Existe una gran tranquilidad pública.
Los periódicos no le han dedicado al anuncio de la reunión sino unas cuantas líneas informativas. No ha habido desasosiego. No ha habido nerviosidad. No ha habido zozobra. Las gentes han dormido anoche a pierna suelta.
Apenas si de rato en rato ha sonado una pregunta:
—¿Y concurrirá a la reunión el general Cáceres?
Y otra pregunta más:
—¿Y concurrirá el señor Ganoza?
Y una respuesta:
—Concurrirán los dos.
Después, comentarios tibios, suspicacias risueñas y ademanes despreocupados.
Y a veces una pregunta ingenua:
—¿Y saldrá de esta entrevista alguna solución?
Una pregunta que no encuentra respuesta en ninguna parte. Ni siquiera en el Palacio de Gobierno. Ni siquiera en el gabinete del señor Pardo.
Y es natural. Las gentes no ponen en duda la influencia, la captación y la autoridad de la palabra del presidente de la República. Pero tampoco las creen capaces de hacer un milagro. Y un milagro, un milagro muy grande, sería que de la noche a la mañana se unificaran y asociaran todos los intereses, aspiraciones y expectativas que dividen actualmente a los elementos políticos.
Un milagro que no aguarda el señor Pardo del cielo próvido, misericordioso y caritativo.
Referencias
-
Publicado en El Tiempo, Lima, 7 de diciembre de 1918. ↩︎