7.6. Civilistas y liberales

  • José Carlos Mariátegui

 

         1Se ha apagado el postrer eco del levantamiento del mayor Patiño. Pero la guerra civil continúa. Y es que una cosa era la revolución —esa revolución proclamada por los zapadores de la vanguardia con el gorro frigio de la libertad en la mano— y otra cosa es la guerra civil. Las batallas de la guerra civil se libran en las salas del Palacio de Gobierno, en las salas del congreso, en las v salas de los periódicos, sin ruido, sin manifiestos, sin marchas forzadas y sin comunicados oficiales.
         Peleaban en la revolución los zapadores de la vanguardia contra los hombres del régimen. Pelean en la guerra civil los hombres del régimen contra los hombres del régimen. Solo que no pelean a tiros, ni pelean a puñadas, ni pelean a cabezazos: pelean sin herirse ni golpearse. Andan en los mismos forcejeos que esos chicos de la escuela sentados con solidaridad aparente en la misma banca y empeñados con clandestina belicosidad en disputarse el sitio y mermarse su anchura.
         Y esta guerra civil es muy trascendental. No se trata de un resentimiento transitorio entre los partidos del gobierno. Se trata de un conflicto sustancial entre sus aspiraciones y derechos. Los civilistas miran que se aproxima la elección de presidente de la República en momentos en que los liberales predominan en el Palacio de Gobierno y en el corazón del señor Pardo. Y los liberales se refocilan con la idea de cobrarles algún día a los civilistas sus agravios y sus desdenes.
         Para los periodistas políticos el espectáculo es delicioso. Es un espectáculo sin las emociones del de la revolución; pero es, en cambio, un espectáculo sin peligros. La revolución trae aparejada la suspensión de las garantías individuales. La guerra civil deja intactas todas las garantías. Durante la revolución no puede uno celebrar una proeza de los revoltosos por simpática que sea. El entusiasmo tiene que ser siempre gobiernista. Un entusiasmo antigobiernista representa una mancomunidad con la revolución. Durante la guerra civil puede uno entusiasmarse como le venga en gana. Puede aclamar ora a un bando ora al otro. Puede gritar desaforadamente su pensamiento. El comentario periodístico no está obligado a ser neutral.
         Ahora, por ejemplo, los periodistas políticos nos sentimos a nuestras anchas. Ahí, en la acera del frente, está la guerra civil entreteniéndonos con sus episodios y sus anécdotas. Aquí, en la otra acera, estamos nosotros glosándola a nuestro gusto y sazón. Los civilistas nos hablan pestes de los liberales. Los liberales nos hablan pestes de los civilistas. Y nosotros los llevamos a los liberales la murmuración de los civilistas para llevarlos después a los civilistas la murmuración de los liberales. Que es la manera de que nos vuelvan a hablar pestes los unos de los otros.
         Y para mayor ventura nuestra la guerra es terrible.
         Hoy el proceso de Lima tiene frente a frente a los civilistas y a los liberales. Los civilistas quieren que los diputados electos se incorporen a su Cámara. Los liberales, convencidos de que no pueden incorporar a su candidato, quieren que no se incorpore a nadie. Los civilistas, soliviantados, dicen que el señor don Luis Miró Quesada debe ocupar su escaño y que para eso es civilista. Los liberales contestan que no: que para que el señor Miró Quesada ocupe su escaño es indispensable que ocupe también el suyo el señor don Jorge Prado. Y los civilistas, más soliviantados entonces, replican que claro, que naturalmente, que justo. Y que el Sr. Prado, si bien no es civilista como el señor Miró Quesada, es hermano del señor don Javier Prado, uno de los grandes pontífices del civilismo.
         El combate final va a ser en la Cámara de Diputados.
         Y su éxito parece tan averiguado que, mientras los civilistas se esfuerzan por precipitarlo, los liberales ponen todo su afán en eludirlo.
         Que es lo mismo que le reprochaban al mayor Patiño Zamudio cuando, insurrecto y trashumante, andaba en armas por las serranías…


Referencias


  1. Publicado en El Tiempo, Lima, 8 de septiembre de 1918. ↩︎