2.5. Carta sobre carta
- José Carlos Mariátegui
1Estamos consternados. Vemos amenazadas la paz y la concordia de la familia socialista. Sentimos los preludios de la guerra civil dentro de la colectividad bolchevique. Y es que asistimos nada menos que a un duelo entre nuestros bienamados camaradas y correligionarios, el señor Secada y el señor Curletti.
Este duelo no es, por fortuna, sino un duelo epistolar. Pero es un duelo de toda suerte. El señor Secada dice. Y el señor Curletti lo contradice. El señor Secada replica. Y el señor Curletti duplica. Y así, poco a poco, ambos se van soliviantando y enardeciendo.
Estamos apenadísimos.
La polémica se desarrolla, naturalmente, en esta casa y en este periódico. En esta casa y en este periódico que son, al mismo tiempo, la casa y el periódico del señor Secada y del señor Curletti. Porque, como es notorio, el señor Secada es nuestro compañero. Y el señor Curletti es nuestro colaborador. Y los dos tienen el mismo ideal que nosotros. Los dos profesan los mismos principios que nosotros. Los dos sienten los mismos anhelos que nosotros. A veces nos separan una que otra divergencia en el procedimiento y una que otra gradación en la doctrina. Pero esto no significa nada. Nos diferenciamos en el camino; pero no nos diferenciamos en la finalidad.
Y la circunstancia de que la polémica se desarrolle en esta casa y en este periódico agrava nuestra grima y nuestro desasosiego. Nos parece que dentro de la imprenta se ha encendido una lucha fratricida. Y nos ponemos a punto de pedirle al presidente Wilson, en el nombre del socialismo peruano, su mediación apostólica y patriarcal.
Los disparos verbales de la discusión pasan sobre nuestra cabeza rozándola casi. Hay momentos en que el instinto de conservación nos obliga a agacharnos. Y hay momentos en que tenemos el temor de que nos mate una bala perdida. Las balas del señor Secada son, por supuesto, las que más nos preocupan.
El público, que estima igualmente al señor Secada y al señor Curletti, contempla el combate con tanto interés como nosotros. Solo que, como conserva mejor su serenidad, se detiene largamente a comentarlo y analizarlo. Y un rato da la razón al señor Curletti. Y otro rato le da razón al señor Secada. Examina, uno por uno, los argumentos de ambos. Y aplaude cuando uno de los contendores acierta en el blanco.
Y es que el público piensa únicamente que la controversia del señor Secada con el señor Curletti no es una controversia capaz de enemistarlos. El señor Curletti y el señor Secada discuten, como se sabe, la política internacional del presidente Billinghurst. Pero la discuten con idéntico amor al señor Billinghurst y con idéntico reconocimiento de su patriotismo. Su discusión es la discusión de dos billinghuristas fervorosos. La memoria del señor Billinghurst sale tan enaltecida de las cartas del señor Curletti como de las cartas del señor Secada. Leyendo al señor Curletti se persuade uno de que nadie puede ser más billinghurista que el señor Curletti. Y leyendo al señor Secada se persuade uno de que nadie puede ser más billinghurista que el señor Secada. Y así tenía que ocurrir indudablemente. El señor Curletti y el señor Secada son los más grandes y religiosos panegiristas del ilustre presidente de las jornadas cívicas.
La polémica no inquieta, por esto, al público. El público no cree siquiera que el señor Secada y el señor Curletti pueden producir un cisma de la iglesia billinghurista. Un cisma análogo al de la iglesia católica. Un cisma en el cual, dicho sea de paso, el señor Curletti tendría necesariamente el rol de Papa y el señor Secada tendría necesariamente el rol de Lutero.
Pero nosotros no podemos tener la misma tranquilidad que el público. Para nosotros se trata de algo muy grave. Se trata de la inminencia de que flaquee y se rompa la cordialidad de la familia socialista. Nos imaginamos que está en peligro la armonía del primer soviet peruano.
Y esto nos quita el sueño.
