3.2. Candidato evidente

  • José Carlos Mariátegui

 

         1No tenemos candidato del gobierno a la Presidencia de la República. No lo tenemos todavía. No lo tenemos ni con el timbre de candidato de convención ni con el timbre de candidato de coalición ni con el timbre de candidato de “entente”. Es más aún: seguimos muy lejos de tenerlo. Pero tenemos, mientras este candidato llega, un candidato de partido: el candidato del partido liberal. El doctor Augusto Durand.
         El partido liberal, allí donde ustedes lo ven, quiere darse el lujo de un candidato propio. Y su candidato, allí donde ustedes lo ven también, es el único candidato del partido que se mueve actualmente en las filas del gobierno.
         —¿El señor Aspíllaga, no es también un candidato de partido? —nos preguntarán ustedes.
         Y nosotros les contestaremos:
         —Todavía no. El señor Aspíllaga es un candidato; pero no es un candidato de partido. Es, por supuesto, el primero de todos los candidatos actuales y venideros. El primero por razón de antigüedad. El primero por mandato del alfabeto. El primero por ser quien es. Pero no es un candidato de partido. Fácilmente podemos demostrarlo. Dentro del partido civil, que es el partido que preside el señor Aspíllaga, existen tres presuntos candidatos. El señor Villarán. El señor Miró Quesada. El señor García y Lastres. Tres presuntos candidatos en cuyo nombre se desenvuelven o se han desenvuelto trascendentales trabajos y persistentes tanteos. Y dentro del partido liberal, que es el partido que preside el doctor Durand, no ocurre lo mismo. El candidato del partido liberal es el doctor Durand. Y no aspira a serlo ninguna otra persona. Ni siquiera, por ejemplo, el señor Balta que en eso de aspirar no se queda corto nunca. El señor Aspíllaga no puede asegurar que el partido civil lo proclamará su candidato cuando se le antoje. El doctor Durand, en cambio, puede asegurarlo respecto de su partido. La diferencia es, pues, muy grave y muy señalada.
         Y ustedes no podrán menos que reconocer que nos hallamos en lo cierto.
         Acaso nos preguntarán por no dejar de preguntarnos algo:
         —¿Y en verdad es candidato el doctor Durand?
         Y entonces nos ahorraremos una respuesta de palabras. Nos limitaremos a mostrarles al doctor Durand que, ufano, jocundo y risueño, pasa en su automóvil-coupé. Y a pedirles con el ademán que nos digan si el semblante no es de candidato y si el automóvil-coupé del doctor Durand no es un automóvil-coupé de candidato.
         El doctor Durand es candidato indudablemente. Así lo negase el gobierno, así lo negasen los periódicos, así lo negasen los vocales de la Corte Suprema, así lo negasen todas las instituciones y todos los hombres respetables de la república, así lo negase el mismo doctor Durand, no dejaría de ser cierto que es candidato.
         No hay, sino que poner los ojos en los liberales para comprobarlo. Todo indica en los liberales que el partido liberal es un partido con candidato suyo, muy suyo, solemnemente suyo. Todo, todo, todo. La sonrisa contumaz del señor don Juan Durand. La actividad jadeante y zalamera del señor Pinzás. El incorregible afán de rejuvenecimiento del señor Balbuena. El discreteo sabio y eficaz del señor Curletti. El humorismo preclaro del señor Lorente y Patrón. El jipijapa huachafoso del señor Urquieta. El sereno continente de hombre de peso del señor Diez Canseco. La candidatura del señor Aníbal Maúrtua a la diputación de una provincia nonata. Y unos gemelos de quinto de libra, tras de los cuales anda enamorado el señor Chaparro.
         Todo, todo, todo.
         Además, naturalmente, de las cartas y telegramas que recomiendan la candidatura del doctor Durand al proselitismo provinciano del partido. O sea, al proselitismo de las aventuras a mano armada. Y de las montoneras legendarias.


Referencias


  1. Publicado en El Tiempo, Lima, 6 de diciembre de 1918. ↩︎