3.17. Quebraderos de cabeza
- José Carlos Mariátegui
1El momento es grave. Tenemos de un lado el viaje del señor Leguía. Tenemos de otro lado la circular del señor Álvarez Sáez comunicándole al país, a nombre del señor Pardo, el fracaso de la convención. Tenemos de otro lado la urgencia de que se defina de una vez la condición de la candidatura del señor Aspíllaga. Y comenzamos a fijarnos seriamente en que estamos en los últimos días del mes de diciembre y en que, por ende, se nos vienen encima los días de las elecciones.
El gobierno desea mostrarse sereno. Sereno, tranquilo y ecuánime como diría el señor Aspíllaga. Pero no puede conseguirlo. Se le adivina en el semblante demasiada inquietud, demasiada desazón y demasiada zozobra. Y es que se halla en la necesidad de buscarle enseguida una solución cualquiera al problema presidencial.
Pretende el gobierno que todos sus amigos, afines y colaboradores rodeen a una sola candidatura. Esta candidatura es la del señor Aspíllaga. Es la del señor Aspíllaga por varios motivos. Primero, porque el señor Aspíllaga es un gentil hombre dueño de muy preciosas excelencias y de muy sonoros millones. Segundo, porque el señor Aspíllaga es la persona en quien el señor Pardo ha puesto todas sus complacencias. Tercero, porque el señor Aspíllaga es el civilista más resuelto a aspirar notoria y denodadamente a la Presidencia de la República.
Pero los amigos, afines y colaboradores del gobierno se resisten a satisfacer el deseo del gobierno. Y no se debe su resistencia a que la candidatura del señor Aspíllaga les sea particularmente antipática. Se debe a que ninguna candidatura puede armonizar y concertar fácilmente sus pareceres, sentimientos e intereses.
El gobierno les ha preguntado mil veces a los partidos gubernamentales:
—¿No quieren ustedes al señor Aspíllaga?
Y, como no le han respondido, les ha pedido sin más ni más otro candidato:
—Bueno. Si no quieren ustedes al señor Aspíllaga, díganme a quién quieren. ¡Díganmelo con franqueza!
Y los partidos gubernamentales han continuado mudos.
El gobierno no ha podido, pues, continuar incierto e irresoluto. Ha concluido decidiéndose por el señor Aspíllaga. Y ha llamado entonces a los partidos gubernamentales. Pero ya no para preguntarles si querían al señor Aspíllaga sino para anunciarles de hecho que era preciso que lo quisiesen.
Y aquí está lo difícil, aquí está lo intrincado, aquí está lo terrible.
Los civilistas no se animan mucho a oponerle a la candidatura del señor Leguía la candidatura del señor Aspíllaga. No se animan mucho a echarse a la calle del medio. Miran con susto, con temor y con grima la candidatura del señor Leguía. Y hasta revelan ganas de dejarle libre el paso. Solo el señor Aspíllaga y sus adictos están dispuestos a la lucha y a cargar con todas sus responsabilidades, riesgos y peligros.
Y los liberales, encogiéndose risueñamente de hombros, le declaran al señor Pardo:
—¿Qué podemos hacer nosotros por usted? ¡Qué podemos hacer nosotros si los civilistas tienen tanto miedo!
El gobierno desea mostrarse sereno. Sereno, tranquilo y ecuánime como diría el señor Aspíllaga. Pero no puede conseguirlo. Se le adivina en el semblante demasiada inquietud, demasiada desazón y demasiada zozobra. Y es que se halla en la necesidad de buscarle enseguida una solución cualquiera al problema presidencial.
Pretende el gobierno que todos sus amigos, afines y colaboradores rodeen a una sola candidatura. Esta candidatura es la del señor Aspíllaga. Es la del señor Aspíllaga por varios motivos. Primero, porque el señor Aspíllaga es un gentil hombre dueño de muy preciosas excelencias y de muy sonoros millones. Segundo, porque el señor Aspíllaga es la persona en quien el señor Pardo ha puesto todas sus complacencias. Tercero, porque el señor Aspíllaga es el civilista más resuelto a aspirar notoria y denodadamente a la Presidencia de la República.
Pero los amigos, afines y colaboradores del gobierno se resisten a satisfacer el deseo del gobierno. Y no se debe su resistencia a que la candidatura del señor Aspíllaga les sea particularmente antipática. Se debe a que ninguna candidatura puede armonizar y concertar fácilmente sus pareceres, sentimientos e intereses.
El gobierno les ha preguntado mil veces a los partidos gubernamentales:
—¿No quieren ustedes al señor Aspíllaga?
Y, como no le han respondido, les ha pedido sin más ni más otro candidato:
—Bueno. Si no quieren ustedes al señor Aspíllaga, díganme a quién quieren. ¡Díganmelo con franqueza!
Y los partidos gubernamentales han continuado mudos.
El gobierno no ha podido, pues, continuar incierto e irresoluto. Ha concluido decidiéndose por el señor Aspíllaga. Y ha llamado entonces a los partidos gubernamentales. Pero ya no para preguntarles si querían al señor Aspíllaga sino para anunciarles de hecho que era preciso que lo quisiesen.
Y aquí está lo difícil, aquí está lo intrincado, aquí está lo terrible.
Los civilistas no se animan mucho a oponerle a la candidatura del señor Leguía la candidatura del señor Aspíllaga. No se animan mucho a echarse a la calle del medio. Miran con susto, con temor y con grima la candidatura del señor Leguía. Y hasta revelan ganas de dejarle libre el paso. Solo el señor Aspíllaga y sus adictos están dispuestos a la lucha y a cargar con todas sus responsabilidades, riesgos y peligros.
Y los liberales, encogiéndose risueñamente de hombros, le declaran al señor Pardo:
—¿Qué podemos hacer nosotros por usted? ¡Qué podemos hacer nosotros si los civilistas tienen tanto miedo!
Referencias
-
Publicado en El Tiempo, Lima, 23 de diciembre de 1918. ↩︎