7.7. Corren los días
- José Carlos Mariátegui
1Cuatro años se van volando.
Parece que ayer no más se hubiera reunido, bajo el auspicio patriarcal del general Cáceres, la convención que patrocinaba esa vez al señor Pardo a la presidencia de la República. Y ya estamos en los preludios de otra convención patrocinada, apadrinada y recomendada por el señor Pardo. Y ya se aproxima apresuradamente el fin del gobierno del señor Pardo. Y ya ha habido una revolución enderezada a precipitar este fin.
Los políticos, los partidos y los círculos tienen puestos todos sus sentidos en el problema de la sucesión presidencial. Hacen cálculos sobre su solución probable. Y toman las medidas preliminares para la lucha.
Y el señor Pardo no se preocupa menos que los demás de la próxima elección. Mira de soslayo la amenaza de la venida del señor Leguía. Y les pide a los ciudadanos, sean o no sus amigos, que se junten en una convención para designar un candidato único y nacional.
La convención es una fórmula maravillosa para el señor Pardo. Si no fuera por la convención, tendría el señor Pardo que decidirse desde ahora por uno de los postulantes que lo rodean. Y habrían ido apartándose de su lado, poco a poco, los postulantes descontentos. El candidato oficial iría a las elecciones, por consiguiente, sin las fuerzas necesarias para resistir y vencer las jornadas cívicas de la tumultuosa democracia.
Gracias a la convención el señor Pardo no necesita favorecer a un candidato a costa de tal enojo y de cual resentimiento. El señor Pardo remite a la convención los anhelos y las expectativas de sus amigos. Y ningún pretendiente sale disgustado del gabinete presidencial.
Para todos, las palabras del señor Pardo son, seguramente, las mismas:
—Trabaje usted. Trabaje usted no más.
El proyecto de la convención camina, pues, empujado por todos los pretendientes alentados por estas palabras del señor Pardo. El señor Pardo ha hecho de todos colaboradores igualmente activos y eficaces. Todos sostienen la conveniencia de la convención. Todos preconizan la conciliación y la armonía. Todos se oponen a que el sucesor del señor Pardo salga de las mesas receptoras de sufragios. Todos aseveran, con el señor Pardo, que la elección debe hacerse en una asamblea de gentes de la capital y no en los comicios populares de la república.
Los liberales y los civilistas, que tanto divergen cotidianamente, se muestran de acuerdo sobre la convención. Los demócratas organizando sus filas se organizan, sin duda alguna, para la convención. Los futuristas aceptan también la convención, aunque la quieren muy amplia, muy solemne y muy buena. Y los constitucionales no sueltan prenda. Se acuerdan probablemente de que en la convención pasada salieron vencidos. Y comentando el fervor con que el señor Pardo elogia la convención, dicen que cada uno habla de la feria como le va en ella…
Parece que ayer no más se hubiera reunido, bajo el auspicio patriarcal del general Cáceres, la convención que patrocinaba esa vez al señor Pardo a la presidencia de la República. Y ya estamos en los preludios de otra convención patrocinada, apadrinada y recomendada por el señor Pardo. Y ya se aproxima apresuradamente el fin del gobierno del señor Pardo. Y ya ha habido una revolución enderezada a precipitar este fin.
Los políticos, los partidos y los círculos tienen puestos todos sus sentidos en el problema de la sucesión presidencial. Hacen cálculos sobre su solución probable. Y toman las medidas preliminares para la lucha.
Y el señor Pardo no se preocupa menos que los demás de la próxima elección. Mira de soslayo la amenaza de la venida del señor Leguía. Y les pide a los ciudadanos, sean o no sus amigos, que se junten en una convención para designar un candidato único y nacional.
La convención es una fórmula maravillosa para el señor Pardo. Si no fuera por la convención, tendría el señor Pardo que decidirse desde ahora por uno de los postulantes que lo rodean. Y habrían ido apartándose de su lado, poco a poco, los postulantes descontentos. El candidato oficial iría a las elecciones, por consiguiente, sin las fuerzas necesarias para resistir y vencer las jornadas cívicas de la tumultuosa democracia.
Gracias a la convención el señor Pardo no necesita favorecer a un candidato a costa de tal enojo y de cual resentimiento. El señor Pardo remite a la convención los anhelos y las expectativas de sus amigos. Y ningún pretendiente sale disgustado del gabinete presidencial.
Para todos, las palabras del señor Pardo son, seguramente, las mismas:
—Trabaje usted. Trabaje usted no más.
El proyecto de la convención camina, pues, empujado por todos los pretendientes alentados por estas palabras del señor Pardo. El señor Pardo ha hecho de todos colaboradores igualmente activos y eficaces. Todos sostienen la conveniencia de la convención. Todos preconizan la conciliación y la armonía. Todos se oponen a que el sucesor del señor Pardo salga de las mesas receptoras de sufragios. Todos aseveran, con el señor Pardo, que la elección debe hacerse en una asamblea de gentes de la capital y no en los comicios populares de la república.
Los liberales y los civilistas, que tanto divergen cotidianamente, se muestran de acuerdo sobre la convención. Los demócratas organizando sus filas se organizan, sin duda alguna, para la convención. Los futuristas aceptan también la convención, aunque la quieren muy amplia, muy solemne y muy buena. Y los constitucionales no sueltan prenda. Se acuerdan probablemente de que en la convención pasada salieron vencidos. Y comentando el fervor con que el señor Pardo elogia la convención, dicen que cada uno habla de la feria como le va en ella…
Referencias
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Publicado en El Tiempo, Lima, 9 de septiembre de 1918. ↩︎