3.21. Problema y problema
- José Carlos Mariátegui
1El señor Aspíllaga, es, definitivamente, el candidato del civilismo a la Presidencia de la República. Y es, sobre todo, el candidato del señor Pardo. Bueno. Pero resulta que esto no basta para la felicidad, la ventura y el contento del rico, galante y gentil pontífice del civilismo. El señor Aspíllaga necesita también ser el candidato del partido liberal. Le urge, por consiguiente, que el señor Durand renuncie en su obsequio a sus aspiraciones y posibilidades. Y que el partido liberal se asocie, solidarice y mancomune con el partido civil.
Esto, a primera vista, parece más o menos sencillo y acontecedero. En primer lugar, porque el partido liberal comparte con el partido civil las labores del gobierno. En segundo lugar, porque el partido liberal desea de veras portarse leal y abnegadamente con el señor Pardo. En tercer lugar, porque el partido liberal no quiere romper sus vinculaciones con el gobierno ni el gobierno quiere romper sus vinculaciones con el partido liberal. Un pacto entre enemigos o entre extraños es, sin duda, muy difícil. Un pacto entre aliados y concomitantes no lo es.
Pero a veces no se puede llevar uno de las apariencias. Aunque las apariencias guarden la mayor armonía con la lógica. En este caso, por ejemplo, ese entendimiento de los civilistas y los liberales que a primera vista parece fácil, en realidad no es muy practicable. Los liberales se dan cuenta de los riesgos de acompañar al señor Pardo y al civilismo en el sostenimiento de la candidatura del señor Aspíllaga. Y se dan cuenta, además, de la poca gana con que el civilismo acomete esta empresa.
Los liberales miran al civilismo amarrado irreparablemente a la candidatura del señor Aspíllaga. La proclamación de esta candidatura ha eliminado, en efecto, la probabilidad de otra candidatura civilista. Ha eliminado la probabilidad de la candidatura del señor Miró Quesada. Ha eliminado, en una palabra, la probabilidad de una candidatura bautizada en el nombre de la concordia y de la conciliación. Los liberales lo saben muy bien. Y considerándolo sonríen por dentro.
Y los civilistas, mientras tanto, se desesperan.
Unos, los que se muestran resueltos a seguir la suerte del señor Aspíllaga, piensan que, si los liberales no se suman a ellos, son dignos del mayor vituperio. Otros, los que no simpatizan con la candidatura del señor Aspíllaga, se preguntan cómo va a ser posible que los civilistas se metan sin compañía alguna en una aventura tan temeraria como la de presentarle batalla al señor Leguía con la efigie del presidente del partido civil en las manos.
Y hasta se murmura que, si los liberales se resisten a adherirse al señor Aspíllaga, algunos civilistas dirigentes no trepidarán para hablarles así a sus partidarios:
—¿A dónde se nos quiere llevar? ¿Acaso se pretende que, en estos momentos que reclaman unificación y armonía, el partido civil se enfrente solo a los demás partidos? ¡Eso no es sensato! ¡Eso no es prudente!
Si así ocurriera, la candidatura del señor Aspíllaga, socavada y minada sordamente, caería muy pronto.
Pero no sería posible que sobre sus ruinas surgiera otra candidatura civilista. No sería prudente ni sería posible de ninguna manera. Y esto es, probablemente, lo que los liberales advierten.
Esto, a primera vista, parece más o menos sencillo y acontecedero. En primer lugar, porque el partido liberal comparte con el partido civil las labores del gobierno. En segundo lugar, porque el partido liberal desea de veras portarse leal y abnegadamente con el señor Pardo. En tercer lugar, porque el partido liberal no quiere romper sus vinculaciones con el gobierno ni el gobierno quiere romper sus vinculaciones con el partido liberal. Un pacto entre enemigos o entre extraños es, sin duda, muy difícil. Un pacto entre aliados y concomitantes no lo es.
Pero a veces no se puede llevar uno de las apariencias. Aunque las apariencias guarden la mayor armonía con la lógica. En este caso, por ejemplo, ese entendimiento de los civilistas y los liberales que a primera vista parece fácil, en realidad no es muy practicable. Los liberales se dan cuenta de los riesgos de acompañar al señor Pardo y al civilismo en el sostenimiento de la candidatura del señor Aspíllaga. Y se dan cuenta, además, de la poca gana con que el civilismo acomete esta empresa.
Los liberales miran al civilismo amarrado irreparablemente a la candidatura del señor Aspíllaga. La proclamación de esta candidatura ha eliminado, en efecto, la probabilidad de otra candidatura civilista. Ha eliminado la probabilidad de la candidatura del señor Miró Quesada. Ha eliminado, en una palabra, la probabilidad de una candidatura bautizada en el nombre de la concordia y de la conciliación. Los liberales lo saben muy bien. Y considerándolo sonríen por dentro.
Y los civilistas, mientras tanto, se desesperan.
Unos, los que se muestran resueltos a seguir la suerte del señor Aspíllaga, piensan que, si los liberales no se suman a ellos, son dignos del mayor vituperio. Otros, los que no simpatizan con la candidatura del señor Aspíllaga, se preguntan cómo va a ser posible que los civilistas se metan sin compañía alguna en una aventura tan temeraria como la de presentarle batalla al señor Leguía con la efigie del presidente del partido civil en las manos.
Y hasta se murmura que, si los liberales se resisten a adherirse al señor Aspíllaga, algunos civilistas dirigentes no trepidarán para hablarles así a sus partidarios:
—¿A dónde se nos quiere llevar? ¿Acaso se pretende que, en estos momentos que reclaman unificación y armonía, el partido civil se enfrente solo a los demás partidos? ¡Eso no es sensato! ¡Eso no es prudente!
Si así ocurriera, la candidatura del señor Aspíllaga, socavada y minada sordamente, caería muy pronto.
Pero no sería posible que sobre sus ruinas surgiera otra candidatura civilista. No sería prudente ni sería posible de ninguna manera. Y esto es, probablemente, lo que los liberales advierten.
Referencias
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Publicado en El Tiempo, Lima, 27 de diciembre de 1918. ↩︎