6.3. Tarde mansa

  • José Carlos Mariátegui

 

         1Ayer hubo quórum en la Cámara de Diputados. Pero no hubo gana de que hubiera lo que el público aguardaba. Que no era sino un poco de bulla, un poco de trepidación y un poco de trocatinta. Un poco no más.
         El público quería drama y la Cámara quería zarzuela. El público pedía y la Cámara negaba. El público juntaba las manos y la Cámara movía la cabeza.
         Y todo el sentimiento de la Cámara se había condensado en un proyecto de los señores Ingunza Delgado y Roig Rivera. Un proyecto destinado a la más risueña resonancia callejera. Un proyecto que solo podía haber sido suscrito por el señor Ingunza Delgado y el señor Roig Rivera en comandita.
         Un proyecto que decía más o menos:
         —Impóngase un impuesto a los solteros mayores de veinticinco años.
         Y que hizo pensar al señor Borda en una adición:
         —¡Impuesto progresivo!
         Sonrió la Cámara. Sonrieron las galerías. Sonrieron los periodistas. Sonrieron los taquígrafos. Sonrió la farola. Y sonrieron, sobre todo, el señor don Manuel Bernardino Pérez y el señor don Emilio Sayán Palacios, célibes contumaces.
         El ambiente se puso regocijado.
         Y nosotros, desde la tribuna de los periodistas, murmuramos con un convencimiento infinito:
         —¡Después de esto no puede haber tragedia!
         Abajo, en sus escaños, nos lo confirmaron los señores Ingunza Delgado y Roig Rivera que, agarrados de las manos, se entregaban en brazos de la celebridad y de la gloria.
         Y naturalmente terminó la sesión sosegada y amena.
         Aparecieron en la sala los ministros y aparecieron con semblante de ministros seguros. El señor Maúrtua, nuestro ilustre ministro bolchevique, más que ministro de hacienda semejaba un puntal. Y probablemente era lo que semejaba.
         Habló el presidente de la Cámara:
         —Continúan las interpelaciones.
         Y se paró el señor Maúrtua:
         —Bueno. Nos habíamos quedado en que el señor Químper pensaba que el Ministerio de Hacienda no se había manejado con el debido celo. ¿No es cierto, señores?
         Asintió anhelante el público:
         —Eso es.
         Y prosiguió el señor Maúrtua:
         —Bueno. El juicio del señor Químper como juicio de parlamentario, está muy bien. Yo me lo explico. Yo lo apruebo. Yo lo haría mío si yo no fuera ahora ministro de Hacienda.
         El público no tuvo más remedio que abrir la boca.
         Y prosiguió el señor Maúrtua:
         —Yo, señores, juzgaba a los ministros lo mismo que el señor Químper cuando estaba en mi banco de diputado. Lo mismo que el señor Químper. Exactamente lo mismo. Creía siempre que los ministros no hacían todo lo que podían.
         El público dejó que se le escapara su sorpresa:
         —¡Oh!
         Y el señor Maúrtua se ciñó en un recorte final:
         —Y es muy natural que así sea. Es muy bueno que así sea. Es muy provechoso que así sea. Los representantes deben exigirles a los ministros más de lo que pueden hacer para que los ministros hagan todo lo que pueden hacer.
         Luego el señor Maúrtua absolvió las interpelaciones.
         Y concluyó así:
         —Tengo seguridad de haberme comportado con la mayor actividad y la mejor intención posibles. Pero en cambio no tengo seguridad de haberme comportado con el talento y la capacidad con que otro ministro de Hacienda se habría podido comportar. Y si la Cámara acusa de eso mi gestión, de poca eficiencia, yo me confieso culpable, señores diputados.
         Aquí sonó, naturalmente, un aplauso.
         Y el señor Químper dijo en su discurso de contestación:
         —Yo no acuso al señor Maúrtua. Yo no acuso sino al gobierno.
         Para que el señor Maúrtua, cruzando los brazos sobre el pecho, replicase:
         —Yo soy, señor Químper, un miembro del gobierno. Yo comparto pues las responsabilidades del gobierno. Yo soy tan pecador como el gobierno.
         La sesión acabó con una gran sonrisa.


Referencias


  1. Publicado en El Tiempo, Lima, 17 de agosto de 1918. ↩︎