1.11. La primera faena
- José Carlos Mariátegui
1El señor Maúrtua se presentó ayer en la Cámara de Diputados sin etiqueta, sin ceremonia y sin anuncio. Tomó su café cotidiano, compró una caja de cigarrillos pastosos, encendió uno, hizo un chiste travieso y se dirigió en su automóvil al Palacio Legislativo. Y entró a la sala de sesiones diciendo:
—¡Aquí me tienen ustedes! ¡Jóvenes aún y de virtud modelo!
No había en él traza alguna de inquietud, de preocupación ni de temor. Pasaba entre los escaños sonriendo, bromeando y mataperreando. Tenía como de costumbre una ironía y una “lisura” en los labios. Era el señor Maúrtua de siempre. Era el mismo de todos los días hasta en su saludo afable y risueño:
—¡Caballeros y milores!
El público parecía un poco asombrado. Creía que el señor Maúrtua se hallaba en un atrenzo muy grave. Se había imaginado que llegaría a la Cámara con un semblante y un continente dramáticos. Y, viéndolo, comprendía que no existía en su ánimo desasosiego ni turbación alguna.
Y comenzó así la sesión.
El señor Salazar y Oyarzábal, estratégico e inteligente, expresó lo que la Cámara deseaba escuchar de labios del señor Maúrtua.
Señaló primero la labor del señor Maúrtua en orden al aprovisionamiento del petróleo. Bosquejó los aspectos generales de la crisis. Subrayó los puntos que la Cámara necesitaba conocer. Y le entregó al señor Maúrtua el estoque y la muleta.
Cesó instantáneamente la respiración de la barra.
Y el señor Maúrtua comenzó ciñéndose mucho:
—Yo lamento, señores, no haber podido venir antes a la Cámara. Lo lamento porque me hubiera gustado no retardar este debate. Y lo lamento porque en ningún instante he querido esquivar mi opinión.
Y continuando se ciñó más todavía:
—¡Vengo ahora para exponerles íntegramente mi pensamiento, para hablar de todo lo que se me pregunte y de todo lo que no se me pregunte, para contribuir con la mayor lealtad al estudio del problema y para sentirme a órdenes de mis compañeros!
Y enseguida, después de absolver las interpelaciones del señor Salazar y Oyarzábal, afirmó solemnemente:
—¡Yo no habría venido a la Cámara si no estuviera convencido de que los poderes públicos no se hallan bajo coacción alguna! ¡Si no estuviera convencido de que pueden contemplar este asunto con perfecta independencia! ¡Si no estuviera convencido de que ustedes pueden desechar o aprobar el proyecto del Senado, desechar o aprobar el proyecto de la comisión en mayoría, desechar o aprobar el proyecto de la comisión en minoría, desechar o aprobar, en una palabra, cualquier proyecto!
Y concluyó así:
—La compañía ha tenido una actitud sospechosa. Pero el Estado ha reaccionado enérgicamente. Y la compañía ha vuelto a la obediencia. Y yo les aseguro a ustedes, bajo mi palabra de honor, que nuestra soberanía y nuestras leyes serán respetadas.
Se entusiasmó, por supuesto, la mayoría. Se entusiasmó, asimismo, la minoría. Y se entusiasmó, también, la barra.
El señor Secada aplaudió hidalgamente las palabras del señor Maúrtua y le puso otra vez en las manos la muleta y el estoque. Y el señor Maúrtua volvió a ceñirse. Y a rematar la faena de rodillas.
Y, como esto era mucho para una sola tarde, vino a renglón seguido un discurso del señor don Manuel Jesús Gamarra henchido de historia, henchido de patriotismo, henchido de jurisprudencia y henchido de muchas otras cosas por el estilo.
Pero el público no quiso quedarse en las galerías ni un momento más.
Y se echó a la calle para hacerse lenguas.
—¡Aquí me tienen ustedes! ¡Jóvenes aún y de virtud modelo!
No había en él traza alguna de inquietud, de preocupación ni de temor. Pasaba entre los escaños sonriendo, bromeando y mataperreando. Tenía como de costumbre una ironía y una “lisura” en los labios. Era el señor Maúrtua de siempre. Era el mismo de todos los días hasta en su saludo afable y risueño:
—¡Caballeros y milores!
El público parecía un poco asombrado. Creía que el señor Maúrtua se hallaba en un atrenzo muy grave. Se había imaginado que llegaría a la Cámara con un semblante y un continente dramáticos. Y, viéndolo, comprendía que no existía en su ánimo desasosiego ni turbación alguna.
Y comenzó así la sesión.
El señor Salazar y Oyarzábal, estratégico e inteligente, expresó lo que la Cámara deseaba escuchar de labios del señor Maúrtua.
Señaló primero la labor del señor Maúrtua en orden al aprovisionamiento del petróleo. Bosquejó los aspectos generales de la crisis. Subrayó los puntos que la Cámara necesitaba conocer. Y le entregó al señor Maúrtua el estoque y la muleta.
Cesó instantáneamente la respiración de la barra.
Y el señor Maúrtua comenzó ciñéndose mucho:
—Yo lamento, señores, no haber podido venir antes a la Cámara. Lo lamento porque me hubiera gustado no retardar este debate. Y lo lamento porque en ningún instante he querido esquivar mi opinión.
Y continuando se ciñó más todavía:
—¡Vengo ahora para exponerles íntegramente mi pensamiento, para hablar de todo lo que se me pregunte y de todo lo que no se me pregunte, para contribuir con la mayor lealtad al estudio del problema y para sentirme a órdenes de mis compañeros!
Y enseguida, después de absolver las interpelaciones del señor Salazar y Oyarzábal, afirmó solemnemente:
—¡Yo no habría venido a la Cámara si no estuviera convencido de que los poderes públicos no se hallan bajo coacción alguna! ¡Si no estuviera convencido de que pueden contemplar este asunto con perfecta independencia! ¡Si no estuviera convencido de que ustedes pueden desechar o aprobar el proyecto del Senado, desechar o aprobar el proyecto de la comisión en mayoría, desechar o aprobar el proyecto de la comisión en minoría, desechar o aprobar, en una palabra, cualquier proyecto!
Y concluyó así:
—La compañía ha tenido una actitud sospechosa. Pero el Estado ha reaccionado enérgicamente. Y la compañía ha vuelto a la obediencia. Y yo les aseguro a ustedes, bajo mi palabra de honor, que nuestra soberanía y nuestras leyes serán respetadas.
Se entusiasmó, por supuesto, la mayoría. Se entusiasmó, asimismo, la minoría. Y se entusiasmó, también, la barra.
El señor Secada aplaudió hidalgamente las palabras del señor Maúrtua y le puso otra vez en las manos la muleta y el estoque. Y el señor Maúrtua volvió a ceñirse. Y a rematar la faena de rodillas.
Y, como esto era mucho para una sola tarde, vino a renglón seguido un discurso del señor don Manuel Jesús Gamarra henchido de historia, henchido de patriotismo, henchido de jurisprudencia y henchido de muchas otras cosas por el estilo.
Pero el público no quiso quedarse en las galerías ni un momento más.
Y se echó a la calle para hacerse lenguas.
Referencias
-
Publicado en El Tiempo, Lima, 22 de octubre de 1918. ↩︎