Entre disparo y disparo interrogamos alternativamente al señor Curletti y al señor Secada sobre los puntos sustantivos de su discrepancia. Y procuramos un avenimiento. En vano por desdicha.
El señor Curletti nos habla de esta suerte:
—Miren, mis hijitos. El señor Secada alaba la política diplomática del señor Billinghurst. Pero la pinta como una política falaz y maquiavélica. Y yo, socialista convencido, no puedo tolerar que se pinte deesa manera la política diplomática del señor Billinghurst. El señor Billinghurst, mis hijitos, era un gran socialista. Y un socialista no puede imitar al príncipe de Metternich ni al príncipe de Bismarck. Un socialista no puede imitar a príncipe alguno. Yo tengo que salvar, ante todo, el socialismo del señor Billinghurst.
Y el señor Secada nos habla de esta otra suerte:
—¡No, compañeros, no! ¡No es posible que el señor Curletti y yo nos pongamos de acuerdo! ¡El señor Billinghurst era socialista pero no era ingenuo! ¡Y el señor Curletti, por presentarlo adornado por los atributos de una gran pureza doctrinaria, lo presenta adornado por los atributos de una mística y evangélica candidez! ¡Y yo no quiero que el señor Billinghurst pase así a la historia en este pueblo de la “viveza” y de la malicia! ¡Bueno es que se considere socialista al señor Billinghurst! ¡Pero no tanto, compañero!
Vemos claro que el criterio del señor Curletti y el criterio del señor Secada son inconciliables. Vemos claro que no cabe una transacción. Vemos claro que la diferencia es muy honda.
Y entonces, saliéndonos de quicio, queremos interponernos entre los dos combatientes, aunque sea corriendo el riesgo de que uno de sus proyectiles nos parta el corazón.
Mas nos sujeta la previsión adivina del señor Curletti que, amenazándonos con un índice, nos amonesta enérgicamente:
—¡Cuidado, mis hijitos! ¡Cuando discuten las personas mayores, los niños se callan! ¡El señor Secada y yo somos dos hombres de respeto!
¡Y ustedes no son todavía sino unos mocosos!
Este duelo no es, por fortuna, sino un duelo epistolar. Pero es un duelo de toda suerte. El señor Secada dice. Y el señor Curletti lo contradice. El señor Secada replica. Y el señor Curletti duplica. Y así, poco a poco, ambos se van soliviantando y enardeciendo.
Estamos apenadísimos.
La polémica se desarrolla, naturalmente, en esta casa y en este periódico. En esta casa y en este periódico que son, al mismo tiempo, la casa y el periódico del señor Secada y del señor Curletti. Porque, como es notorio, el señor Secada es nuestro compañero. Y el señor Curletti es nuestro colaborador. Y los dos tienen el mismo ideal que nosotros. Los dos profesan los mismos principios que nosotros. Los dos sienten los mismos anhelos que nosotros. A veces nos separan una que otra divergencia en el procedimiento y una que otra gradación en la doctrina. Pero esto no significa nada. Nos diferenciamos en el camino; pero no nos diferenciamos en la finalidad.
Y la circunstancia de que la polémica se desarrolle en esta casa y en este periódico agrava nuestra grima y nuestro desasosiego. Nos parece que dentro de la imprenta se ha encendido una lucha fratricida. Y nos ponemos a punto de pedirle al presidente Wilson, en el nombre del socialismo peruano, su mediación apostólica y patriarcal.
Los disparos verbales de la discusión pasan sobre nuestra cabeza rozándola casi. Hay momentos en que el instinto de conservación nos obliga a agacharnos. Y hay momentos en que tenemos el temor de que nos mate una bala perdida. Las balas del señor Secada son, por supuesto, las que más nos preocupan.
El público, que estima igualmente al señor Secada y al señor Curletti, contempla el combate con tanto interés como nosotros. Solo que, como conserva mejor su serenidad, se detiene largamente a comentarlo y analizarlo. Y un rato da la razón al señor Curletti. Y otro rato le da razón al señor Secada. Examina, uno por uno, los argumentos de ambos. Y aplaude cuando uno de los contendores acierta en el blanco.
