2.21. Todos, menos uno

  • José Carlos Mariátegui

 

         1Todavía no hemos concluido de celebrar la paz universal. Nos parece tan grande y tan solemne esto de que se haya acabado la guerra que no sabemos aún cuándo vamos a poner punto final a la fiesta. No queremos pensarlo siquiera. Deseamos demostrar que ningún pueblo de la tierra nos aventaja en alegría y entusiasmo.
         El programa de los faustos de la paz llegó anoche a su número de etiqueta. El país se puso frac para comer en el Restaurant del Parque Zoológico y para tomar una copa de champaña por los aliados gloriosos. Y por sus personajes máximos y sumos. Por el presidente Wilson. Por Lloyd George. Por Clemenceau. Por Gabriel D’Annunzio. Por el mariscal Foch. Y, de paso, por el señor Cornejo.
         Asistimos a un banquete estupendo.
         Concurrencia innumerable y eminente; comedor suntuoso y resplandeciente; adorno exquisito y opulento; iluminación copiosa y aladinesca; música ilustre y afamada: romanzas, coros, ballets; armonioso discurso de ofrecimiento del señor Antonio Miró Quesada; cordial discurso de agradecimiento del ministro de Italia señor Agnoli; vítores a la democracia, a la justicia y a la libertad; apoteosis, etc.
         Vimos sentados en torno de una mesa —que no en balde era una “U” —a todos los hombres conspicuos y grandes de la ciudad. A todos. A todos absolutamente. A los que nos gobiernan y a los que no nos gobiernan. A los amigos y a los adversarios del señor Pardo. A los beligerantes y a los neutrales.
         Y en todos se detuvo un instante nuestra mirada solícita, acuciosa y servicial.
         Allí estaba, gobernando la fiesta con su autoridad orgánica de gentleman, de millonario, de azucarero y de presidente del Club Nacional el señor Antero Aspíllaga, cuyo nombre —según don Pedro de Ugarriza— debe ser siempre, por razón de jerarquía alfabética, el primero que pronunciemos. Allí estaba, insinuando con sus mutis y sus silencios cuanto callaban sus palabras, el señor don Antonio Miró Quesada, en quien todavía sorprendemos gestos furtivos de candidato a la Presidencia de la República. Allí estaba, derramando su alegría de admirador sistemático de la revolución francesa, de Danton y de Rouget de Lisle, el señor don Augusto Durand que tiene aún, de vez en cuando, un alma incandescente de jacobino. Allí estaba, captándose más de un espíritu inteligente y comprensivo con su sereno continente de sabio, el señor don Javier Prado, nuestro profesor de energía. Allí estaba, transpirando aún el fervor de sus campañas aliadófilas, el señor don Mariano H. Cornejo, honra y prez de la oratoria peruana. Allí estaba, destacándose y sobresaliendo como de costumbre, el gran ministro bolchevique señor don Víctor M. Maúrtua, que tiene siempre para todas las cosas nacionales, inclusive para la oratoria del señor Cornejo, una frase traviesa de “mataperro”. Allí estaba, singularizándose por sus modales, sus quevedos y sus discreciones, el señor don José Carlos Bernales, gerente y senador esclarecido. Allí estaba, exhibiendo orgullosamente su insuflamiento de estadista joven, el señor don Francisco Tudela y Varela, que, como bien sabemos, continúa resuelto a hacernos la merced de hablarle en nuestro favor y beneficio a Mr. Wilson.
         Allí estaban todos los hombres representativos y figurativos de la política, del gobierno, del parlamento, de la diplomacia, de la universidad y de la prensa.
         No faltaba sino uno. Uno no más. Uno tan solo: el señor Pinzás.
         El señor Pinzás se había quedado en la puerta del Zoológico, con las manos enfundadas en los bolsillos del pantalón, diciéndole a todo el mundo:
         —¡Pido que quede constancia de que yo no entro! ¡Yo sigo siendo germanófilo!


Referencias


  1. Publicado en El Tiempo, Lima, 25 de noviembre de 1918. ↩︎