Y es que el público piensa únicamente que la controversia del señor Secada con el señor Curletti no es una controversia capaz de enemistarlos. El señor Curletti y el señor Secada discuten, como se sabe, la política internacional del presidente Billinghurst. Pero la discuten con idéntico amor al señor Billinghurst y con idéntico reconocimiento de su patriotismo. Su discusión es la discusión de dos billinghuristas fervorosos. La memoria del señor Billinghurst sale tan enaltecida de las cartas del señor Curletti como de las cartas del señor Secada. Leyendo al señor Curletti se persuade uno de que nadie puede ser más billinghurista que el señor Curletti. Y leyendo al señor Secada se persuade uno de que nadie puede ser más billinghurista que el señor Secada. Y así tenía que ocurrir indudablemente. El señor Curletti y el señor Secada son los más grandes y religiosos panegiristas del ilustre presidente de las jornadas cívicas.
La polémica no inquieta, por esto, al público. El público no cree siquiera que el señor Secada y el señor Curletti pueden producir un cisma de la iglesia billinghurista. Un cisma análogo al de la iglesia católica. Un cisma en el cual, dicho sea de paso, el señor Curletti tendría necesariamente el rol de Papa y el señor Secada tendría necesariamente el rol de Lutero.
Pero nosotros no podemos tener la misma tranquilidad que el público. Para nosotros se trata de algo muy grave. Se trata de la inminencia de que flaquee y se rompa la cordialidad de la familia socialista. Nos imaginamos que está en peligro la armonía del primer soviet peruano.
Y esto nos quita el sueño.
Entre disparo y disparo interrogamos alternativamente al señor Curletti y al señor Secada sobre los puntos sustantivos de su discrepancia. Y procuramos un avenimiento. En vano por desdicha.
El señor Curletti nos habla de esta suerte:
—Miren, mis hijitos. El señor Secada alaba la política diplomática del señor Billinghurst. Pero la pinta como una política falaz y maquiavélica. Y yo, socialista convencido, no puedo tolerar que se pinte deesa manera la política diplomática del señor Billinghurst. El señor Billinghurst, mis hijitos, era un gran socialista. Y un socialista no puede imitar al príncipe de Metternich ni al príncipe de Bismarck. Un socialista no puede imitar a príncipe alguno. Yo tengo que salvar, ante todo, el socialismo del señor Billinghurst.
Y el señor Secada nos habla de esta otra suerte:
—¡No, compañeros, no! ¡No es posible que el señor Curletti y yo nos pongamos de acuerdo! ¡El señor Billinghurst era socialista pero no era ingenuo! ¡Y el señor Curletti, por presentarlo adornado por los atributos de una gran pureza doctrinaria, lo presenta adornado por los atributos de una mística y evangélica candidez! ¡Y yo no quiero que el señor Billinghurst pase así a la historia en este pueblo de la “viveza” y de la malicia! ¡Bueno es que se considere socialista al señor Billinghurst! ¡Pero no tanto, compañero!
Vemos claro que el criterio del señor Curletti y el criterio del señor Secada son inconciliables. Vemos claro que no cabe una transacción. Vemos claro que la diferencia es muy honda.
Y entonces, saliéndonos de quicio, queremos interponernos entre los dos combatientes, aunque sea corriendo el riesgo de que uno de sus proyectiles nos parta el corazón.
Mas nos sujeta la previsión adivina del señor Curletti que, amenazándonos con un índice, nos amonesta enérgicamente:
—¡Cuidado, mis hijitos! ¡Cuando discuten las personas mayores, los niños se callan! ¡El señor Secada y yo somos dos hombres de respeto!
¡Y ustedes no son todavía sino unos mocosos!
Referencias
-
Publicado en El Tiempo, Lima, 5 de noviembre de 1918. ↩︎